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Mi alma de madre no estaba tranquila. Todos estábamos preocupados. Le mandábamos mensajes de optimismo y lo apoyábamos económicamente. Yo soy profesora y le busqué ayuda profesional, sin buenos resultados. Desgraciadamente, la fe no era su baluarte. Yo rezaba por él día y noche, para que se aferrara al Señor y su tormenta pasara pronto.

       Al atardecer del tercer día de su repentina desaparición, la policía nos llamó y nos pidió que nos presentáramos cuanto antes en la comisaría. Durante el camino, mi marido y yo nos mirábamos en silencio, compadeciéndonos mutuamente en aquella agonía. Como por instinto, quise bloquear mi mente hasta llegar a aquel lugar. Tomé la mano de mi esposo y la apretaba con fuerza. Él me abrazaba, a la par que se esforzaba por contener sus emociones. Allí se nos informó que habían encontrado a nuestro hijo, lejos, en el campo, a unos veinte metros de su auto, en un lugar muy aislado, muerto…, ahorcado.

      Estimado lector, han pasado ya varios años del suicidio de nuestro hijo. Si tú también has transitado un duelo intenso, recordarás de inmediato cómo en los primeros tiempos de esto que llamamos “camino del duelo” quedamos sometidos bajo el yugo tirano del sufrimiento. Yo tuve la sensación que me salía de órbita, que todo giraba mal, al revés, sin control, ni sentido.

      Desde el momento que recibí la noticia quedé trastornada. Todo se movía bajo mis pies. Lo que antes era seguro, ahora era una tabla resbaladiza. No sabía hacia dónde orientarme. Todo lo veía confuso, con un amasijo de emociones descontroladas dentro de mí. Quedé en plena intemperie, desprotegida, amenazada, bloqueada. Se me cerraba el pecho, la tensión arterial se me disparaba, imposible descansar y dormir mínimamente bien.

      Afortunadamente, la fe me consolaba y me daba motivos de esperanza, aunque me costaba horrores concentrarme mentalmente en la oración. Creo que oraba más con gestos y miradas que con palabras. Pasaba largos ratos en soledad y llorando, contemplando la imagen de La Virgen dolorosa junto a su Hijo en la cruz. A Jesús le supliqué cientos de veces: “Perdónalo, por favor, perdónalo”. Nunca dudé de Dios, ni le recriminé nada, ni le culpé, porque, aún en mi desorientación, tenía claro que pedía más esperanza de salvación para mi hijo que alivio para mí. Quería aferrarme a Dios, sentirlo más cerca. Con el tiempo entendería mejor que la fe no exime a nadie del sufrimiento, ni de recorrer un camino de purificación en el duelo.

      Me veía sin voluntad, sin ganas de nada, de nada: “Tener que levantarme de nuevo…”. Era una sonámbula en casa. Todo se me volvió gris. Me rodeaban mis seres queridos y casi los veía como fantasmas a mi alrededor. ¡Y qué decir de algunos de mis pensamientos!: “¿Y si dejara de comer…?” No podía pensar coherentemente. Aquello era una asfixia del alma.

      No quería dejar de llorar, me consolaba así. Pedía, rogaba a Dios que no se me secaran las lágrimas. Me estallaba la cabeza con un pensamiento único: “¡Mi hijo! ¡Él muerto y yo viva!” ¿Dónde estará ahora?” Se había hecho añicos la vida que teníamos por delante, aquello que todos comentaban: “Tienes una hermosa familia”. “¿Qué me ha hecho la vida?” y mil preguntas más surgían como reclamo de víctima, y se añadía la bronca, aunque encubierta, contra mi hijo por arruinarnos la vida y contra no sé quién, y la culpa inmanejable, y pensar obsesivamente cómo habría sufrido en los últimos días y horas.

      La culpa. La culpa. La culpa siempre presente, yendo y viniendo, hostigando, actuando como un remolino en la conciencia, arrojándome en la lona del pasado que no se pude reparar, socavando la autoestima. Me veía presa de sus feroces garras. No la podía controlar. Toda una cascada de culpas me caía encima con un interrogatorio por doquier: “¿Cómo no pude cuidar al fruto de mi seno? ¿En qué fallamos? ¿Qué no hicimos bien? ¿Qué dejamos de hacer? ¿Cómo no nos dimos cuenta?” La culpa no reposaba.

