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pertinencia socio-política ante coyunturas extremadamente exigentes, Barth también pasó la prueba mediante su enérgica defensa de la obediencia a Jesucristo antes que a los poderes de su tiempo (léase el nazismo previo a la Segunda Guerra Mundial). El documento, casi totalmente suyo, es quizá el mayor testimonio de teología política del siglo pasado. Asimismo, Barth asumiría retadoramente las contradicciones de su tiempo al fijar una postura tajante en contra de lo que veía como una glorificación de la religión, fruto del liberalismo de fines del siglo anterior que conoció bastante bien. No en balde uno de sus trabajos mayores fue la reconstrucción histórica de esa teología. El debate que mantuvo con su colega Brunner al respecto de las posibilidades de la teología natural alcanzó dimensiones épicas.

      José María G. Gómez Heras, notable especialista español cuyo encomiable trabajo panorámico ha sido recuperado atinadamente por Alberto Roldán en este libro (hay pocos tratamientos tan agudos de la teología barthiana) señaló con valor y precisión la importancia de esta vertiente teológica para la totalidad del cristianismo contemporáneo: “Contra el racionalismo naturalista de la teología liberal, contra su reducción del cristianismo a un fenómeno de la religiosidad subjetivo-natural del hombre, reacciona la gran generación de teólogos protestantes de entreguerras capitaneados por Karl Barth, profesor de dogmática en Basilea”. En su incisivo análisis, agrega: “Común a todos los representantes de la teología dialéctica, además de la global repulsa de la teología liberal, es la íntima conexión con la filosofía existencial y el retorno a los grandes maestros de la Reforma: Lutero, Calvino, Melanchthon… tan olvidados en la centuria precedente. A través de los reformadores redescubre de nuevo la Biblia”.

      Una enjundiosa frase de Roldán viene muy bien a cuento para cerrar esta pequeña introducción:

      Barth nos conduce de la teología de la crisis a una teología de la Palabra de Dios en un camino nada fácil y tomando sus riesgos. Ya que, en algún sentido, Barth es un signo de contradicción [S. Neill]: para los liberales, alguien que no entendió la teología que le enseñaron en Alemania y produce un lamentable retroceso; para los fundamentalistas —en una mixtura entre ignorancia y superficialidad— alguien que “no creía en la Biblia” y se disfraza dentro de un ropaje aparentemente evangélico. Lo real es que Barth inaugura un nuevo camino: mediante un paciente trabajo de exégesis bíblica y rastreo de fuentes patrísticas y de la tradición protestante, Barth libera a la teología del lecho de Procusto en el que había sido confinada.

      Ahora que están cumpliéndose los 100 años de la aparición de la primera edición de su Carta a los Romanos, gran manifiesto que revolucionó el ambiente teológico a nivel mundial, es una excelente oportunidad para releer algunas de las grandes obras barthianas, comenzando justamente con ese libro fundador que lo estableció como un auténtico profeta de la fe cristiana, a contracorriente de las modas de su momento y que, poco a poco, desembocaría en la monumental Dogmática de la iglesia. Cuando finalmente vio la luz la traducción castellana de la Carta a los Romanos, Manuel Gesteira Garza la presentó así:

      Este comentario constituye el punto radical de ruptura entre la teología del siglo XIX y la del XX. En contraposición a su postura inicial, tendente a la identificación entre socialismo y reino de Dios, Barth descubre ahora que la Biblia, más que de nuestra relación con la divinidad (propio de la religión o la ética), habla de la relación de Dios con nosotros: del reino de Dios, que no es reductible a un movimiento político o económico, ni siquiera a la religión (o religiosidad) como hecho humano. Su lema será el de una absoluta disociación entre la inmanencia y la trascendencia: “el mundo es mundo, y Dios es Dios”.

      Esas dos obras muestran la escasa suerte que ha tenido Barth en nuestro idioma, pues dicho comentario se publicó a 80 años de su aparición original, y del segundo únicamente han aparecido fragmentos, muy significativamente los publicados por Daniel Vidal bajo el título La revelación como abolición de la religión (1973). Antes deVidal, los desvelos del teólogo español Manuel Gutiérrez Marín dieron brillantes frutos, pues su versión del Bosquejo de dogmática (1954) fue durante largos años la única puerta de acceso a esta teología crítica, deslumbrante y, por momentos, contradictoria. A él se debe una de las obras pioneras en español sobre Barth: Dios ha hablado. El pensamiento dialéctico de Kiekergaard, Brunner y Barth (1950), que también ha sido rescatado en el volumen que nos ocupa. Gutiérrez Marín y Richard Shaull fueron, indiscutiblemente, los introductores de Barth al ambiente protestante latinoamericano. Los otros títulos ocuparon, progresivamente, su lugar en el imaginario evangélico de esta región: Comunidad civil y comunidad cristiana (1967, con prólogo de Emilio Castro), La proclamación del Evangelio (1969), Al servicio de la Palabra (1985), Ensayos teológicos (1978), La oración (1978) y, especialmente, Introducción a la teología evangélica (1986), con introducción de José Míguez Bonino, entre otros.

