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el frío, el catálogo de víveres disponibles, el gusto por la hermosura de los alimentos y los emplatados, y la concupiscencia exitosa de los días con el fruto de la vid. La gastronomía patricia ha soliviantado el orgullo de los menús plebeyos, ha descorchado una curiosidad infantil por combinaciones insensatas de productos y elaboraciones, y, en fin, nos ha ensanchado el paladar y la sobremesa a precios populares. Nos ha hecho más sensibles al placer de ser penetrados, vía oral, por innumerables habitantes de este planeta generoso. El emperador chef está desnudo, por supuesto, pero tiene un cuerpo esculpido por Praxíteles.

      La segunda imagen del tríptico, que se barrunta bajo el paisaje gastronómico con solo retroceder unos pasos y entornar los ojos, es un retrato del país y del mundo. Una delicada voluta de pincel sobre la humanidad de hace un rato y la de hoy mismo. Hablando de los panes, la cocción lenta, la fermentación del vino o la curación del salchichón, bendiciendo tradiciones que inmediatamente viola, David acierta a levantar un asombroso mural en el que se leen sin leerse los nombres de nuestros quebrantos políticos, económicos y sociales, los apellidos culturales de esta contemporaneidad multiforme y apabullante en la que pugnan, en enfrentamiento mitológico, el buen humor y el ánimo solemne, la inteligencia y el cinismo, la alegría y el boato, la ligereza y la importancia, que son casi siempre —es hora de decirlo— pares antitéticos. Una disyuntiva que es necesario resolver para evadirse de tantos otros falsos dilemas como nos proporcionan este país y este mundo, llenos ambos de sacerdotes empeñados en que discutamos si el Cielo habita en el rabo de toro o en las gyozas, en el ceviche o en los Risketos, si la devoción por la paella está reñida con plantarle al arroz una buena chistorra —¡que no lo llamen matrimonio!—, y si la comida ha de vigorizar vikingos o deleitar feligreses de meñique tieso. Dualidades impostadas, reñidas con la doble condición de bestia y arcángel a la que estamos condenados desde Darwin. Porque en estas pocas páginas cabe el mundo sin empacho, del mismo modo que en nuestros estrechos cuerpos caben cocinadas la flora y la fauna todas, si somos metódicos y pacientes en la empresa vital de albergar en la tripa un bullicioso Arca de Noé.

      La tercera ofrenda que componen esta muchedumbre de certezas redentoras, fábulas extraordinarias y medias verdades, este panóptico de cuentos y actas que levanta David, es otro desnudo, el de su autor. Procede una confesión, sabrán perdonar la obscenidad: el que suscribe no fue quien es hasta que se cruzó con este aragonés estrecho, llave allen del conjunto de tableros y bisagras que uno era y con los que anduvo hecho un trasto equivocado hasta el feliz encuentro. En su estupor sonriente ante el gozo, su propensión a la vitalidad, su valentía para convocar la catástrofe y reconstruir el mundo después, en su hambre de saberes y placeres y en su generosidad insobornable para evangelizarnos en la sensualidad halló uno mismo el mejor encaje de sus piezas. Como si uno hubiera venido al mundo incompleto, esperando sin saberlo una piedra de clave zaragozana para que su arco pudiera elevarse sobre la gravedad de lo anodino, lo mezquino, lo triste y lo ensimismado. David lo hace sin querer, sin ser del todo consciente de su don y su regalo. Por eso dedica muchas páginas a Patricio, cobaya improvisado de victorias y derrotas ante la encimera, y en su incondicional amor por ese Antínoo protestón, este Adriano de las brasas, que, como el emperador romano, es catedrático del sentido común, eleva una proclama de amor incondicional a la vida y a sus habitantes.

      En cada página de este breve volumen late una batalla épica contra la tristeza, el malhumor y la afectación, y en su abundante erudición culinaria, enemiga fiera de la importancia, se contiene una oda al placer que reside en lo hermoso, lo inteligente y lo bueno. Este libro es sin pretenderlo un manual del comer y del cocinar desde un sacrílego desorden de las categorías, una guía para quemarse, cortarse y ensuciarse, para abrazar la gula con lujuria y viceversa, un viaje a lomos de un dragón blanco por otros muchos libros, lugares y comilonas, y una pauta para comer con los dedos, con palillos, con tenazas o con cuchara. Pero también y sobre todo es el cuaderno de bitácora de una vida glotona, un balón Wilson para cualquier naufragio y el menú degustación de un guisandero que engrandece, mientras se ata el delantal y nos sirve un vino, nuestro gusto, nuestra sabiduría y nuestra felicidad. Abran la boca.

