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cogido cariño e, inconscientemente, ni me planteara maltratar más a mi criatura. O quizá estaba agotado de tanta destrucción. El caso es que solo formé una barra potencial, que dentro del horno se tornó descomunal. Al sacarla tras una hora, si la cogías, pensabas que era un adorno de loza. Pesaba la de dios y para cortarla necesitabas un hacha. Pero estaba muy rica, estaba buenísima. Estaba tetica.

      De aquella experiencia tan sensual concluí que cocinar —al menos en mi caso— te convierte en una bestia. De alguna forma, la Naturaleza te devuelve al lugar en donde tus ancestros se irguieron para otear bien el horizonte. Usas las manos, tocas objetos orgánicos. Sientes el frío y el calor. Te mueves entre humos. Y con unas habilidades similares a las de un Cromañón, consigues un resultado plausible: mi primera barra superaba en sabor a cualquiera de las que compramos en los supermercados envueltas en plástico por 40 o 50 céntimos, como también a las barras precocidas que recalientan en sus pequeños hornos las franquicias pijas de la nueva panadería, esa burbuja de tiendas cucas, cual sucursales de Hänsel y Gretel, tan en boga.

      Junto con el amasado, otro de los placeres que descubrí cuando empecé a guisar fue el despiece de animales. Comprar un pollo entero, sacarle las pechugas, descoyuntar los muslos, los contramuslos y las alas aprovechando el giro de sus articulaciones, y despejar el lánguido esqueleto para preparar un caldo. Este aprendizaje —que me ha costado mucha sangre— ha sido un acto regresivo, innecesario como cliente y que además he desarrollado por burda imitación mientras me fijaba haciendo cola en los mercados. Desde pequeño me hipnotiza ver trabajar a un carnicero o a un buen pescadero: sus movimientos precisos con cuchillos descomunales, el riesgo de presenciar un accidente en directo, el brillo de las carnes recién seccionadas, y el tacto, casi telepático, que transmite su soltura al manejar el género.

      Semejante espectáculo circense y primitivo es el que llevo años plagiando en casa con gran felicidad, con felicidad bestial. Con el tiempo he añadido otros comportamientos cavernícolas: huelo todo con profundidad de rata, muerdo las verduras en crudo antes de arrojarlas a la cazuela, pruebo cualquier plato en sus distintos estadios, me corto, me quemo, me exalto con el mortero, canto mientras controlo el sofrito, aliño las ensaladas con las manos y con ellas giro los mariscos, filetes o cualesquiera ingredientes cuando los cocino a la plancha. Porque en la cocina le pierdes miedo a meter la pata, es un espacio blanco para el error. Y esa cualidad, en esta sociedad intolerante con los fallos que nos obliga a una constante actualización de nuestras habilidades —a mantenernos más guapos, listos y modernos; más profesionales— supone un inmenso bálsamo para quienes carecemos de talentos reseñables. Para la gente común, vaya. En la cocina te liberas del miedo a equivocarte, aprendes a convivir con el error y el caos. Excepto si eres un tiquismiquis crónico, caso del mencionado Julian Barnes:

      «En la cocina soy un perfeccionista inquieto. Me guío por la temperatura del fuego y los tiempos de cocción. Confío más en los instrumentos que en mí mismo. Dudo de que alguna vez llegue a palpar con el índice un pedazo de carne para comprobar si está hecho. La única libertad que me tomo con una receta es aumentar la cantidad de un ingrediente que me gusta particularmente. Esto no es un precepto infalible, como lo confirma un plato sumamente asqueroso que guisé una vez mezclando caballa, Martini y migas de pan: los invitados acabaron más borrachos que saciados».

      Pero incluso Barnes, uno de los novelistas más colosales de nuestro tiempo, ha encontrado en los fogones una afición tan fundamental —«un placer tenso»— que le ha propiciado un libro de liberación: El perfeccionista en la cocina. Un libro delicioso y completamente hilarante, pues dedica sus páginas a reírse de sí mismo. La cocina, de nuevo, como relato.

      Lo mejor de cocinar, no obstante, es que cuando sacas tu cuento del horno te comes lo cocinado. A ser posible, en compañía de esa gente a la que guardas tus mayores afectos, para cuyo deleite te has aplicado previamente ante el fuego, enfrentándote a tus limitaciones y arriesgando incluso tu salud. Tal cual hizo Jesucristo, quien antes de ser crucificado se llevó a los amigos al huerto y les despachó como despedida vino sin ton ni son. Vino con pan, por supuesto.

