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población incluida en este estatus, dedicada a trabajar en actividades de valor comunitario en vez de a buscar empleos cada vez más escasos, aportaría el fruto de su creatividad a la sociedad en libre acceso. Quienes no trabajaran ni se emplearan contarían con una renta básica indefinida inferior, algo que ya existe en Francia.

      Estoy convencido de que la mayoría de la gente tiene todo tipo de talentos, y de que el problema es que la sociedad no solamente no los cultiva, sino que tiende estructuralmente a reprimirlos.

      El desafío, aquí, es la transición de una visión a otra. Hay fuerzas económicas que consideran que su interés a corto plazo consiste mucho más en mantener el hiperconsumismo que en el desarrollo de otra cosa. A corto plazo, tienen sin duda razón, pero se equivocan absolutamente a largo plazo.

      Con la subida espectacular de los autómatas, que van a desplegarse en los diez próximos años con una extrema brutalidad, todo [el sistema actual] va a derrumbarse. Dado esto, seamos quienes seamos, presidente de la República, director general de un gran grupo, profesor de universidad, sindicalista o ciudadano, hace falta desde ahora encomendarse a este asunto y repensar completamente el modelo económico de nuestras sociedades.

      Hay que debatir, pero ahora hace falta también, y sobre todo, experimentar, crear para ello zonas francas, es decir, territorios de experimentación y de investigación contributiva.

      Bernard Stiegler, extractos de L’emploi est mort,

      vive le travail!, libro-entrevista con Ariel Kyrou

      

      —¿De verdad cree que el sistema aceptará una propuesta como la suya?

      —No se trata de querer o no querer, el sistema estará obligado a aceptarla. Los que mejor comprenden lo que digo son la gente del patronato, mucho mejor que los políticos de izquierda. Hay gente muy inteligente en el patronato, de lo contrario no serían capaces de conservar el poder. Saben muy bien, sobre todo las grandes empresas, que van a desaparecer muchos puestos de trabajo. Y saben que, si no hay más empleo, no habrá poder de compra y ellos no podrán vender. Es por su propio interés. Por eso yo no presento mi propuesta como una política de justicia social. Lo que me interesa es la racionalidad, y no es racional no redistribuir las ganancias de la producción. Si no lo hacemos, caeremos en la sobreproducción. Ya estamos en ella, pero es más o menos absorbida por artificios como las «subprimes», los créditos al consumo o la especulación financiera. Son como los residuos nucleares: se acumulan como enormes problemas en la sombra y, cuanto más tardemos en solucionarlos, el problema será más explosivo.

      —Especialmente para los más desfavorecidos...

      —No digo en absoluto que haya que crear una renta contributiva para ser justos con los pobres. Lo que digo es que los pobres no son pobres, son ricos. Y que la riqueza no es el dinero, es la capacidad de aportar cosas nuevas. Y que, si damos los medios a la gente y les permitimos desarrollar su potencial, produciremos muchísimo valor.

      —¿Somos mejores amateurs que profesionales?

      —Sí, y es algo que internet y lo digital han hecho posible. Este valor que generamos fuera del sector profesional lo revalorizamos en la web, pero es explotado de nuevo, a veces incluso destruido, por los actores económicos de Silicon Valley. Creo que hoy debemos tener verdaderamente en cuenta esta capacidad de crear valor de los individuos y ponerla en el centro de la economía para cambiarla.

      —Hay gente, y no solo rica, que no confía en la otra gente.

      —La gente no es para nada estúpida, los estúpidos son sus dirigentes y su estupidez les afecta. La gente sufre, y cuando se sufre mucho nos volvemos malos. Hay que contar con la gente.

      —¿Un ejemplo esperanzador?

