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un gran salto en el vacío existencial propiciado por el fin de la Primera Guerra Mundial que fue capaz de colocar el molesto optimismo de la predominante teología liberal de la época en el lugar que le correspondía. En palabras de Roldán, en ese comentario Barth “ejercita una dialéctica entre la comprensión y la explicación y se constituye en una dialéctica circular en el ser-ahí (Dasein) de tan rico y profundo desarrollo en la filosofía de Heidegger”. De ahí los epítetos o denominaciones que se granjeó Barth con su nueva manera de afrontar el legado cristiano con una mirada desencantada y en busca de una refrescante fidelidad al Evangelio, más allá de la cultura que lo había domesticado y pretendido poner a su servicio: la crisis (en el sentido de juicio), la dialéctica (en cuanto a su magistral manejo de la paradoja) y de la Palabra (por su renovada comprensión de la revelación y de la Biblia). Después de todo, “Nadie puede apropiarse del Evangelio como si fuera su propiedad privada. El Evangelio es de Dios y hay teología evangélica solo allí donde se revela el Dios del Evangelio, que es origen y norma de esta teología que, insiste Barth, sigue siendo siempre una ciencia humana”.

      La Dogmática, lejos de ser un monumento es, para este expositor, una auténtica pista de despegue que permite dialogar con cuanto avance teológico surja, hasta la fecha, tal y como ha acontecido con las lecturas que ha recibido. Una de las más notables sugerencias que brotan del contacto con ella es la redefinición de lo que es la teología, comprendiendo a cabalidad su grandeza y sus miserias, al mismo tiempo, desde el peculiar estilo barthiano. De ahí que el debate sobre el existencialismo de la teología barthiana cobre especial relevancia al momento de evaluar la aportación del filósofo argentino Vicente Fatone (1903-1963), notable especialista en historia de las religiones, en uno de los capítulos más novedosos del libro. Fatone estudió a Barth al lado de otros pensadores como Berdiaev, Heidegger, Sartre, Marcel y Zubiri, una envidiable compañía. Barth también refulge en el análisis de Fatone, pues según él, estamos en presencia de una “durísima teología”.

      Una perspectiva similar surge en los capítulos que Roldán dedica a la contradicción barthiana entre revelación y religión, iglesia y sociedad, Reino de Dios y política (tema que ha desmenuzado ampliamente en otras oportunidades), y la crítica del teólogo suizo al nazismo, pues en ellos se destaca la enjundiosa forma en que Barth pasó de la “teoría” a la acción, especialmente en su actuar contra las pretensiones del gobierno alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Fue en ese contexto que se redactó la Declaración de Barmen, casi totalmente elaborada por él. El tránsito a la arena política en una situación tan extrema se anunciaba desde los tiempos del comentario a Romanos. En ese sentido, el pequeño volumen Comunidad cristiana y comunidad civil sigue siendo vigente: “La comunidad cristiana existe como tal en el terreno político y, por tanto, tiene necesariamente que aplicar y luchar por la justicia social. A la hora de elegir entre las diversas posibilidades sociales (¿liberalismo social?, ¿asociacionismo?, ¿sindicalismo?, ¿economía del libre cambio?, ¿moderacionismo?, ¿marxismo radical?) se decidirá por la que en cada caso (después de apartar todos los otros puntos de vista) le ofrezca una medida máxima de justicia social”.

      Los tres últimos capítulos del libro muestran la capacidad del autor para ocuparse del asunto central del libro: cómo fue recibida la teología de Barth en América Latina desde mediados del siglo pasado. Éste es el meollo de libro y la gran aportación de su autor, apasionado como es, simultáneamente, de la gran teología protestante y de la misión cristiana en el subcontinente. No faltará quien diga que insistir en la recuperación de teólogos como Barth y otros/as teólogos europeos debería ceder su lugar a la descolonización del pensamiento cristiano en estas tierras, pero lo cierto es que justamente ese proceso ideológico y cultural tan necesario no se puede realizar sin antes conocer a conciencia a los mayores representantes de la teología en Occidente, como es el caso.