      No en vano, durante milenios nos hemos alimentado de mendrugos. El pan contiene suficiente nutrientes para mantenernos en pie. También precisa de un simple proceso químico para nacer, lo que facilita su elaboración en cualquier casa por un coste mínimo. Harina, agua, sal, levadura y calor: ya está. Como a todo proceso químico, el hombre le ha otorgado poderes mágicos mientras no lo ha entendido, ha creído ver magia en esa carambola de la naturaleza, así que el pan ha permanecido durante milenios como un símbolo religioso, como una fábula de nuestra presunta condición trascendental. Ha sido la parábola de Hänsel y Gretel para los pobres mientras no han podido empacharse de dulces.

      Hemos bendecido el pan nuestro de cada día hasta que ya no lo hemos necesitado, hasta que el progreso —es decir, la imaginación aplicada a la ciencia en lugar de al mito— nos ha proporcionado otros alimentos baratos y suficientes que lo han acabado por arrinconar. Los curas lo han cambiado por obleas y los laicos hemos prescindido de él en nuestra mesa. Porque el pan ha sido también uno de los primeros alimentos precocinados, aquellos que nos han alejado de los fogones y que nos han acostumbrado a nuevos hábitos. El pan de molde no requieren ningún trabajo para su consumo o mantenimiento. Ni siquiera cortarlo.

      Quizá por estas humildades, el pan ha tardado tanto en incorporarse a la moda de la gastronomía, una corriente en apariencia contradictoria con nuestra sociedad de comida procesada. Durante las dos últimas décadas, España ha chiflado con la cocina del espectáculo, entendida como pose y distinción, pero la afición por el pan no se ha abierto camino en esa maraña de egochefs y comensales tuiteros, de tiendas gourmet, catas de vinos y programas de televisión con críos, hasta que nos ha sacudido la recesión económica. Al igual que el mercado tradicional, el pan ha permanecido marginado durante los años ricos como un vestigio del mundo antiguo, superado por la industrialización, las boutiques y por la vida en tendencia. Cocinar pan nos ha parecido un esfuerzo demasiado peregrino a los cocinillas domésticos y a los comensales listillos, los que queríamos fardar de conocimientos y habilidades delante de nuestros invitados.

      Y sin embargo, hacer tu propio pan es una revelación, un milagro, quizá la síntesis de la cocina. Entre su miga y su corteza, el pan concentra lo poco que necesitamos para disfrutar y lo mucho que dependemos del azar. Un día demasiado caluroso o demasiado frío puede arruinarte la lozanía de una hogaza. Un despiste con la sal romperá ese equilibrio necesario para que una pasta húmeda se solidifique en una deliciosa barra, tierna y crujiente. Una torpeza congénita —como la mía— convertirá tus armarios en un Museo de Arte Contemporáneo.

      Cuando yo era pequeño ya nadie cocinaba el pan en casa. La industrialización nos había librado de esa tarea, ingrata como obligación doméstica y felizmente desaparecida junto a tantas otras esclavitudes que hoy realizan para nosotros empresas o artefactos. Hace 47 años se compraba el pan en las panaderías y se guardaba en la panera, ese cajón extraño de tapa aguillotinada sembrado normalmente de migas, coscurros duros y hasta objetos insospechables. «Ay mamaíta mía, dime dónde está el peine. / Hijo, ¿dónde va a estar? / En el cajón del pan», cantaban Pata Negra en El blues de los niños, de 1981. La leche fresca que se vendía en bolsa, y que se encajaba en una suerte de jarra de plástico que yo era incapaz de volcar sin que se liase parda, estaba a punto de desaparecer bajo el inminente imperio del Tetra Brick. También aquella yogurtera roja que mi madre arrinconó en el mismo fondo de armario donde había enterrado el molinillo de café, y donde en breve, cuando apareció el microondas, acabarían sus días los pequeños cazos que utilizaba para recalentar al fuego de gas. Pocos años después, ese cajón fue definitivamente desalojado para apilar, en un tetris imposible, los tuperwares.

      Entre los años setenta y los dosmil, las cocinas del mundo occidental, y del español mayormente, se transformaron de cabo a rabo. Poco a poco prescindimos de los alimentos frescos en beneficio de los precocinados, y lo mismo con los utensilios que hasta entonces habíamos utilizado para preparar la comida. Se produjo una revolución tanto en la industria alimentaria como en los aparatos necesarios para que sus nuevos productos —más duraderos, higiénicos y cómodos— tuvieran éxito: «Quien disponga de un robot de cocina no necesitará especial destreza en el manejo del cuchillo; los hornos

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