Скачать книгу

propio duelo, en casa hablar del duelo familiar con prudencia, y orar con un texto bíblico.

      También nos pedía recitar en voz alta un versículo bíblico como jaculatoria, repitiéndolo varias veces al día durante una semana. Recuerdo algunos de ellos que me dieron mucha paz y ánimo: “El espíritu abatido reseca los huesos” (Proverbios 17, 22). “Depositen en Él toda ansiedad, porque Él cuida de ustedes” (1Pedro 5,7). “Todo lo puedo en Aquel que me fortalece” (Filipenses 4, 13) “No es un Dios de muertos, sino de vivos” (Marcos 12, 27). “Vuestra alegría nadie se la podrá quitar” (Juan 16,22). Auténticos bálsamos semanales. Era lo que todos del grupo necesitábamos.

      Algo que me llamó la atención era una dinámica practicada casi al final de cada encuentro, el refuerzo positivo. Cada participante tenía que elegir a un compañero/a, mirarle los ojos, ponerse en su lugar y darle un estímulo para avanzar en su duelo. Elegía sí a un compañero, pronunciaba su nombre, pero al segundo estaba hablando de mí misma. El coordinador suavemente me llamaba la atención y explicaba de nuevo la dinámica. Y a los dos segundos yo seguía charlando de mi sufrimiento. Al cabo de varios encuentros, como persistía en esta actitud, el coordinador me confrontó con énfasis, resaltando: “Tere, para hacer un buen duelo hay que meter entre paréntesis el yo e-go-cén-tri-co. Hay que ponerse en lugar del otro también desde el propio sufrimiento”. Me dejó tambaleándome y recibí una lección que necesitaba con urgencia, y que nunca olvidaré (yo). Sobre todo, con amor el sufrimiento sana, y con sufrimiento el amor se purifica.

      En cada encuentro, además de desahogarnos, comentar nuestras dificultades y compartir los avances, tratábamos un tema relacionado con la elaboración del duelo. Agradezco infinitamente a nuestro buen coordinador haber dedicado dos reuniones sucesivas al manejo de la culpa. En la primera hizo esta breve introducción: “La culpa manifiesta un comportamiento, real o no, contrario a los principios básicos del doliente. No existe, prácticamente, ningún duelo sin culpa, psicológica o moral”. Hizo un breve silencio y, mientras apuntaba con el dedo índice de la mano derecha uno por uno los dedos de su mano izquierda, recalcaba: “Porque no hay que ignorarla, ni evadirla, ni esconderla, ni rechazarla, ni mandársela a no sé quién”. A continuación, nos pidió manifestar con realismo las culpas sentidas por cada uno. Recuerdo, como si fuera ahora que, cuando se expresaba el matrimonio allí presente en duelo por su hija suicidada, la única que tuvieron, yo sentía como que estaba hablando por mí.

      La segunda reunión estuvo dirigida a cómo afrontar la culpa, siguiendo un aforismo ya clásico en “Resurrección” que aclara: “O yo domino al sufrimiento, o el sufrimiento me domina a mí”. Nuestro coordinador abrió el diálogo grupal con esta reflexión: “La culpa ataca sin piedad, con insistencia, como en retaguardia, regresando siempre al pasado que no se puede cambiar. Esa es mi propia experiencia. Por ello, nos vemos impotentes ante ella. Pero si nos enfrenta, nosotros la tenemos que confrontar. Con la culpa es como hacer un duelo dentro del mismo duelo. Hay que aceptarla y digerirla amargamente, porque se hace presente con sufrimiento emocional y mental, y de todo tipo, y por un buen tiempo. Una vez asumida la propia culpa, cosa nada fácil, el trabajo de duelo nos pide un gran esfuerzo: trabajarla, dialogar con ella y con nosotros, y serenarla hasta dominarla con una decisión firme de la voluntad. Y, si hubo culpa moral, tratarla con el remedio del amor y del perdón, porque hay que llegar a la paz”. ¡Dios mío!, yo capté con toda clarividencia que ahí tenía un desafío crucial: “¡O yo dominaba a la culpa, o la culpa me dominaría a mí!” Yo quería tener una vida por delante serena, libre de culpas.

      En fin, el grupo “Resurrección” me dio muchas herramientas para abordarme a mí misma en un duelo tan extraordinario como es el suicidio de un hijo. No podía traer de nuevo a mi Negrito a este mundo, pero sí podía entregárselo a Dios, asumiendo con realismo y serenidad la trágica realidad ocurrida, mirando hacia adelante y hacia arriba, entrando en una órbita nueva de vida, en la que no quería dejar fuera a mi familia. Este desafío lo dejé plasmado en la segunda carta que escribí a mi hijito, en una de esas tareas que se nos encomendaba semanalmente.

