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no seas flojo que todavía falta bastante.

      Tomá —casi lo obligó a tomar otro trago.

      A los pocos minutos el Chino dejó el trote para llevar su caballo a un paso cansino.

      —¿Qué te pasa? Así no vamos a llegar más.

      —No sé don. Me siento mareado. No sé qué me pasa. Sino siga usted y yo me vuelvo.

      —No, no. Paremos un poco a ver si te sentís mejor.

      Se bajaron de sus caballos. Francisco los maneó para que no se fueran lejos. El Chino se sentó en el pedregullo mirando al mar para respirar la brisa fresca. Se lo veía muy pálido. —Me da vueltas todo —dijo y se acostó. Francisco se le acercó y lo miró de cerca; el correntino respiraba pesado.

      —¿Qué habrás tomado? —dijo Francisco.

      —Solo tomé de su ginebra —respondió con voz cansada pero con tono de acusación.

      Francisco dejó pasar unos minutos. El Chino tenía los ojos cerrados, no se movía ni hablaba, solo respiraba. Lo movió con la bota, pero nada, ni se movía. Entonces fue hasta su caballo y de la alforja sacó cuatro estacas y unas cuerdas. Caminó hasta unos veinte metros del mar y clavó las cuatro estacas formando un cuadrado algo más grande que un hombre. Después arrastró al Chino hasta el centro del cuadrado y le ató manos y piernas abiertas a cada una de las estacas. El correntino quedó estaqueado como se castigaba a los soldados en la época de Rosas. —Eso le va a enseñar a no robar —pensó y se subió a su caballo y siguió camino a lo de los Holmberg.

      Con las pastillas de dormir que le había puesto a la ginebra el Chino iba a despertarse en una o dos horas. La marea iba a subir en cuatro. Le daba tiempo a Francisco de ir y volver de los Holmberg para soltarlo. —Flor de cagazo se va a pegar ese Chino ladrón cuando se despierte y vea que sube la marea. Eso lo va a convencer de irse de vuelta a sus pagos y no robarle a gente honesta.

      Estaqueado, por Lely Bartolomé.

      * * *

      Francisco salió de los Holmberg al galope. El dueño del campo se había demorado mucho en sus explicaciones y a Francisco no le quedaba mucho tiempo para volver a la playa antes de que el agua ahogara al correntino.

      Galopó por el camino principal hasta que se cruzó con el carruaje que traía a la mujer de Holmberg de misa. La saludó sacándose el sombrero y, cuando perdió de vista el coche, salió del camino y enfiló derecho hacia el camino costero. Galopaba a toda velocidad, no tenía mucho tiempo. De repente el caballo piso un pozo, tropezó y los dos rodaron. Francisco, a pesar de su edad, se dio maña para caer bastante bien, era buen jinete. Pero el caballo no pisaba bien. Le miró la pata trasera. Parecía que estaba bien pero el alazán no pisaba con confianza. Francisco lo montó, lo hizo caminar, el animal no quería. Le dio un rebencazo y empezó a caminar, pero al trote se negaba no importa cuanto le pegara. Francisco sintió que transpiraba frío. No había manera de llegar a tiempo para desatar al Chino.

      Le pegó y le pegó al caballo. A veces conseguía que trotara un poco, pero casi todo lo hizo al paso. No había manera de llegar a tiempo. Le siguió pegando hasta que llegó a una altura desde la que se veía la playa donde lo había estaqueado al Chino. El agua había subido muchísimo y había cubierto el lugar donde había dejado al correntino.

      Como pudo hizo llegar al caballo a la playa. Se bajó y se metió en el agua. Con los pies y las manos trataba de encontrar el cuerpo. Nada. Miró alrededor para ubicarse bien. ¿Era ahí? ¡Sí! Siguió buscando y buscando pero el agua subía y las olas eran cada vez más grandes.

