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los atestados llegaran tan bien construidos a los juzgados, que las medidas de protección eran activadas con agilidad y ejecutadas con tal precisión, que pronto trascendió que las mujeres que denunciaban en esa comisaría eran las que sufrían menos acoso, tenían mayores probabilidades de sobrevivir y se beneficiaban de juicios más rápidos. Hasta el momento no habían tenido ningún asesinato. Todo ello le dio al comisario imagen de feminismo y todas las facilidades posibles por parte de sus señorías. Él lo aceptaba como algo natural. «Solo hacemos lo correcto —decía—, no queremos medallas», evitando hacer comentarios que pusieran en evidencia que lo único que deseaba era deshacerse limpia y rápidamente de unos casos que lo desazonaban, produciéndole confusos sentimientos de culpa que no sabía identificar ni manejar.

      Siguió consultando el legajo. La autopsia confirmaba su impresión. Se trataba de una mujer de 36 años, sana, sin señales de cirugía ni de otras lesiones que las producidas por las balas y la amputación del dedo anular derecho. Había fallecido durante la madrugada. No consumía drogas, su índice de alcohol en sangre era moderado, compatible con una buena cena regada con un par de copas de vino y un güisqui, nada que su joven y atlético cuerpo no pudiera asimilar. Le habían disparado a menos de un metro de distancia con un revólver cargado con balas de plomo que se aplastan al entrar en el cuerpo, quedando irreconocibles. Ni casquillos ni señales en la munición, pensó el comisario, identificar el arma va a ser imposible. Tampoco se habían encontrado huellas dactilares ni ningún otro tipo de rastro.

      La casa parecía un campo de batalla. Con objetos contundentes, probablemente bates de beisbol, habían destrozado el ordenador, los muebles y piezas decorativas. El despacho había sido registrado y saqueado. Los documentos y fotografías habían desaparecido o estaban rotos e irrecuperables por el suelo, empapados por el agua desparramada de un enorme jarrón destrozado o por la sangre. Los agresores no se habían llevado nada de valor, habían preferido destruirlo. El móvil de Carla Echevarría estaba machacado.

      No se habían encontrado restos biológicos más allá de los de Carla y Ángeles. El informe económico no arrojaba ninguna luz. La víctima era la propietaria del piso donde vivía, que, si bien estaba situado en una zona elegante, apenas tenía cien metros cuadrados. Era algo que podía permitirse, como probaba que la hipoteca estuviera ya casi totalmente pagada. Era titular de un restaurante junto con su hermana y su madre. Lo había heredado de su padre al borde de la quiebra, pero con su total dedicación, a costa de abandonar su incipiente carrera como médico, lo había reflotado. Sus cuentas estaban saneadas, tenía una modesta línea de crédito y ninguna reclamación conocida por parte de los proveedores. Completaba su patrimonio un Suzuki de segunda mano, un cuatro por cuatro de cinco puertas que constituía su única deuda digna de reseñar. La delegación de Hacienda comunicó que no tenía nada que decir y que se limitaban a remitir sus declaraciones. A la consulta verbal acerca de si nunca había sido investigada y por qué, se limitaron a responder que no era carne de inspección.

      La mujer carecía de antecedentes. Varias multas por aparcamiento indebido del enorme coche y una por exceso de velocidad, eso era todo.

      No tenía aficiones caras. Los fines de semana hacía montañismo, de ahí el cuatro por cuatro, con un grupo de amigos que conservaba desde la facultad, los mismos con los que solía cenar con frecuencia y compartía las fiestas, como las pandillas al viejo estilo. Todos vivían de su trabajo, si podemos considerar como tal la alcaldía de un pequeño pueblo cercano a la capital que detentaba la esposa de uno de ellos. Pasaba mucho tiempo con su madre, que apenas salía de casa debido a una enfermedad degenerativa que la hacía cada vez más dependiente.

      El informe final concluía diciendo que era una mujer fuerte, valiente y llena de vida. «Esto es de Paul Auster», se dijo el comisario, que también guardaba una novela inconclusa en su ordenador. La casa no tenía más medida de seguridad que una buena cerradura de la que tenían llave una vecina, la asistenta y su madre. El día de su muerte no fue en nada diferente. Cenó en un restaurante próximo al suyo con una pareja amiga, luego tomaron una copa en La Ciudadela, junto al puente de las Flores. A pesar de su insistencia, no dejó que la acompañaran; hacía una buena noche, se puso la chaqueta, cogió su bolso, se despidió de ellos y echó a andar hacia su casa con paso largo, sin apresurarse, dando un paseo. Fue la última vez que se la vio con vida. Al menos eso decía el informe.