      —Conozco un político ecologista que dirige una pequeña ciudad en el norte, Loos-en-Gohelle, una de las más pobres de Francia. Hay familias enteras, de abuelos a nietos, en las que nadie ha trabajado en los últimos treinta años y que viven de las ayudas sociales. Jean-François Caron ha instalado allí captores y sistemas automáticos de control de rendimiento energético en edificios, etc., pero no los ha conectado a ningún algoritmo para explotar sus datos. Con los datos, organiza reuniones con los habitantes. Dice: «Aquí los datos, ¿qué hacemos?» Esa es una manera inteligente de utilizar la tecnología. Utilizarla para hacer pensar a la gente, no para apartarla del pensamiento. Y funciona muy bien, porque no toma a las personas por imbéciles. La población es muy pobre pero menos infeliz que en otros lugares, porque tiene la sensación de existir, de ser escuchada. Y no es solo una sensación, es una realidad. Loos-en-Gohelle tiene una de las tasas de delincuencia más bajas de todo el país. Además, este político ha conseguido hacer venir a su pequeña comuna al Centre National de Recherche Technologique porque, a pesar de que hace mal tiempo y es un lugar pobre, el ambiente social da ganas a otros de instalarse allí. Eso es lo que quiero hacer en Saint-Denis.

      —¿Cómo es su proyecto allí?

      —En Saint-Denis trabajo con cuatro partidos políticos para desarrollar durante diez años estas ideas sobre la renta contributiva. Pero la renta contributiva no es más que un aspecto de la solución. La solución debería ser una economía contributiva. Hace falta una investigación contributiva, una enseñanza contributiva, una democracia contributiva, redes de comunicación contributivas... Estamos creando el derecho a una renta contributiva muy progresivo que va a comenzar únicamente para los más jóvenes que acaban sus estudios. También trabajamos sobre la creación de una universidad en el terreno para ofrecer estudios superiores y formación permanente. Y desarrollamos un proyecto de verdadera «smart city», no la que se propone hoy como «smart city», y que no es más que una ciudad automática, una «stupid city», la ciudad más estúpida que hay. Lo que queremos desarrollar es una ciudad donde los habitantes, que son los ciudadanos pero también las empresas, asociaciones y servicios públicos, usando la tecnología algorítmica, que tiene capacidades formidables, prescriban su aplicación.

      —¿Qué enemigos prevé?

      —No sabría decirlo muy bien, la situación evoluciona. Evidentemente, hay una parte del patronato de Francia que ha intentado destruir el estatus de «intermittent du spéctacle» tal como existe, así que si hablamos de extenderlo... A la vez, es complicado. Conozco a personas que dirigen empresas muy grandes que creen que hay que encontrar una solución distinta a la actual. Después, los sindicatos obreros pueden estar en contra de la propuesta, porque están formados para defender el empleo asalariado. Yo estoy en contacto con los grandes sindicatos y ellos también cambian. Por otro lado, el elector básico del Frente nacional, que sin duda llegará al poder, dirá que hay que echar fuera a todos esos inútiles y perezosos. Además, haciéndolo en Saint-Denis, muchos inmigrantes van a beneficiarse de la medida, así que la xenofobia también puede ser otro enemigo.

      —¿El miedo, y concretamente el miedo a ser pobre, es lo que más moviliza a los votantes?

      —No es solo el miedo sino la desesperación, que es mucho más grave. La gente está desesperada, sobre todo los jóvenes. Pero lo que yo propongo no pasa por las elecciones. No es que quiera hacer la revolución, pero creo que el sistema democrático ya no existe, que no vivimos en democracia sino en telecracia, en un marketing político absolutamente asqueroso y vergonzoso que da una imagen de democracia repugnante y justifica, a ojos de muchos jóvenes, optar por las llamas [el logo del Frente nacional, recientemente renombrado Rassemblement national, son unas llamas con los colores de la bandera francesa]. Están asqueados de un sistema que, en efecto, es totalmente asqueroso.

      —Xenofobia, fin de la democracia... ¿Qué más hemos perdido?

      —Antes de la sociedad de consumo, los individuos componían su sociedad, no necesariamente por la vía política pero sí por su actividad. La gente hacía evolucionar la costura, la manera de cultivar, de hablar, de dar sermones en la iglesia..., todo. Es lo que Gilbert Simondon llamaba la «individuación colectiva». Durante mucho tiempo, los hombres participaban en la evolución de su mundo, sea por la lengua, por su profesión, por la manera de educar a sus hijos... Y los que eran muy singulares y capaces de atraer la atención de los otros podían convertirse en figuras muy relevantes. A partir de

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