      Pedro Vallín

      3 de enero de 2019

      Para Dora, por la comida. Para Jesús, por el vermú. Y para Irene y Ruth, por tantas risas.

      EL ÚLTIMO BAR

      Si durante los días de tu vida te has levantado de habitual con un buen afán, decidido a pasarlo bien y tratando a la gente con alegría, cuando te mueres vas a parar a un bar donde no cenas, sino que siempre desayunas. Me lo contó durante un sueño Julio Camba, que ya está ahí. Camba y yo somos muy amigos, tan parecidos y tan distintos, un tipo listo y otro tonto con humores gemelos y con una suerte añadida: yo nunca tuve que lamentar su muerte y él, cuando suceda la mía, se alegrará un montón, pues me tiene reservada una banqueta a su vera en el susodicho establecimiento del Más Allá.

      En ese bar, donde la charla no cesa, conocen de antemano cómo te gusta el café. Sirven el jamón recién cortado, los zumos naturales no conllevan un abusivo recargo y la tortilla de patata siempre la cocina tu madre. También clavan la tortilla francesa, plegándola sobre sí misma antes de cuajarse, con ese amor paciente que tanto escasea entre la hostelería terrenal. El huevo, ya se sabe, precisa funambulistas del fuego, que probablemente sólo se forjen allá donde quemarse da igual, o sea en algún cielo, caso del que me describió mi amigo en un sueño.

      Camba está encantado, porque en realidad ese bar eternamente matinal es un premio para quienes ya llegan allí en tal estado, satisfechos, habiendo aprendido que sólo podemos manejar nuestro ánimo, y las más de las veces, a duras penas. Somos huevos que, tras quebrarse la cáscara, se van cociendo en frustraciones, friéndose en trabajos ingratos, atortillando en sus afectos y en general, revolviéndose con un montón de pijadas sin sustancia. Por eso acabamos tiesos.

      I

       Justificación del grosero título de este libro

      Era uno de esos viajes que organizan las administraciones públicas para propiciar el turismo, y al segundo día ya había llegado a la conclusión de que aquel bloguero, pequeño, callado y altanero, era además un imbécil descomunal. Llamémosle Gastromonguer, ya que este tipo de blogueros gustan de fundirse ontológicamente con la marca que pretenden consolidar a golpe de like. Son ellos, son su ocupación, pero sobre todo son su avatar. Son fantasmas.

      Desde que habíamos iniciado el viaje, Gastromonguer se había dedicado, únicamente, a fotografiar con fruición los platos que nos habían servido en los restaurantes escogidos por la organización, una buena selección de mesones de pueblo y locales laureados por guías de prestigio representativa de aquella comunidad autónoma cuyos deleites debíamos promocionar después los agasajados. Sin embargo, ya fuesen lentejas con denominación de origen o becadas a baja temperatura, el fulano aquel apenas había probado casi nada de cuanto le habían servido en plato de marqués. A los presuntos periodistas se les trata en estas excursiones subvencionadas a cuerpo de Borbón campechano, pero Gastromonguer venía ya ungido de casa. Incluso se había permitido varios desprecios, rechazando con remilgos un pichón asado al recibirlo a la antigua usanza, o sea entero y embalsamado sobre patatas panaderas, o un huevo frito de casa, de la misma granja aledaña adonde vivía el paisano que lo había frito, porque no estaba «coagulado del todo». En ese momento concreto casi le parto la boca. Una buena hostia a mano abierta con el huevo adosado a ella, que le hubiera estampado la dulce yema entre ojo y ojo chorreándole, a ser posible, el teléfono móvil. Supongo que me frenaron los abundantes ansiolíticos que ya ingería en los desayunos como parte de mi dieta matinal.

      Merced al abotargamiento de las pastillas me quedé rumiándome la ira, mientras Gastromonguer seguía colocando y recolocando el plato del huevo en distintos rincones del restaurante, cual polilla, en busca de la mejor iluminación para su foto. Una vez que acabó de instagramearlo, tuitearlo, feisbuquearlo y de enviarlo a la Estación Espacial Internacional, y con el resto de la mesa ya degustando los postres, le dirigí una mirada de odio albumínico que no recibió porque, en su arrogancia, también

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