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Jonathan Edwards. Harold P. Simonson
Читать онлайн.Название Jonathan Edwards
Год выпуска 0
isbn 9788417620295
Автор произведения Harold P. Simonson
Жанр Философия
Издательство Bookwire
Los sermones de Edwards, sus majestuosos estilos teológico y filosófico, unidos al propio autoexamen al que se sometía y a sus visiones sobre otros, le incluyen en el panteón más elevado de los pensadores religiosos estadounidenses. Su prosa revela una mente compleja. Los lectores consideran que sus ideas son profundas, a veces difíciles, pero su estilo siempre es lúcido si lo seguimos de cerca. De hecho, la cadencia, las imágenes y las metáforas de su prosa hacen que a menudo esta se remonte al ámbito de la poesía más excelsa. Cabe destacar que en los estudios universitarios modernos sobre la literatura americana del siglo XVIII, Franklin y Edwards destacan en claro contraste mutuo. El primero, en su Autobiografía, define su credo personal con una abstracción concisa, usando el menor número de palabras, que cabrían en un sello de correos, mientras que el corpus literario de Edwards lo forman veinticinco imponentes volúmenes.
Los dos volúmenes del historiador Perry Miller, The New England Mind (1939, 1953), suscitaron una renovación del interés por el pensamiento puritano y sus repercusiones en el siglo posterior. Desde entonces, se ha producido un despertar de impresionante erudición e interpretación crítica, que ha exigido la atención pública tal como lo hiciera el resurgir de Herman Melville entre los eruditos de Yale a finales de la década de 1940. Para los especialistas en Edwards, un volumen primordial es el de las Obras, que se concluyó recientemente y que ha publicado Yale University Press. Como escritor cuya mirada penetrante en la condición humana se interna tanto en el territorio psicológico como en el religioso, donde operan los grandes artistas de la literatura, solo Melville, Nathaniel Hawthorne, Emily Dickinson, Henry James y William Faulkner están a la altura de Edwards.
Dos textos especialmente conmovedores son los dos “sermones de despedida” de Edwards, uno cuando se fue de Northampton y el otro al abandonar Stockbridge. Para el primero eligió el tema del “juicio”: el juicio de la congregación sobre él, el suyo sobre ellos y, por último, el juicio de Dios sobre todos. El segundo sermón, que Wilson H. Kimnach describe como “muy breve, como un esbozo”, consiste en un pasaje bíblico (“Velad, pues, en todo tiempo, orando”, Lc. 21:36), seguido de cinco proposiciones (que suelen ser frases individuales) con subtítulos, acompañadas de algunas aplicaciones a modo de conclusión. Kimnach considera que las breves palabras de Edwards son “emotivamente premonitorias, una triste despedida”.
En Los afectos religiosos Edwards escribió “que nunca se ha producido ningún cambio considerable en el pensamiento o en la conversación de ninguna persona, mediante cualquier factor de naturaleza religiosa… que no haya conmovido a sus afectos”, entre ellos el “temor, la esperanza, el odio, el deseo, el gozo, la tristeza, la gratitud, la compasión y el celo”. Esta sucinta afirmación permea Jonathan Edwards: Un teólogo del corazón. Este volumen evidencia mi interés constante por Søren Kierkegaard, Blaise Pascal, retrocediendo hasta san Agustín, y llegando por último hasta el apóstol Pablo. Todos ellos procuraron comprender la naturaleza de la experiencia religiosa, no solo en abstracciones sino mediante el conocimiento existencial del corazón, el corazón redimido y santificado donde Edwards proclamó que residen las verdades más profundas.
