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del estallido. El corazón y la cabeza, por primera vez, estaban en sintonía. Me decía a mí misma: “¡Sí, tu hija murió! Se quedó con tu madre y se fue con ella. Tu padre ya no existe más en este mundo para solucionar tus malas decisiones y tu sobrino se fue con él. ¡Murieron, es real, murieron!”

      Cuando llegué por fin a la puerta, la persona que me recibió se dio cuenta de que no podía ni hablar. Muy respetuosa, me acompañó a la habitación y me comunicó que iba a escuchar unas campanadas para anunciar la cena. Me tiré en la cama, boca abajo; tapé mi cabeza con la almohada; grité, lloré, le pedí a Dios morir allí, en esa casa. Fantaseé toda clase de muerte natural, pero quiero aclarar que nunca pensé en quitarme la vida. Sólo fantaseaba con la muerte natural de varias maneras distintas. Estaba convencida que la muerte pronto me llegaría, porque nadie, no sólo yo, podría vivir sin su hijo. Tuve la sensación de que miré a los ojos de la muerte, invitándola a que me llevase.

      Que me llevara junto a mi otra alma, mi hija. Pero no se me concedió lo que rogaba, sino lo que necesitaba. Me llegaron por gracia dos dones: un consuelo maternal inefable, que me rodeaba con ternura, abrazándome en silencio; y la fe, la pura fe. En ese momento, la campana sonó convocando para la cena. No entiendo por qué estoy aferrada a tantos formalismos. Soy incapaz de descuidar las formas, aunque estuviera al punto de la locura. Por eso, me levanté de la cama y fui al comedor. El resto fue un largo, íntimo y compasivo reencuentro con Dios y con María.

      En esta Mujer y Madre encontré fuerzas para recobrar el aliento maternal de la vida. Fue en una madrugada con María: “Despertar sombrío de dolor profundo, / sangrando mi vientre, pequeña, asustada. / Casi agonizando, los ojos abiertos buscando encontrarla. / Mi niña no estaba entre las miradas. / Entre la agonía del dolor sombrío / conocí a María, llorando conmigo. / Sangrando la herida que me atravesaba, / mi dolor fue suyo esa madrugada. / Despierten ustedes, abran los ojos del alma, / que el amor es cierto cuando el tiempo para; / que no estamos solos, cuando toda calla; / que la muerte no nos roba nada. / Ella, con su presencia, abrazó a mi hija y le puso alas. / Despierten y escuchen la voz de mi alma, / que sabe de fuego, de amor y de alas, / por la luz eterna de esa madrugada”.

      Quisiera ahora apelar al amor que todos sentimos por nuestros fallecidos. Sólo en ese amor desesperado logramos cosas impensables. En ese retiro, yo contemplé a mi niña, acaricié su pelo, miré sus ojos, toqué su carita y se la entregué de nuevo a nuestro Señor: “¡Hasta que volvamos a vernos!”.

      Sexto dolor. Mi nuevo objetivo en la vida era el Cielo; sentirlo en mi corazón y comprenderlo en mi mente. Me anoté para estudiar teología y comencé a escuchar la palabra de cuanto sacerdote circulaba por las redes sociales. También empecé a ir a llorar frente a la cruz en las Misas de los domingos. Buscaba material sobre duelos que nada tuvieran que ver con la psicología y sus famosas etapas. No quería pasar por etapas, quería entender lo que me estaba pasando, vivirlo sin ninguna fórmula, llorar por los míos y, sobre todas las cosas, necesitaba y necesito vivir entre el Cielo y la tierra. ¡Vivir ocupándome de mi pedazo de Cielo tanto como me ocupo de mi pedazo de mundo terrenal!

      Seguramente, todos pensarán que estaba bajo los efectos del dolor y que eso nubló mi criterio. Yo les digo con absoluta seguridad que nunca antes había sentido tanta claridad. Ya no existían para mí barreras de dubitaciones secundarias como miedos, cálculos de tiempos del duelo, el análisis del reloj biológico, etc. Tenía otra hija y lo único importante que podía hacer por ella era darle nuevamente la fuerza y la compañía que tanto necesitaba. En otras palabras, no quería que deambulase por consultorios psicológicos desde pequeña, intentando superar lo que vivió.

      Séptimo dolor. Nuestra hija estaba sin su hermana, se sentía sola, seguramente confundida, ¿qué abordaje psicológico consuela esa falta en un niño? Ella, con sus seis años, miraba a su padre, miraba a su madre, miraba tanta soledad y vacíos que se apoderaron de nuestra familia. ¿Qué hacer? Un único camino se abrió con claridad dentro de mí: adoptar un niño y darle todo este amor que sentíamos desbordado dentro de la familia.

