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      Las clases bajas: la banalización de la pobreza

      Sin embargo, existe una nueva categoría de población, antes ausente del mapa mental de las divisiones sociales, que puede considerarse víctima colectiva del «daño colateral múltiple» del consumismo. En los últimos años esta categoría ha sido definida como «infraclase». […] Y se produjo otro efecto, quizás más importante aún: la «anormalidad» de la infraclase (vale decir, una heterogénea variedad de individuos a quienes se niega el acceso a cualquier clase social reconocida y que no cumplen los requisitos para acceder a alguna) «normalizó» la presencia de la pobreza. La infraclase estaba situada fuera de los límites aceptados de la sociedad, pero la infraclase, como ya hemos dicho, era solo una fracción de los considerados «oficialmente pobres». Precisamente porque se consideró que el problema grave y urgente era la infraclase, la enorme cantidad de gente que vivía en la pobreza dejó de ser un tema cuya importancia requiriera inmediata atención.

      Zygmunt Bauman,9 Vida de consumo

      La infraclase

      Los que aún no están excluidos, los que aún se creen el mito de que en esta sociedad somos libres, aceptan y hacen suyo lo que dicen los poderosos y su prensa: que los excluidos no son como ellos, que son una gente zarrapastrosa, sucia, rara, diferente, con mala suerte y malos hábitos. El mito que ha calado es que los excluidos se han buscado la situación que sufren. No hay una rebeldía masiva contra las necropolíticas de los gobiernos, contra la exclusión, porque la gente que aún no está excluida no se identifica con los excluidos. Piensan «ese no soy yo», «eso no me pasará a mí». No se dejan identificar con el que sufre, no hay empatía radical. Y en realidad las necropolíticas nos afectan a todos. En cuanto esa persona incluida enferme será posiblemente excluida sin ingresos y sin ayuda.

      Clara Valverde,10 entrevista de Siscu Baiges

      para el Diario, 28/2/2016

      Los perdedores del Antropoceno

      Las clases sociales se agitan, se excitan. Giran velozmente como pequeñas partículas mal disueltas en un líquido revuelto por por una cucharilla incompasiva. Al sacar la cucharilla, el líquido sigue girando. Las partículas más pesadas, sin recursos para nadar, empiezan a caer al fondo y a estancarse. ¿Quiénes forman este poso, lodo irrescatable sobre el que caerá más lodo? ¿Quiénes son los nuevos perdedores del Antropoceno? Los busco...

      En las ruinas, la vida puede ser de barbarie. Entre las ruinas puede aparecer la infelicidad humana: o usted gana o usted es un perdedor. «O gana o es un perdedor...», eso me suena de algo. ¿Usted es un «winner» o un «loser»? Bien..., desde el momento en que eso es aceptado a la fuerza, desde el momento en el que no estamos en la calle diciendo «somos todos perdedores», las ruinas han comenzado, la barbarie está ahí. Desde el momento en que aceptamos que se cuele el «usted está entre los ganadores o usted está entre los perdedores», la barbarie ha comenzado.

      Isabelle Stengers, conferencia organizada

      por Opera Mundi en la biblioteca Alcazar de Marsella

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      (Nota: ¡escucha bien, J, lo que dice también Stengers, a quien utilizaste para embarcarme en este reto antropocénico: «Somos todos perdedores»! ¿Lo entiendes, cabezadura? Un ardor profundo me empuja a volver a la cocina a por más agua. Apaciguado momentáneamente, me digo que J no se dejará convencer tan fácilmente. Así que regreso al trabajo en busca de voces más acreditadas que la mía para abrirle de una vez esos ojos de topo que tiene.)

      Conversando con Bernard Stiegler*2

      El acuerdo no es general pero todos los estudios apuntan hacia la misma tendencia. No todas las tareas son automatizables pero, según un informe de Oxford que considero muy serio, el 50% lo son, desde la conducción de camiones hasta la manutención o incluso el periodismo. No se trata solo de robots sino también de algoritmos, como los que se usan en la «data economy» y que representan una parte muy importante de la automatización. Esto va muy lejos, y no se trata de ciencia ficción. En previsiones a veinte años, hay países muy golpeados como Polonia, donde el 56% de las tareas podrían estar automatizadas. En Reino Unido, el 47%. En Estados Unidos, el 50%.