      “Mi amado hijo, te escribo desde todos los rincones sufrientes de mi corazón de madre, con lágrimas que nublan mis ojos y con un lenguaje de desahogo, reclamo y amor.

      Yo te concebí para la vida y he tenido que depositarte debajo de la losa de la muerte, cuando tenías que haber sido tú quien cerrara los ojos de nosotros, tus padres, a esta existencia terrena.

      A cada instante, y cuando me despierto fatigada en las noches, me pregunto sin cesar qué te afligiría tanto como para volverte ciego y empujarte a cometer esa locura. Ninguna respuesta, ni razón, ni lógica humana me convencen, ni me satisfacen. Por ello te reclamo a tí y a mí misma, reclamo a la vida y no sé a quién. ¡Tenías toda una vida por delante! Ha pasado tiempo desde tu muerte y no me acabo de conformar del todo.

      Negrito, te confieso que he anidado en mí mucha bronca retenida hacia ti. ¿Qué te pasó que no pediste ayuda? ¿No tenías confianza en nosotros? ¿Dudabas acaso de nuestro amor incondicional por ti, que eras carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre? ¡Buscaste la muerte el mismo día de tu cumpleaños! Ni siquiera nos dejaste una línea, una palabra, un beso de despedida. Cuando te dije adiós, ni siquiera pude ver tu rostro, ni besar tu mejilla.

      No pensaste en las tristezas interminables que provocarías a tus padres, que ya somos grandes, y a tus hermanos. Debías estar tan mal que no viste que tus tres hijos tan chiquitos, que amabas profundamente, y ellos a ti, se quedarían sin papá; y que nosotros nos quedaríamos, en cambio, como papás de un hijo suicidado.

      Sabes, cariño mío, mi conciencia me martillea todavía con la culpa. Es un látigo que me sacude por doquier. Me hago tantas preguntas. ¿Cómo no pudimos cuidarte bien? Hasta en familia nos hemos lanzado dardos de culpabilidad. ¡Si pudiera echar el tiempo para atrás y rescatarte!

      Hijo mío, dime, ¿cómo voy a poder seguir sin palpar tu presencia corporal, sin respirar tu aliento, sin tus cantos que tanto me alegraban y me llenaban el alma, sin retarte por tu despreocupada actitud ante la vida? ¿Y cómo vamos a seguir adelante todos en casa?

      Hijo de mis entrañas, ahora huérfanas de maternidad, he sufrido por ti en vida al verte alejado de las cosas del Señor que tanto queríamos inculcarte. Por ello, le he venido preguntando cada día a Jesús por el paradero de tu alma. Ante mis llantos y angustia, el Padre Manuel, al que tú hacías renegar tanto, me ha respondido que, si yo, tu madre, te quiero así, cómo te querrá tu Creador y Redentor; y que nunca desespere de la misericordia divina. Me ha hecho orar varias veces con esa frase de nuestro Señor crucificado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

      Hijo de mi corazón, te quiero con todo mi ser. Te lo digo ahora como te lo decía siempre. Perdono tu decisión, porque sé que estás en un Lugar mejor. Pido perdón a Dios por ti, y pido tu perdón por mis errores e ignorancias contigo.

      Pibito mío, nosotros velaremos por tus hijitos, que tienen tus mismos ojos, para que no les falte nada. Y les contaremos cosas hermosas de ti, porque van a necesitar mucho de tus recuerdos.

      En Dios encuentra la paz y la dicha que aquí no hallaste. Le suplico a María, nuestra Madre del Cielo, que te proteja y te lleve en su tierno regazo.

      Hasta pronto, hijo de mi alma. Hasta que nos volvamos a encontrar cara a cara en la Gloria plena y feliz, donde no habrá ni despedidas, ni fin.

      Tu “ma” que te ama más que antes”.

      Participé durante un año en “Resurrección” trabajando mi duelo, y dos años más al lado del coordinador. Al cuarto, el párroco me propuso que coordinara un nuevo grupo de la Pastoral del duelo. Me lo solicitó parafraseando un versículo evangélico: “La mies del sufrimiento es mucha y los operarios de la Pastoral del duelo son pocos”.

      “Además, -me dijo- usted es profesora, se expresa con soltura, escribe bien, ha hecho un buen duelo y se ha preparado adecuadamente. No olvide que la obra la hace Él

Скачать книгу