      Roldán destaca los nombres pioneros del teólogo y pastor español Manuel Gutiérrez Marín (1906-1988), traductor, difusor y profundo conocedor de la obra barthiana, cuyo libro Dios ha hablado. El pensamiento dialéctico de Kierkegaard, Brunner y Barth (1950), basado en las conferencias expuestas en Buenos Aires un año antes, es un auténtico hito sobre la recepción en lengua castellana. Destaca además a la revista mexicana Luminar, que desde 1938 publicó artículos alusivos a Barth. También a quienes fueron sus discípulos, directos o indirectos: José Míguez Bonino, Emilio Castro, Rubem Alves, Julio de Santa Ana, Rolando Gutiérrez Cortés y Juan Stam; el segundo (quizá el más destacado) y los dos últimos estuvieron, literalmente, a sus pies en Europa. Juan A. Mackay y Gustavo Gutiérrez son otras referencias ilustres. Hay una cita de Castro que, aun en estos días, alcanza una vigencia inesperada. A la pregunta obligada (“¿Cómo puede ayudarnos Barth?”), Castro respondió (¡en 1956!):

      Su doctrina de la Palabra de Dios, de la cual depende su doctrina de las Escrituras, le da la posibilidad de salvar ambos valores, sin comprometerlos por medio de la adhesión a ideas extrañas al mismo testimonio bíblico. No puede ayudarnos el fundamentalismo, en cuanto negando los derechos de la moderna investigación pretende aferrarse a una letra antigua. Barth nos hará ver que la doctrina de la inspiración verbal de las Escrituras que nace en el siglo XVII se establece en la lucha contra el racionalismo, pero es en sí misma un producto del mismo racionalismo. Es el intento de convertir a la fe y a su conocimiento indirecto en un saber directo, hacer de la revelación un objeto fijo de experiencia (Erfahrung) profano.

      Sin temor a equivocarse es posible afirmar que toda una generación de estudiosos evangélicos latinoamericanos recibió su influjo, incluso quienes trataron de marcar distancias con él, como sucedió con algunos integrantes de la Fraternidad Teológica Latinoamericana, tal como lo explica Roldán. Todos ellos, seguidores o detractores, lo leyeron y aplicaron libremente según su situación, aun cuando el empuje del rechazo hacia su trabajo fue muy vasto en algunos países. El autor no oculta su simpatía por el tono “progresista” que resultó de la lectura del teólogo suizo, además de la de Bonhoeffer, pues un movimiento como Iglesia y Sociedad en América Latina resultaría impensable sin la huella que dejaron ambos, mediada por el teólogo y misionero presbiteriano Richard Shaull (1919-2001). Así lo expuso también recientemente Luis Rivera-Pagán en el coloquio anual sobre Barth en el Seminario de Princeton (2018), en el que lo mostró como un auténtico precursor de la teología latinoamericana de la liberación, especialmente a partir de su elaboración de una “teología de la revolución”.

      La pasión que le produce el tema llevó a Roldán a elaborar, creativamente, un “diálogo brasileño” entre Barth, Bultmann y Tillich, en el que los hace hablar desde sus respectivas posiciones, fundamentadas en su gran experiencia y reflexión. Huelga decir que los personajes alcanzan bastante consenso, más allá de sus diferencias. Finalmente, el volumen se cierra con una entrevista a Juan Stam, “último discípulo” de Barth, quien rememora a su maestro desde una perspectiva más personal y afectiva. Con ello se cierra el círculo de este análisis riguroso que abre la puerta para encontrarse (o reencontrarse) con una de las aventuras teológicas más controversiales, pero efectivas, que hayan tenido lugar en el cristianismo occidental. Roldán, como intérprete y divulgador de la obra barthiana, comparte obsesivamente el contagioso interés por la obra de uno de los mayores teólogos del siglo XX.

      Cerramos este prólogo con unas palabras del escritor estadounidense John Updike (1932-2009), profundo conocedor de la obra de Barth (en su mesa de noche estuvo mucho tiempo un ejemplar del comentario a Romanos) y prologuista del librito dedicado por éste a Mozart (1956). A la pregunta sobre su elección de una religión del Sí, respondió:

      Sí, lo hice. Y esa terminología la obtuve de Karl Barth, quien de entre los teólogos del siglo XX me pareció el más reconfortante e intransigente. Él descarta todos los intentos de hacer que el teísmo sea naturalista... Era muy claro que se trataba de la Escritura y nada más. Encuentro esto difícil de aceptar, pero me gusta ver que Barth lo acepta, y me gusta su tono de voz. Habla sobre el Sí y el No de la vida, y dice que ama a Mozart más que a Bach porque Mozart expresa el Sí de la vida.

      Leopoldo Cervantes-Ortiz

      Ciudad de México, 28 de marzo de 2019

      Prefacio del autor

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