      El comisario cerró el legajo, se quitó las gafas, se frotó el puente de la nariz y se quedó pensativo.

      —¿En qué andabas metida? ¿Qué es lo qué no nos estás contando? ¿Qué pieza falta en este rompecabezas?

      Volvió a mirar las fotos. Sus ojos se detuvieron en las musculosas piernas que le llevaron hasta el pubis frondoso

      —Un hombre —se dijo—. ¿Cómo es que esta mujer no tenía un novio o un amante? Es imposible.

      Encendió el enésimo cigarrillo, lo apagó irritado, ventiló la habitación y llamó a Sureda.

      La inspectora se presentó con su copia llena de Post-its que señalaban los puntos cruciales. Era una mujer espigada que estaba a punto de cumplir los cuarenta. Vestía sus habituales vaqueros elásticos ajustados de buena marca, camiseta estampada de algodón y un ligero blazer azul marino de hilo; calzaba mocasines y esta vez llevaba el pelo castaño, abundante, largo y rizado recogido en una coleta. Nada que dificultara sus movimientos si tenía que intervenir inesperadamente ni nada que no pudiera permitirse con su cuerpo tan delgado y sus pocos años.

      El comisario, que acababa de cumplir los 50, medía 1,85 y pesaba cerca de 100 kilos. Los hombros anchos, los ojos azul porcelana y unos labios bien dibujados que apenas se dejaban ver entre la poblada barba, daban sensación de fuerza y atraían la mirada hacia su rostro, alejándola de la prominente barriga. En los juzgados les llamaban el oso y el madroño, en la comisaría, Don Quijote y Sancho Panza, sus enemigos, los SS. Ambos se sentaron ante la mesa de juntas, con sus expedientes y blocs de notas.

      —¿Qué opina? —preguntó el comisario.

      La inspectora resumió el resultado de las investigaciones.

      —La muerte es obra de profesionales, dos sicarios por lo menos, probablemente estarán ya en su país, lejos de aquí. El móvil no es el robo, podían haberse llevado cosas valiosas, pero prefirieron destrozarlas. Tampoco parece explicable una venganza o un ajuste de cuentas, la víctima no tenía enemigos, hemos investigado a la competencia y a todo su entorno, el crimen no está relacionado con el dinero, tampoco consumía drogas. Su círculo de amigos eran profesionales cualificados, ninguno de ellos tiene antecedentes ni otro tipo de problemas que podamos saber. Tampoco hemos encontrado nada de interés en su familia directa. Se trataba de una mujer saludable, deportista, que había conseguido reflotar el negocio familiar gracias a su esfuerzo, con buenos amigos y buenas relaciones familiares. En resumen, más limpia que una monja de clausura.

      —¿Y la política?

      —No estaba en ningún partido ni participaba directamente, pero pertenecía a varias ONG, ha sido fácil de comprobar con los extractos del banco. Hemos consultado a Amnistía Internacional y nos han dicho que no era una activista, que simplemente pagaba su cuota. Están consternados, me han dicho que su organización considera la violencia sobre la mujer como el principal problema de derechos humanos que existe hoy en el mundo y que podemos contar con ellos si necesitamos su ayuda.

      —¿Ha pensado en un posible error en el objetivo?

      —He investigado a todos los vecinos. En el edificio no vive ninguna mujer que se le parezca ni por la edad, ni por la estatura, ni por el físico. Habrá observado que tenía un aspecto llamativo, era muy atlética.

      —Bien —cortó el comisario incómodo—. ¿Cómo es posible que una mujer como esta no tenga una vida sentimental?

      —Es extraño, pero los amigos solo nos han hablado de un antiguo novio de la facultad que se marchó a Quebec con una beca y se casó allí con una canadiense con la que tiene dos hijos. No lo he reflejado porque es totalmente irrelevante. Parece que la ruptura fue amistosa y que él apenas viene por aquí.

      —¿Y recientemente, cómo es posible que no tuviera a nadie?

      —Me

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