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Con marea baja recorría la playa de Punta Quilla donde había estaqueado al Chino. Se pasaba horas recorriéndola sin que nadie lo viera. Algo andaba mal en todo el asunto. Primero habían sido las botas del Chino que aparecieron misteriosamente en la puerta de su casa pero después fueron apareciendo otras cosas inquietantes. En Punta Quilla encontró el pañuelo que el Chino llevaba atado en el cuello. Pero no lo encontró arrastrado por el mar sino atado a la rama de un arbusto; alguien lo había atado el día que él lo encontró porque el día anterior no estaba ahí, eso seguro. Otro día encontró la camisa del Chino que flameaba al viento pisada por una piedra en el medio de la playa.

      Francisco pensaba que alguien había encontrado el cuerpo del Chino y le estaba dejando un mensaje para chantajearlo, pero el chantajeador no aparecía. Sospechaba de su sobrino que le venía rompiendo las pelotas con el tema de poner una parte del almacén a su nombre. También podía ser Moria, que en algo debía andar con el Chino. Podían ser los dos. Podía ser algún otro del pueblo. Pero seguro que era alguien que lo quería cagar. En eso andaba con sus cavilaciones cuando el comisario Álvarez entró al almacén.

      —¿Cómo anda don Francisco?

      —¿Qué cuenta Comisario? ¿Qué lo trae por acá? ¿Anda precisando comprar algo?

      —No, no es eso. Vengo por otro tema un poco más serio.

      La cosa no le gustó a Francisco que frunció el ceño. —Usted dirá.

      —Vengo a hacerle unas preguntas por la desaparición de César Correa.

      —No conozco a nadie con ese nombre.

      —Vamos don Francisco, César Correa el empleado suyo, el correntino.

      —¡Ah! El Chino. Pero no desapareció. Se fue de acá, se volvió a su tierra.

      —Bueno, parece que no es así.

      La puerta del almacén se abrió y Carlos entró saludando. —¿Qué pasó con el Chino? —preguntó.

      —Acá el comisario cree que desapareció porque no lo vio más —intentó simplificar Francisco.

      —No es así —aclaró el comisario—. El juez dice que desapareció porque su hermana de Corrientes hizo la denuncia de desaparición.

      —¿Y ella qué sabe si él vive acá y ella allá? —protestó Francisco.

      —Es que le llegó toda su ropa con una nota del almacén diciendo que era por pedido de él ya que él se volvería a Corrientes.

      —Y es así. Mi sobrino le mandó la ropa. ¿No es así, Carlos?

      —Sí, se la mandé yo pero porque usted me dijo que lo hiciera.

      —Bueno, la cosa es que el Chino nunca llegó allá y parece que se lo tragó la tierra porque nadie sabe nada de él —dijo el Comisario mirándolos fijamente—. Por eso el Juez me mandó averiguar cuando y quién fue la última persona que lo vio.

      —Fue mi tío el último en verlo —dijo Carlos devolviendo la gentileza a su tío—. Lo echó porque sospechábamos que robaba.

      —¿Quién dijo que yo fui el último? —se defendió Francisco—. Yo le dije que se mandara mudar el último domingo de marzo. Le pagué y le dije que le mandaríamos las cosas.

      —Me dijo Moria que ese domingo el Chino lo iba a acompañar a lo de los Holmberg.

      —¿Y ella qué sabe?

      —Se lo dijo el Chino esa mañana. Parece que durmieron juntos —dijo el Comisario mirándolo a los ojos.

      —¡Qué zorra hija de puta! —se le escapó a Francisco al tiempo que pensaba que pasaría a ser el cornudo del pueblo.

      —Sí, me iba a acompañar a lo de los Holmberg pero como me enteré de la sospecha de mi sobrino decidí echarlo y me fui solo. Los Holmberg pueden decirle que fui solo.

      —Sí ya hablé con ellos —dijo el Comisario dando a entender que había investigado bastante el tema—. Y dígame don Francisco por cual camino fue a lo de los Holmberg.

      —Por el camino del alto. La señora de Holmberg se cruzó conmigo cuando volvía.

      —Sí, la señora de Holmberg me dijo eso pero el hijo de Holmberg, que venía más atrás no se lo cruzó a usted. Como si usted se hubiera salido del camino.

      Francisco se puso muy tenso. Era claro que para el Juez y el Comisario él era sospechoso y que tenía un buen motivo, en realidad dos, para hacerlo desaparecer. Pero si no había un cuerpo no había crimen.

      —Salí del camino porque tenía ganas de mear. Capaz que en ese ratito justo pasó el hijo de Holmberg. Pero eso no es un crimen, ¿no?

      —No claro. Y una pregunta más don Francisco. ¿En qué caballo fue?

      —El alazán, ¿por qué?

      —Porque vieron al manchado ensillado acá esa mañana.

      —¿Y yo qué sé? —explotó Francisco que pensó— esa Moria, grandísima hija de puta—. Capaz que el Chino ladrón se lo pensaba llevar a Corrientes. Que carajo importa esto si el tipo se volvió. Si no llegó a su tierra será porque se emborrachó en el camino.

      —Mire don Francisco —le dijo el Comisario muy serio—. Yo no le voy a preguntar nada más, pero piense bien lo que tenga para decir porque lo va a llamar el Juez.

      El Comisario se fue dejando al tío y al sobrino frente a frente.

      —Tío ¿Qué pasó? ¿Me va a contar la verdad?

      Francisco se quebró, sabía que a su sobrino no le podía mentir y por otro lado era el único que lo podía entender y aceptar. Se despachó con todo, que le dio ginebra con pastillas de dormir, que el Chino tomó un montón y se quedó dormido, que lo estaqueó en la playa de las mareas altas para que se asustara cuando el agua subiera, que salió tarde de lo de los Holmberg, que galopó, que el caballo se lastimó, que el agua había subido, que no lo vio al Chino a pesar de que lo buscó y buscó, que el cuerpo nunca apareció, que finalmente decidió hacer de cuenta que el Chino se había ido hasta que empezó a aparecer la ropa del Chino, que seguro que era la Moria.

      —Pero tío ¿cómo fue a estaquearlo? ¿Cómo fue a reaccionar así?

      —Es que cuando me enteré que él me robaba me volví loco.

      Ante tamaña confesión Carlos decidió que era el momento de que él también hiciera una pequeña confesión.

      —Tío, yo tengo algo que decirle —dijo, y tomó coraje—. El Chino no le robaba.

      —¿Cómo que no? El contador me dijo que alguien me robaba.

      —Sí, es cierto, pero no era el Chino.

      —¿Quién entonces? Al Chileno no le da la cabeza y la Moria no tiene oportunidad de hacerlo.

      —Tío, era yo.

      —¿Cómo? —preguntó entre sorprendido e incrédulo.

      —Era yo tío. Desde que usted empezó a voltearse a la Moria me imaginé que si ella quedaba preñada nunca tendría mi parte de esto así que resolví ir sacando plata de a poco para, si la cosas se ponían mal, poner un almacén en Piedrabuena.

      Un silencio de hielo se hizo entre los dos.

      —¿Me perdona tío?

      —¿Vos me estás diciendo que yo maté al Chino por tu culpa?

      —Usted mató al Chino por accidente, tío.

      —¿Vos me estás diciendo que me robaste por años?

      Francisco iba subiendo el tono y la cara se le ponía colorada.

      —Yo no le robé tío, la mitad del negocio es mío.

      —¿Vos me traicionaste a mí que te crié como un hijo?

      —Tío,

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