      El tiempo se arrastraba lento, interminable, y el sufrimiento era cada día mayor, seguramente porque yo iba tomando más conciencia de la realidad, ya sin la anestesia del impacto inicial, y sin tanta gente a mi alrededor. A todos oía más que escuchaba y a los cinco minutos ya me olvidaba de todo. Extrañaba y buscaba tanto a mi hijo que creo que alucinaba con los cinco sentidos. Me parecía verlo, oírlo, tocarlo, hasta olerlo, pero nunca lo soñaba, y eso que lo intentaba. Me propusieron tomar medicación, pero la rechacé por temor a atontarme más. Miraba por la ventana y me extrañaba: “¿Cómo el mundo puede seguir igual si mi hijo se ha ido?” Qué hubiera sido de mí sin mi marido y mis hijos, que seguro también ellos sufrían y mucho, pero yo… Estaba desajustada, fuera de órbita.

      Embotada en tanto sufrimiento y desorientación, sólo me fijaba en la ausencia, en la pérdida, en el modo atroz de la muerte, en el estigma con que quedaba la familia, en cómo salir de aquello para encontrar un poco de calma duradera. Sin embargo, cuántos aspectos positivos y detalles de gente buena había a nuestro alrededor: la presencia, la solicitud y la paciencia de los nuestros y de quienes nos querían ayudar. El párroco fue un ángel consolador junto a nosotros desde el primer momento de la desgracia. Presidió también el novenario, pero de sus palabras casi no recuerdo nada por mi aturdimiento. Todos los días nos visitaba después de la celebración, escuchaba mi desahogo y después se quedaba a solas con mi marido e hijos. Son presencias que hacen milagros.

      Concluido el novenario, el párroco propuso que, pasados unos días, participáramos del Grupo Parroquial “Resurrección”, que acompañaba a personas en duelo. Mi esposo me animaba con insistencia y unas tres semanas después de la muerte de nuestro Negrito nos presentamos juntos. ¡Yo me desahogué de lo lindo! Mi marido, muy buen hombre, es poco expresivo. Después del segundo y tercer encuentro, me preguntaba reiteradamente: “Tere, ¿te está ayudando?” Mi respuesta afirmativa le agradó, pero ya no me acompañó más. Él prefería desahogarse a solas y de vez en cuando con nuestro buen párroco.

      El coordinador de “Resurrección”, con su experiencia de duelo tras la muerte de su hijo por leucemia, me comentó: “Tú sigue con nosotros. Serás incluso más libre para desahogarte. Él va a estar bien acompañado”. Después de cada encuentro grupal, sin que mi marido me lo solicitara, le hacía un repaso del tema tratado. Como es de pocas palabras, yo hablaba como si estuviera en su dolor. Sacaba el tema del duelo de nosotros dos y de los hijos, que también sufrían, recordando el consejo del coordinador: “¡A empujar todos juntos, hay una vida por delante! Y él me escuchaba atento. Después nos abrazábamos y llorábamos un rato juntos.

      En “Resurrección” me sentí más que acompañada, formando parte de una comunidad de dolor y de esperanza. Era escuchada incondicionalmente, sin ser interrumpida, ni reprobada. Al principio, me costó escuchar a los compañeros, porque estaba absorta en mi penar, pero la habilidad del coordinador nos iba introduciendo en lo que él llamaba “el arte de la escucha” y de “la mutua ayuda”. Cuando después ya escuchaba algo más a los compañeros, era como si una luz iluminara mis regiones interiores desconocidas. Además, tuve una ayuda y estímulo extras. En aquella comunidad participaba activamente un matrimonio en duelo por su hija suicidada, su única hija. Y si ellos podían con aquello, yo también tenía que intentarlo.

      De la mano del coordinador y de los compañeros, poco a poco aprendí a afrontar esta desconcertante etapa de la vida, ya con menos miedos, apoderándome poco a poco de la conducción de mi propio sufrimiento, intentando equilibrarme en las seis dimensiones con que trabaja al unísono “Resurrección”; sufriendo, pero sin aislamiento; evitando el riesgo de sucumbir ante la ansiedad, angustia o depresión; mirando con ligera perspectiva de futuro, disipando progresivamente las reprimidas broncas, enfrentando a fondo la machacona culpa, dejando de responsabilizar a mi hijo de mi propio sufrimiento, planteándome las grandes cuestiones de la vida y de la muerte, el destino de cada hombre, la salvación eterna; creciendo en la experiencia personal y comunitaria de Dios. Era todo un verdadero desafío y refriega interior, ante una vida que seguía lentamente hacia delante.

      El coordinador, con su paciencia, sabiduría y experiencia en propia carne, no nos dejaba dormirnos en el “trabajo semanal de sanación”, como él lo llamaba. Al final de cada encuentro nos

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