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cliente, pero casi nunca conocían los nombres, parece que eran historias de una noche.

      —Luego no era tan santa.

      La inspectora le lanzó una mirada de las que matan, el comisario fingió no darse cuenta.

      —La puerta no presenta ningún desperfecto, debían de tener una llave. Dice el informe que la asistenta y una vecina tenían una copia, además de su madre. ¿Qué sabemos de ellas?

      —La vecina es la que vive en su mismo rellano, tiene más de noventa años y apenas sale de casa, por eso le dejaba la llave, porque siempre estaba para recoger un paquete o dejarle su copia si se le olvidaba. Hemos podido hablar con ella porque lee los labios, es sorda total, por eso la noche del asesinato no oyó nada. La asistenta, Ángeles Julve, es la misma que tiene su madre, hace más de treinta años que trabaja para ellas. Fue su niñera, ahora está a punto de jubilarse. Fue la que descubrió el cadáver cerca de las ocho de la mañana cuando iba a limpiar.

      —Bien, solo nos queda un amante, alguien en quien ella confiaba, que tenía la llave para verse en su casa con discreción, alguien a quien ella estaba a punto de despedir o que tenía celos de sus amigos o de su vida independiente.

      —Violencia de género no puede ser. Desde que tenemos datos fiables, hace una década, los hombres han matado de cerca y con métodos muy crueles. La mayoría con arma blanca, asfixia, estrangulamiento, fuego o palizas. Raros son los que ponen distancia con la víctima utilizando un arma de fuego. No conocemos ningún caso de crimen por encargo. Si nos remontamos a la década de los cincuenta, hallaremos que incluso el más rico de los armadores mató a golpes a su esposa con sus propias manos y luego la arrojó por la borda del yate.

      —En ese caso estamos ante un callejón sin salida, hemos trabajado mucho y todas las vías de investigación están agotadas. Cualquiera archivaría este caso.

      —Pero nosotros no.

      —Hay que saber cuándo rendirse.

      —Aún nos queda la colaboración ciudadana, quizás un vecino vio a dos tipos raros en el ascensor, o anotó una matrícula u oyó a alguien amenazar a la víctima. Quizás una amiga recuerde una confidencia, quejas de un novio, miedo, sensación de que la espiaban. Ha pasado poco tiempo, aún es posible.

      —Bien, el caso sigue abierto, nos mantendremos a la espera. Nada más.

       CAPÍTULO 3

      «Preponderancia de lo pequeño. Éxito. Es propicia la perseverancia. Pueden hacerse cosas pequeñas, no deben hacerse cosas grandes. El pájaro volador trae el mensaje»

      I CHING

      Llegué a casa y comencé a clasificar la ropa para ponerla en la lavadora. Acaricié las sábanas, tenían el tacto delicado y fresco y el suave brillo que dan a la tela el algodón egipcio y los muchos hilos. En el embozo, unas pequeñas flores bordadas. Era un lujo que podía permitirme. Y un placer. Mientras las introducía en el tambor, sus colores, rojo sobre blanco, me evocaron la imagen de unas sábanas llenas de sangre, las que Carla había arrastrado al suelo en su caída. Había otras manchas, una, en la manivela de la puerta del dormitorio, recordé, era de Ángeles Julve, la asistenta, pero el resto no podía ubicarlas. Busqué mi móvil y lo comprobé. En el dintel de la puerta había otras marcas, como las que hubiera causado la mano de alguien que se hubiera apoyado allí a mirar lo ocurrido o para apartar los estorbos del suelo y entrar de nuevo a recoger o destruir alguna cosa. Dejé la ropa como estaba y llamé al departamento médico encargado de las autopsias. Tuve suerte, el forense que había hecho la de Carla estaba de servicio, era un viejo conocido y pudo ponerse al teléfono. ¿Habían hecho pruebas de ADN? No, la identificación era indubitable, la asistenta la había reconocido, la familia la había reconocido, no eran necesarias. ¿Podían hacerse todavía? Por supuesto, no hacía falta una petición oficial, mandaría los resultados lo antes posible como ampliación de su informe. ¿Y el de las manchas de la puerta? ¿Y el de la manivela? Si se conseguía la muestra también.

      No tuve que esperar mucho, apenas una semana después tenía una llamada del forense.

      —Excelente intuición, Lucía —me dijo—, tenemos el ADN de la víctima, el de Ángeles Julve y el de otra persona desconocida, tu sospechoso. Si lo encuentras, bingo. Tienes toda una evidencia.