Harold P. Simonson
Universidad de Washington
Abril de 2009
PREFACIO
a la edición 1982
Como fuentes primarias de este estudio me he basado, sobre todo, en la edición de 1834 de The Works of Jonathan Edwards (2 vols.), editados por Edward Hickman, que contienen la valiosa Nota biográfica del nieto de Edwards, Sereno E. Dwight. Excepto cuando se diga lo contrario, la documentación de los escritos de Edwards hace referencia a esa edición. Para facilitar la cita de las referencias, he incorporado la mayoría de ellas, tal como se indica, en el texto escrito. Sin embargo, cabe advertir que cuando hacemos referencia a las obras de Edwards disponibles actualmente en las nuevas ediciones de Yale, he elegido estas ediciones y no la de Hickman. Los volúmenes de Yale incluyen El libre albedrío (ed. Paul Ramsey), Un tratado sobre los afectos religiosos (ed. John E. Smith), El pecado original (ed. Clyde E. Holbrook) y El Gran Despertar (ed. C. C. Goen). En este último volumen, cuyo título proporciona el profesor Goen, figuran Una narración fiel, Los rasgos distintivos y Pensamientos sobre el avivamiento, las tres de Edwards. Cuando hago referencia a estas tres obras, cito la edición de Goen. También recurro a las obras individuales editadas por Perry Miller y William K. Frankena cuando abordo Imágenes y sombras de cosas divinas y La naturaleza de la auténtica virtud, de Edwards.
Escribí la mayor parte de este libro en St. Andrews, Escocia. La facultad del St. Mary’s College y el personal de la biblioteca universitaria me dedicaron unas atenciones que recordaré durante mucho tiempo. Me complace especialmente agradecer las útiles sugerencias del profesor J. K. Cameron, que leyó un borrador temprano del manuscrito, y las conversaciones con el profesor N. H. G. Robinson, el profesor James Whyte y el director Matthew Black. Pecaría de ingrato si no mencionase la amabilidad de James y Maud Harrison y de Arthur y Emmine McAllister, con quienes siempre asociaré la generosidad escocesa en su máxima expresión. Mi mayor gratitud es para mi esposa Carolyn y mis tres hijos, Eric, Greta y Peter, cuyo amor me respaldó mientras estudiaba el de Edwards.
Harold P. Simonson
Universidad de Washington
INTRODUCCIÓN
En su libro Temor y temblor, Søren Kierkegaard relata la historia de Abraham e Isaac, repitiéndola literalmente una y otra vez, y en cada una de esas ocasiones aprecia en ella una riqueza, una complejidad y una fuerza adicionales. Su repetición del episodio pretende sugerir la manera en que él mismo regresó a esta historia después de haberla leído por vez primera siendo niño. Había algo en el relato que le indujo a hacerlo, y durante varios años sus lecturas reiteradas fueron acrecentando su sospecha de que esa narrativa contenía un enigma —el enigma de la fe religiosa— que exigía toda su atención. La fe de Abraham atraía irresistiblemente a Kierkegaard a grados de entendimiento cada vez más profundos, y fue precisamente en esas profundidades donde escribió esa obra.
Aunque estos dos pensadores se encuentran separados por un siglo y por un océano, el pensamiento de Jonathan Edwards se vio dominado por esta misma profunda sensación de urgencia. También él despertó en un momento temprano de su vida al misterio de la religión, y se había visto igual de impactado por el poder sobrenatural de las palabras de la Biblia. En su caso, fueron las de san Pablo: “Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos” (1Ti. 1:17). En su Narración personal escribió: “Para mí, ningún otro mensaje de la Escritura se asemejó a estas palabras”. Dijo que se infiltró en su alma “una sensación de la gloria del Ser divino; una nueva sensación, muy distinta a cualquier otra cosa que hubiese experimentado antes”. A lo largo de los años amplió estas palabras creando una colección literaria magnífica en la que propugnó el tema de la gloria de Dios y su percepción por parte del corazón humano. Edwards experimentó esta refulgencia en un grado superior al de Kierkegaard; a pesar de ello, en ambos escritores se hizo patente una pasión religiosa que dominó sus vidas, y un atisbo del corazón que destilaban sus palabras, hasta el punto de que el lector moderno se siente curiosamente motivado a leer una y otra vez sus obras.
En este estudio he analizado el concepto del corazón que tiene Edwards. He decidido hacerlo porque, en primer lugar, este tratamiento no ha desempeñado un papel preponderante en las obras sobre Edwards. Perry Miller, el más destacado intérprete moderno de Edwards, enfatiza una epistemología lockiana, y al hacerlo no logra dar el lustre necesario al sincero pietismo que constituyó el cimiento de la