      Ante la abrumadora publicación y escaso olvido que ha sufrido Barth en los demás idiomas, en castellano se ha padecido una dolorosa ausencia de reediciones y nuevas traducciones, pues luego de la aparición del Bosquejo de dogmática (en 2000) y de la antología Instantes (elaborada por Eberhard Busch, en 2005; en catalán apareció Credo, en 2014) no han vuelto a publicarse nuevos títulos. Acaso influya en ello cierta “mala fama” que se le creó en los círculos del protestantismo más conservador, pues se le llegó a ver como un fantasma capaz de desencaminar a los estudiantes o pastores más sinceros en su abordaje de la ortodoxia. Especialmente negativa, durante mucho tiempo, fue la influencia de Louis Berkhof y Cornelius van Til. Con este último, Barth se encontró personalmente en Estados Unidos y le reclamó airadamente la forma en que se expresaba de él. En la descabellada percepción de ambos, la palabra “barthiano” designaba una especie de alusión al anticristo o algo peor. Lamentablemente, esa línea, de talante holandés conservador, sigue teniendo cierto impacto en las zonas menos atentas de las iglesias de habla hispana. Muy diferente fue la forma en que otros como G. C. Berkouwer, Hans Urs von Balthasar y Hans Küng han dialogado con la teología barthiana.

      Por supuesto, de todas estas obras y de todo lo que tuvo a su alcance ha echado mano Alberto Roldán en este nuevo acercamiento a Barth, pues lo ha seguido persistentemente en varios de sus trabajos, siempre acotando sus aportaciones y con la mirada fija en su aplicabilidad presente para las iglesias latinoamericanas. Este nuevo esfuerzo no es la excepción y, desde su título, manifiesta con sonora claridad la vocación eclesial y pastoral de la investigación, aunque sin dejar de integrar abordajes llamativos y poco conocidos como los de Jacob Taubes o Vicente Fatone, ambos filósofos.

      Roldán lleva a cabo un magnífico panorama de la vida y obra de Karl Barth y de su relación con América Latina, en particular. Sin afán de revisar el contenido del libro, pues los lectores podrán sumergirse en él gozosamente, incluso de manera aleatoria, pues a ello invita la autonomía de cada capítulo, se hablará aquí de sus alcances y, sobre todo, de la gran necesidad que había de un volumen como éste en el ambiente protestante latinoamericano. Los aspectos biográficos son presentados por el autor de manera ágil para entrar inmediatamente a desarrollar la evolución del pensamiento teológico barthiano en el esquema seleccionado: de una “teología de la crisis” a una “teología de la Palabra”, pues ambos enfoques han servido para definir este esfuerzo monumental por pensar la fe cristiana. Para ese fin, se sirve de un conjunto de lecturas bien asimiladas con el paso del tiempo y que le permitieron abordar al teólogo suizo en anteriores oportunidades con bastante fortuna. Se destaca, como debe ser, el impacto de la Carta a los Romanos (en las sucesivas ediciones desde 1919) como detonante de un trabajo incesante que desembocó en la Dogmática de la Iglesia (desde 1932 hasta su muerte, en 1968), la inacabada suma que ocupó a Barth durante buena parte de su vida y por la que es reconocido unánimemente.

      En su evaluación personal de la primera obra, Roldán recurre a un texto anterior que sintetiza muy bien el método utilizado: “La exposición que Barth hace de la Carta a los Romanos implica un método que podemos denominar dialéctico-crítico-paradójico. Barth no pretende hacer el comentario definitivo a la obra ya que, como bien señala en el prólogo a la primera edición, ‘su aportación no quiere ser más que un trabajo preliminar que pide a gritos la colaboración de otros’”. Al insistir en el aspecto hermenéutico de este método, es aún más puntual: “Barth no desconoce su importancia, pero les responde que su interés

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