      Un agente llamó a la puerta de mi despacho. Llevaba pantalones cortos, camiseta de tirantes, mochila y una gorrita para el sol que le daba un aire de guiri despistado. Sensible a la belleza masculina, por mucho que mi corazón estuviera amorosamente colonizado, admiré sin apenas disimulo las dos musculadas piernas que sostenían el cuerpo de gimnasio de González. Debió captar la mirada, porque se excusó: «Hoy tengo servicio en el cauce del río, disculpe el atuendo, es el camuflaje. Acabo de llegar de vacaciones y he visto en el vestuario las fotos de Carla Echevarría. Me ha dicho mi oficial que han pedido colaboración y que hable con ustedes». «Yo la conocí», comenzó.

      —La primera vez me fijé en ella porque llevaba una ropa muy elegante, muy formal pero con deportivas, cola de caballo y sin pintar. Me pareció algo sospechoso, como si hubiera entrado en un centro comercial, se hubiera probado el vestido más caro de la tienda y hubiera salido sin pagar corriendo con él puesto. La seguí. A las once de la mañana entró en el Jardín del Turia, a la altura de las obras de Aqua, que todavía estaba en construcción, y un cuarto de hora más tarde había llegado al Puente de las Flores. Más de dos kilómetros; llegué sudando. Se detuvo, sacó del bolso unos zapatos de tacón alto, se soltó el pelo, se ahuecó la melena con las manos y siguió andando a toda prisa. Su conducta era insólita pero no apuntaba a un delito, hube de abandonar el seguimiento.

      —¿Y eso fue todo?

      —La vi otras veces y siempre seguía el mismo patrón, pasaba entre los turistas, las calatraveñas obras de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, los magnolios, los agapantos y las fuentes, sin prestar atención. Parecía ignorar el brillo del sol en el hilillo de agua que recordaba al taimado Turia de aguas tranquilas que tantas veces en su historia se ha enfurecido arrasando las débiles construcciones, casi chabolas, que la pobre gente construía en su cauce. También la vi en su tiempo libre sola, con amigos o empujando la silla de ruedas de su madre. Entonces se paraba a mirar una libélula, a observar a una garceta extraviada, a oler las plantas aromáticas, a tomar una cerveza o a contemplar la puesta de sol. El cauce era su segunda casa, tuve ocasión de observarla bien.

      —¿No vio nada sospechoso? ¿Alguien que la siguiera o que la acosara?

      —No hasta la noche en que murió. Sobre las doce y media, la vi ante el puente de las Flores quitándose los tacones y poniéndose una goma en el pelo para recogerse la melena. Bajó a saltos la escalerilla metálica, iba sola, como siempre sin mirar atrás. Pasó bajo el puente del Mar sin pensar que tras sus grandes pilastras podía ocultarse cualquiera. Un poco más adelante vi como, tras un seto de adelfas, un tipo con una navaja la acechaba junto al puente de Aragón. Dudé entre darle el alto reglamentario o acercarme y derribarlo silenciosamente. Por un momento pensé en hacerme el héroe ante la mujer, pero preferí evitarle el susto. Con el titubeo perdí unos segundos preciosos y a punto estuvo de atracarla. Afortunadamente el hombre se dio cuenta de mi presencia, olvidó a la víctima y al verse descubierto vino hacia mí amenazándome con el arma. Solo era un chorizo que pretendía desvalijarla, un viejo conocido de la casa que apenas me costó un minuto controlar. El ruido del tráfico en la Gran Vía y la música que llegaba de la feria de julio hizo que la mujer no oyera nada y continuara su marcha sin inmutarse. Avisé a la patrulla, apreté el paso y la recuperé ya casi en el Puente de las Quimeras. La seguí hasta su casa en el número 54 del paseo de la Alameda, la vi abrir la puerta y cerrar desde dentro con su llave. El patio del edificio es acristalado, totalmente diáfano, pude observar que no había nadie dentro y creyendo que se quedaba segura me marché.

      —¿Llegó a hablar alguna vez con ella?

      —Sí. Un día la vi ir hacia una rampa empujando la silla de ruedas de su madre. Al llegar se quedó dudando, había mucha pendiente y parecía tener miedo a no poder controlarla. Me acerqué y me ofrecí a ayudarla. «Gracias

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