      Una querida amiga, que trabajaba en el área de adopciones, me explicó con mucha paciencia que yo no podría pasar nunca una entrevista de adopción estando bajo el impacto de un duelo tan reciente. ¡Lógica pura! Entonces vino una novedad: me quedé embarazada. Interminable sería mi relato si les contara de qué manera transité esos nueve meses. Sólo voy a destacar que el dolor comenzó a mezclarse con un amor diferente. Era un amor y un dolor que se iban renovando.

      La escuela psicoanalítica y otras escuelas de psicología tienen sus modos de abordaje para ayudar en el proceso de duelo, pero casi siempre hablan de las etapas por las que tenemos que atravesar. Son claras y descriptivas. Por su parte, los psiquiatras consideran que nuestro cerebro está severamente afectado por el impacto del dolor y nos ofrecen una gran diversidad de tratamientos para ayudarnos. También nuestros amigos y compañeros de trabajo, y los que nos conocen y saben lo que vivimos, muestran su cooperación y su amor por nosotros. Después de un tiempo, ellos y nosotros seguimos haciendo un esfuerzo por volver a la normalidad. Sin embargo, esto es un error, porque nos esforzamos por ser quienes fuimos, para que todos se sientan cómodos.

      Nuestro compromiso ha de ser otro: a quienes nos conocían antes de nuestro duelo debemos notificarles que hemos cambiado en algunos aspectos, que estamos en un tiempo especial, en un intervalo único de la vida y que ellos deben animarse a conocer a la nueva persona, su nueva imagen, su nuevo ser. Somos otros, y no volveremos a ser los mismos de antes, nunca más. Conocernos a nosotros mismos, ahora no es algo que nos resulte tan fácil, ni tan rápido como demanda la vida. Cabe señalar que esto no es tarea liviana para nadie, porque ahora, ni nosotros mismos los dolientes sabemos dónde estamos parados.

      Hemos entrado en toda clase de contradicciones o situaciones desconcertantes que antes no hubiéramos aceptado, pero que hoy las recibimos. Las atravesamos con otros ojos y después tomamos decisiones. Nos cuestionamos: ¿Esta conducta, este pensamiento, esta manera de vivir verdaderamente reflejan quién quiero ser? Si la respuesta es no, ¡adelante con el no! Y si la respuesta es afirmativa, ¡adelante con el sí!

      Ver los ojos de la muerte a traslocado la densidad temporal de nuestro pasado, presente y futuro. Quedan también afectadas todas las dimensiones de nuestra persona. Los paradigmas de nuestra vida mutan tan notoriamente como las transformaciones que sentimos en nuestra corporeidad y mundo emocional. ¡Basta con mirar en el espejo durante unos segundos nuestro cuerpo entero y, sobre todo, la cara! También nuestras ideas y visiones mentales han cambiado, ¡cuántas percepciones insanas sobre el sufrimiento hay que corregir! Sin olvidar el valor para afrontar la vida con valores nobles, dignos y altruistas.

      Hay momentos que una cree que se ha vuelto insensible a todo. La dimensión espiritual-religiosa es un arco iris, donde deben abordarse las grandes cuestiones de la vida, de la muerte, del destino, sin olvidar asumir el duelo desde las dos orillas: la del doliente y de quien murió. En suma, este nuevo escenario presenta un sujeto que no tiene consciencia de cuánto ha cambiado, de cómo ha cambiado, de cuánto durará el proceso de cambio y de cómo será el final. Ya no somos los mismos y es imperioso reconocerlo.

      Este camino nuevo es un desafío muy laborioso, porque no sólo tenemos que asumir pasivamente los cambios en nuestra nueva personalidad, sino que, además, tenemos que encarar activamente un trabajo interior de duelo, en un intervalo desconcertante entre un pasado conocido, que no termina de pasar, y un futuro por adquirir. Este trabajo interior no es para corretear de encima nuestro el sufrimiento, sino para asumirlo, integrarlo, dialogar con él, transformarlo y sacarle rédito. Aunque me costó, asumí que era imposible cambiar la realidad irreversible de la muerte de mis cuatro seres queridos, pero que sí podría transformarme yo.

      En el intento de conocer ese cambio y de afrontar el trabajo de duelo tenemos un extenso marco teórico para leer y seguir arrojando luz sobre la nueva persona que va surgiendo dentro nuestro, pero no es el único, ni debemos hacerlo solos. Hay que acudir a toda una red de apoyos; ser humildes para pedir ayuda y dejarse ayudar; valorar el potencial

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