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      En las elecciones departamentales de marzo de 2015, el diario Le Monde utilizó por primera vez en Francia un algoritmo para escribir artículos sobre el resultado de las votaciones. En las elecciones regionales de diciembre de ese mismo año fueron cuatro las cabeceras que experimentaron con «robots periodistas» (Le Parisien, L’Express y France Bleu, además de Le Monde). Dos meses antes, Mercedes-Benz había probado durante 14 kilómetros un camión autopilotado en una autopista alemana. Hoy, las cajas automáticas para autocobrarse funcionan ya con normalidad en muchos supermercados europeos mientras la venta por internet sigue ganando espacio a los comercios tradicionales. Los ejemplos no paran de crecer amenazadoramente.

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      Borja D. Kiza: —¿El paro es un fantasma, un miedo creado artificialmente por un sistema que lo explota en su beneficio y que desaparecería en el momento en que dejáramos de creer en él, o una amenaza real?

      Bernard Stiegler: —Es las dos cosas a la vez, un fantasma y una realidad. Es un fantasma en el sentido en que no es más que una traducción de las políticas de empleo. Pero si decimos que la problemática ya no se basa en ser o no empleado, entonces no hay problema de paro. Y eso es lo que yo propongo, que el empleo no sea un titán económico. ¿Por qué? El empleo tiene dos funciones: la creación de valor mediante la participación en la producción y posibilitar el consumo mediante la redistribución económica. Lo que hoy llamamos empleo viene marcado por Keynes y Roosevelt, que definieron el estado de bienestar durante la Gran Depresión americana: el salario no es solo una relación con el empleador sino que da derecho a la educación, jubilación, cobertura social... Pero [en un futuro próximo] para producir vamos a necesitar mucho menos empleo, así que este no puede seguir sirviendo de vía de redistribución. Hay que encontrar otra solución. El empleo ha tenido una función en el sistema de la macroeconomía keynesiana, y más generalmente en el «consumer capitalism», sea keynesiano o no, pero se ha acabado. Yo no digo que el empleo vaya a desaparecer, sino que va a ser marginal respecto a la redistribución, quizás el 30% o el 25%.

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      El pensamiento de Bernard Stiegler se basa en una diferenciación esencial entre empleo y trabajo. El empleo, íntimamente ligado a la introducción y ejecución de automatismos por los empleados y a la obtención de un salario, se confronta, según él, al trabajo: «aquello a través de lo cual se cultiva un saber». El empleo, automatizable, tiende a desarrollar protocolos y dogmas que destruyen los saberes. A destruir el trabajo, actividad en sí creativa.

      Es precisamente lo que vivimos en este momento a través del desarrollo anárquico y salvaje —es decir, ultraliberal— de una digitalización muy mal entendida de la cual liberamos los potenciales extremadamente tóxicos del «pharmakon» que es la tecnología digital, en vez de cultivar y compartir los poteciales epistémicos nuevos e inauditos.

      Esta vieja dinámica, unida al retroceso creciente y durable del empleo que insinúa la robotización, lleva a Stiegler a reivindicar la recuperación del trabajo como única solución al rompecabezas.

      Si yo escribo libros, si participo en la web Wikipedia o si desarrollo un software libre no es en primer lugar para obtener un salario: es para enriquecerme en un sentido mucho más rico que el famoso «Enriquecéos».

      Los empleados no trabajan en la medida en que trabajar quiere decir individualizarse, quiere decir inventar, crear, pensar, transformar el mundo.

      Su enfoque me parece estimulante. Pero falta, ahora, determinar la manera de redistribuir la riqueza. Para ello, Stiegler recupera el estatus francés de «intermittent du spéctacle» (estatus de trabajador discontinuo del sector del espectáculo, que ofrece una remuneración suficiente y estable desde el momento en el que se trabaja un cierto número de horas al año, inferior al que

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