      Finalmente se dio por vencido, salió del agua, se sentó frente al mar y hundió la cabeza en sus manos. Estaba desesperado. Al principio lo carcomía el sentimiento de culpa por ser el responsable de esa muerte pero después de un rato su mente fría volvió a tomar el control. Había que evitar que nadie se enterara. ¡Nadie podía verlo ahí! De un salto se levantó, miró para todos lados. No había nadie. Menos mal que había elegido un domingo para darle el “susto” al Chino. Buscó su caballo y lo montó; todavía mancaba. Entonces se acordó: ¿Y el caballo del Chino? ¡Había quedado maneado por ahí! No podía estar lejos… pero no estaba. ¿Se lo habría llevado alguien? Decidió volver.

      Al paso lento de su alazán tardó una hora en llegar al almacén. Ahí, desatado, estaba el manchado del Chino. Parecía esperar que lo desensillaran. ¿Habría vuelto solo?

      * * *

      —¿Qué le pasó a su caballo tío?

      Era ya lunes. Francisco llegó mucho más tarde al almacén de lo que acostumbraba. En la madrugada había ensillado otro caballo y había vuelto a aquella playa para, con la marea baja, encontrar el cuerpo del Chino. Pero… ¡nada! Parecía que se lo había tragado el mar. Pensó que quizás el agua había aflojado las estacas y la marea lo chupó para adentro. En ese caso el cuerpo podría, en unos días, aparecer en cualquier lugar. Tenía que encontrarlo antes que nadie para enterrarlo y seguir adelante con su plan.

      —Nada grave nene. Cuando volvía de los Holmberg el alazán pisó mal algo. Hay que dejarlo descansar unos días.

      —Claro —contestó Carlos, sin darle importancia—. Tío, me dice Moria que el Chino no está.

      El Chino vivía en un cuartito al fondo del almacén y Moria hacía el desayuno para todos.

      —Ah, cierto —contestó Francisco con fingida seguridad.

      —¿Usted ya lo sabía?

      —Sí, claro. Lo encaré, le dije que sabía que me estaba robando y le dije que se fuera.

      —¿Y él qué dijo?

      —Nada ¿qué va a decir? —respondió Francisco, medio enojado de que le hiciera preguntas.

      —¿Confesó? Qué raro… —dijo Carlos como si le costara creerlo.

      —Sí, claro. ¿Por qué te parece raro que lo admitiera?

      —No nada… Lo raro es que dejó toda la ropa.

      —Sí está bien. Como yo le dije que se fuera inmediatamente se fue dejando todo. Hay que poner sus cosas en un par de bolsas y mandárselo a la dirección de su hermana en Corrientes. ¿Dónde está Moria? —preguntó para cambiar de tema.

      La chica limpiaba la cocina, pero estaba rara. Casi no le hablaba a Francisco. Algo se había roto entre los dos. Francisco empezó a sospechar que Moria jugaba a dos puntas con él y con el Chino. ¡Qué zorra!

      * * *

      Al día siguiente Francisco entró furioso al almacén y encaró a su sobrino. —¿Vos dejaste esto? —preguntó furioso señalándole el par de botas que traía en la mano.

      —No sé qué es —se defendió Carlos.

      —Son botas del Chino. Te dije que le mandaras todo a su hermana.

      —¿Dónde estaban?

      —No te hagas el distraído. Las dejaste en la puerta de mi casa.

      Se abrió la puerta del almacén y entró Moria.

      —Le juro tío que yo no hice nada de eso. Todo lo que había en su cuarto lo empacó Moria y yo lo mandé a Corrientes.

      —Pero esas botas no estaban en el cuarto —aclaró la muchacha.

      —¿Qué decís? —preguntó Francisco casi con rencor.

      —Esas botas las conozco bien. Eran las que usaba el Chino cuando montaba al manchado, no estaban en su cuarto. Las debía tener puestas cuando se fue de acá —dijo mirando desafiante a Francisco.

      —Así que vos las conocés bien. ¿Y desde cuando conocés bien las cosas del Chino?

      La chica se fue ofendida.

      —Yo

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