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destaca que existe otro aspecto no menos relevante del habla: la dimensión equívoca que transporta es la responsable de que la comunicación humana penda siempre del hilo del malentendido, dejando invariablemente cierta indeterminación entre el emisor del mensaje y su receptor. Aquellos a los que los psicoanalistas llamamos neuróticos obsesivos –u obsesivos, lisa y llanamente– padecen especialmente esta dificultad que da cuenta de la condición de los hablantes.

      Y como si ello fuera poco –a diferencia de las acciones instintivas que determinan en cada individuo el objeto sexual al cual dirigirse, por transportar en sus códigos la información necesaria que permite de un modo inequívoco identificar al partenaire complementario– la especie humana siempre falla en lo que al sexo se refiere.

      Sigmund Freud y Jacques Lacan fueron quienes mejor entendieron la complejidad de los individuos, ya que ambos en su teorización indicaron que la facilitación biológica no alcanza para designar lo esencial de lo humano; desde el concepto freudiano de pulsión, que reemplazó al de instinto (con el que se cifró en la teoría la consecuencia mayor del agujero que el lenguaje produjo en la trama de la sexualidad), hasta el provocativo eslogan “no hay relación sexual”, con el que Lacan agravió a la soberbia narcisista de una generación de intelectuales perturbando creencias seculares, al destacar y demostrar dos rasgos determinantes de lo humano: 1) que hombres y mujeres no participan del mismo goce sexual, y –lo que es aún más subversivo– 2) que ese goce sexual no necesariamente está repartido según el sexo biológico por el que han sido nombrados hombres y mujeres (condición que los tiempos actuales muestran de un modo harto suficiente). Aquellos a quienes denominamos histéricos –o como el saber popular las nombra: histéricas– han mostrado a lo largo de los tiempos esta vulnerabilidad de la identidad, la falta de garantías en la elección del sexo, la fragilidad de las identificaciones, la insatisfacción que encuentran en el goce sexual… Nuestras histéricas han estigmatizado con el sufrimiento marcado en sus cuerpos, haciendo síntoma de la falta de complementariedad sexual, de la ausencia de relación entre los goces.

      Ellas añoran lo que nunca tuvieron: una garantía que les ofrezca la certeza de que sus acciones estén orientadas en la vía de su deseo; y es el padre el significante que ellas demandan para obtenerla, pero también –como ellas no dejan de comprobarlo– él no puede sino fallar en ese cometido.

      En esa vía de identificar a la histeria con el problema mismo del accionar humano, Jacques Lacan ha elegido la escritura: para cifrar el matema que caracteriza al sujeto, dividido este en su intimidad por el significante, marca de la inadecuación del individuo a la especie. Por ello la teoría del sujeto en Jacques Lacan ha sido solidaria de su teoría del significante. La función de representación del sujeto por un significante para otro ha sido el eje de la misma. El sujeto, efecto de esta operación, quedó así constituido como vacío: falto de atributos que le ofrecieran una substancia que lo definiera.

      En suma, las acciones humanas están determinadas por una vulnerabilidad tal que es preciso elaborar una teoría del acto para dar cuenta de los tropiezos de los hablantes en la realización de sus deseos.

      ¿Qué decir de ciertas acciones impulsivas, extrañas, que los individuos realizan de un modo enigmático no sólo para los demás sino sobre todo para ellos mismos? Estas chifladuras no pueden ser adjudicadas simplemente a los enfermos mentales, ya que nadie está exento de atravesar estados de angustia que lo empujen a una acción pasional, con consecuencias imprevisibles.

      En diferentes momentos de su enseñanza Lacan precisó la particularidad de la acción humana, pero la vía de acceso principal al problema del acto ha sido la interrogación acerca de la intervención que se espera de un analista, es decir, el acto psicoanalítico.

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