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trono de dios. El maestro se escandaliza. Con el cincel temblando por cuanto acaba de escuchar, les acusa de blasfemos: han cuestionado la tradición.

      Como digo, ese pasaje marcó mi biografía. Desde que lo leí, empecé a buscarle el porqué a las cosas más insignificantes: por qué me gustaban determinadas chicas; por qué el ruido de Joy Division me zambullía; por qué el Cola Cao no se disolvía nunca; por qué en Semana Santa se sacaban en reverencial y silencioso paseo unas espantosas esculturas del Dolor. Supongo que, como Sinuhé, intentaba no ver la vida exclusivamente de perfil.

      Ya siendo un supuesto adulto, y durante aquel periodo en el que la guerrilla disléxica de mi ser tomó el mando y la depresión se procesionó soberana a lo largo y ancho de mi cuerpo, gobernando con pánico —maldito Robespierre—, a menudo, sentado frente a la encimera, me pregunté por qué cocinar me ha proporcionado siempre tanto placer. Cocino porque me divierte cocinar, porque me permite usar las manos, porque me encanta comerme el resultado y porque es una forma de ofrecer felicidad a quienes quiero. Sin embargo, durante las horas muertas de mi enfermedad descubrí que cocino por otra razón: cocino porque me encandilo con las cosas que cocino, aunque esto suene terriblemente new age. Desconozco si a todos los que comparten esta afición les sucede lo mismo, pero yo establezco con los ingredientes de mis guisos —con las coliflores, con los conejos o con las anchoas embalsamadas— una relación de divinidad. Siento que, como decía el maestro Josep Pla, los resucito y los venero al transformarlos en alimentos que trascienden su condición de simples vituallas. Regreso del mercado y ya les voy hablando cariñoso a las nuevas hortalizas y a las carnes y a los peces que en el carro se apretujan junto con la harina de las mil maravillas que les voy dispensar, como quien le habla a un niño pequeño que aún no puede contestar, acompañando mi perorata con arrullos y melindres y mohínes ciertamente vergonzantes. La gente me señala, susurra a mis espaldas, y a mí la verdad es me que da absolutamente igual. Esta costumbre me ha vuelto más loco, probablemente, pero creo que también más bueno.

      Mi amigo Pedro, con quien aprendí a caricaturizar faraones en los periódicos y a quien siempre le pido palabras cuando yo no encuentro las mías, sostiene que «solo hay tres atributos que me importan. En el orden en que podemos percibirlos son belleza, inteligencia y bondad. Otros aprecian la coherencia, la firmeza, la modestia… Yo no. Solo esos tres». Yo sostengo lo mismo, porque se lo he escuchado a él. Y creo firmemente que la cocina es uno de los talleres que reúnen esos tres atributos capaces de alegrar cualquier vida: lo bello, lo inteligente y lo bueno. Durante mi depresión, bien absorto mirando al horno o bien escondiéndome de la guillotina de mi cerebro entre las masas de levadura, la cocina me devolvió poco a poco el aprecio de esas cualidades a mi alrededor, reconciliándome conmigo y con el mundo. Fue el sitio donde pude empezar a enderezar mis días. En especial haciendo pan, cuya elaboración matutina se convirtió en el bálsamo desde el cual interpretar y superar lo que me estaba pasando. Porque el pan, ya se sabe, es una oración y es un milagro.

      Para hacer pan compro la levadura en el Mercado de El Fontán, el antiguo mercado de abastos de Oviedo, uno de esos edificios de arcadas modernistas que han sobrevivido dejados de la mano de dios, destartalados e ignorados por el ilustre ayuntamiento. Sucede en Oviedo, en Santander o en Zaragoza, en las ciudades donde todavía no ha llegado la moda de transformarlos en parques temáticos. El de Oviedo funciona aún como un gran cobertizo luminoso, con pescaderías, pollerías, puestos de chacinas, quesos y dulces artesanos, mucha tercera edad y unas cuantas verdulerías con el género dispuesto en un imposible equilibrio piramidal.

      El mercado proporciona un contacto cotidiano con lo mejor del mundo, con seres vivos que conversan y con cadáveres que huelen bien. Es un contrato social, un templo para los sueños civilizados de Rousseau: el público se ordena solo, pidiendo la vez o cogiendo el ticket, y los tenderos se apiñan juntos en un espacio igualmente parcelado, sin más armas para competir por el dinero ajeno que la exhibición de su género y su talento. Unos y otros hablan, se preguntan, se aconsejan, predomina la urbanidad. Cuando alguno se cuela, recibe de inmediato una sanción. «Señora, no se haga la sueca». Porque el funcionamiento de esta organización se basa en la confianza: cada cliente ganado supone una conquista fundamental para el tendero; cada comprador que encuentra un buen proveedor al que confiar su alimentación se marcha satisfecho. Nadie odia a los mercados, pero todos detestamos a nuestro banco. Quizá porque en el banco tenemos la sensación de que el cadáver somos nosotros.

      Es curioso que en la época más fabulosa para la alimentación humana, los mercados hayan perdido su clientela. A mis 47 años, en El Fontán me suelen llamar chaval, pues la media de edad a ambos lados del mostrador supera la mía de largo. La clientela se amojama a pasos agigantados, las colas se acortan a ritmo de esquela. A veces dudo de si la señora que se hace la sueca está realmente viva o es un espíritu encarnado de esos que paría la imaginación del joven Bécquer en sus leyendas tramontanas. Solo los sábados y las vísperas de fiesta encuentras algo de follón en El Fontán, y mayormente para comprar chuletones o marisco. Normal pues que desaparezcan los mercados, o que en el mejor de los casos se transformen en galerías pijas como las de San Miguel o San Antón en Madrid: «Enriquece tu entorno más cercano y visita al frutero, sé amable con el carnicero, encaríñate con tu pescadera, haz migas con la panadera y desea con toda tu alma a quienes madrugan y traen de su huerta puerros, judías verdes y lechugas», conmina David de Jorge en Con la cocina no se juega para salvar algo más que el nombre de los santos.

      Robin Food tiene razón: carniceros, fruteros, pescaderos y panaderos te invitan con su oficio a celebrar la comida porque, si te gusta la comida, cuanto exponen en sus escaparates te parece bello, inteligente y bueno. Y te sugiere mil posibilidades: esa paletilla de cordero, ese hinojo fresco o esos calamares rosados como el culo de un bebé espartano constituyen un placer en potencia, un punto de partida. Son componentes que te puedes llevar a casa para aderezarlos, combinarlos y edificar grandes platos. Para jugar; o para pelear contra un trastorno cerebral, llegado el caso. La buena cocina nace siempre de una imaginación. La buena cocina es un relato.

      Todos los chefs insisten en que sus largos menús degustación, presentados como un desfile ordenado de bocados, pretenden «contar una historia», es decir, lo que para ellos significa la cocina. Muchos no saben en realidad qué pretenden contar, pero la frasecita, equiparable a «El fútbol es así» de los futbolistas, les emperejila ante los micrófonos, hablando de sus ingredientes como lo haría un novelista con sus personajes. A la inversa, toda la admiración por los grandes cocineros surge también de un relato, pues la proporción de aficionados que han comido o que comieron en los restaurantes legendarios, en el Noma de René Redzepi o en El Celler de Can Roca, es lógicamente ínfima. El resto, imaginamos sus recetas desde la impotencia de nuestros salarios. Los bancos todavía no han abierto líneas de crédito para viajar a Copenhague y ponerte ciego de ostras bañadas en salsa de reno.

      De igual forma, quienes disfrutamos comiendo a menudo comentamos los platos mientras los ingerimos, a veces con simples gruñidos, otras buscando las palabras mientras tragamos, atropellándonos de entusiasmo la conversación y transformando la digestión en páginas. Incluso acabamos los grandes festines recordando comilonas pasadas, actualizando nuestra lista de banquetes memorables, como hace el obispo protagonista de La gula, el cuento de Manuel Vázquez Montalbán, después de naufragar en una isla y quedarse a solas con su memoria.

      A mí me encantan los relatos, la comida y los mercados. Atendiendo a los consejos de David de Jorge, visito a mis tenderos y me encomiendo a sus advocaciones. Leo los libros de recetas como si fueran novelas, imaginándome el proceso de elaboración y sobre todo el resultado, su sabor. Cuando voy a una panadería con obrador propio prefiero encontrar cola y aguardar mi turno: así aprovecho durante más rato el aroma a levadura. Al salir, huelo la hogaza metiendo la nariz por completo en la bolsa. De ese tipo de sensaciones provocadas por la comida he estado escribiendo durante quince años en periódicos y blogs, contando lo que veía o lo que sentía.

      Todo cuanto he escrito, no obstante, es mentira, atendiendo al impecable razonamiento de Julian Barnes en El sentido de un final:

      «¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean

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