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      A la entrada del Mercado de El Fontán, en un puesto esquinero amplio y luminoso, dos hermanos venden decenas de quesos, yogures y mantequillas, más algunos embutidos y conservas, y leche fresca de su propias vacas en una máquina de autoservicio donde pones la botella y la rellenas por un euro. Su exuberante exposición arrebuja tantos productos en unos pocos metros cuadrados que cuesta fijar los ojos en algo concreto.

      Los tenderos de este negocio desbordante poseen una explotación ganadera en La Llera, una aldea de Colunga, Asturias. Supongo que la heredaron, pues sus rubicundas caras y esa amabilidad llana que dispensan a cualquier cliente, lo conozcan o no, dándole a probar de todo, explicando cuanto despachan sin que medien preguntas, solo se pueden adquirir en el campo. Sus caras son caras de gente buena. Lo cual no significa que toda la gente de campo lo sea.

      La primera vez que fui a recoger alpacas en el pueblo de mi familia, de adolescente, para sacarme unas pesetas, me presenté a primera hora en la era del agricultor que nos había reclutado en bañador y sin camiseta, pues hacía un calor del demonio. Todos me miraron con esos ojos despectivos que te taladran cuando entras en el bar de un pueblo, esos ojos como pozos, desconfiados, que se funden en uno, que se superponen en una sola amenaza tan bizca, colectiva e inefable que acongojaría al mismísimo Edgar Allan Poe. Pero nadie aquella mañana —a pesar de conocerme la mayoría de quienes allí se habían reunido con el mismo objetivo de sacarse unas perras—, tuvo a bien advertirme de que así, a pecho descubierto, iba a acabar hecho un ecce homo al poco de cargar alpacas. Porque las alpacas, como fardos con el desecho del cereal que son, lógicamente pinchan como los clavos de Cristo. Y acarrearlas, aun con el entusiasmo de un chaval insensato de 15 años, requiere un esfuerzo tal que para moverlas has de apoyártelas encima o —más razonablemente— buscarte un socio. Amén de usar guantes. No hay otra forma. No ruedan, aun cuando sean redondas. No dejan espacio entre tus brazos para alzarlas tú solo como un cajón. No atienden a razones cuando les hablas en voz baja y a punto de llorar como si negociaras con un cachorro rebelde. No hacen nada de eso. Solo son alpacas y están muy a gusto allí donde la cosechadora las ha escupido, en ese preciso sitio, sintiéndose como lápidas orgullosas del trigo que sujetaban durante el invierno y que ahora la magia del hombre se ha llevado al Más Allá.

      Sé tanto de las alpacas porque aquella mañana lo intenté todo. Hasta que, a la quinta alpaca, murmuré que me iba un momento a casa a por una camiseta o un albornoz o un chaleco antibalas o un cirujano. Tenía las tetillas y la barriga en carne viva, y virutas incrustadas en lugares inverosímiles de mi cuerpo, incluido ese. Al enfilar la cuesta que conducía hasta mi casa, mi caminar se asemejaba dolorosamente al de Lina Morgan haciendo de patizamba en un vodevil. Mientras yo me sentía como aquella pobre niña huyendo por la carretera de Vietnam, el resto de la cuadrilla se reía a mandíbula batiente, apoyados en el tractor. Y también los vecinos que me veían ascender el vía crucis desde los visillos de sus ventanas; y los grajos que sobrevolaban el calor; y hasta mi abuelo materno, quien había seguido toda la comedia impertérrito pero descojonado desde la sombra de un olmo cercano al que, tras el desayuno y el paseo, se arrimaba cada mañana con su bastón para ver la vida pasar. Que es lo mejor que se puede hacer con ella, según me enseñó.

      Así que, como aprendí aquel día, la gente de pueblo es básicamente gente. Los propietarios de El Campu La Llera, como se llama la mencionada explotación de Colunga y su correspondiente despacho de El Fontán, son además vivaces y afables. Supongo —de nuevo— porque son felices con su trabajo, el de la granja y el del comercio, a pesar del evidente esfuerzo al que les obliga. El horario de las vacas y el de los clientes no coincide nunca. Las vacas son más formales. Los clientes, muchos, tiquismiquis e impertinentes.

      Estos dos tipos transmiten su vocación: son los últimos del mercado en cerrar el chiringuito y les gusta cuanto venden. Con su leche elaboran nata, requesón y quesos, de relamerse y además tan baratos como sus homólogos de las grandes superficies. Pero también ofrecen, con el mismo entusiasmo, quesos, mantequilla o yogures de otras pequeñas marcas de Asturias a las que pretenden apoyar. Tanto es así, que han decidido no producir algunos productos porque «no lo vamos a hacer mejor, no tiene sentido competir con quien ya lo hace bien», según me contaron un día. A Carlo Petrini se le hubieran saltado las lágrimas al escuchar aquello.

      Carlo Petrini es el fundador del movimiento Slow Food, cuya filosofía concentra el libro Bueno, limpio y justo. Principios de una nueva gastronomía. Este gurú italiano propone una cadena alimentaria donde todos sus implicados, desde el agricultor y el ganadero, hasta el gran chef y el comensal delicado, propicien una gastronomía natural, sana y sostenible que impida la desaparición de productos y tradiciones, y que combata el hábito mundial por la comida industrial: por la pereza del fast food.

      El libro de Petrini obtuvo en 2005 una repercusión mundial porque, hasta la fecha, nadie ha propuesto una revolución culinaria de semejante ambición. Disfruta de tres beneficios para su expansión: la idea mola, se comprende fácilmente sin haber leído el tocho entero y resulta inevitable comulgar con ella. Aborda además la afición popular más en boga en España desde hace dos décadas y permite a los periodistas componer una sinopsis rápida con tan solo trasladar la nota de prensa, lo cual es fundamental en este mundo eléctrico.

      Sé nuevamente de qué hablo porque tras mi experiencia con las alpacas, más un par de vendimias y otras recolecciones frutícolas donde desplegué un arsenal de ineptitudes propias de Peter Sellers en El Guateque, finalmente estudié Periodismo. Con ese oficio me apaño la vida desde hace 20 años. Bastante bien, todo sea dicho. Al menos no sangro. Hasta he dirigido páginas web, parte de cuyo público es tiquismiquis e impertinente: en este país de mercados centrales destartalados y de periódicos en crisis, cualquier mindundi sabe más de periodismo que los periodistas, cualquier votante talibán conoce al dedillo el programa político del adversario, cualquier Gastromonguer controla más que ningún tendero de gastronomía y cualquier aficionado al fútbol alberga en su barriga cervecera un pequeño gran entrenador. Somos un país de listos, como bien entendió MediaMarkt al decidir su exitoso eslogan.

      El manifiesto de Petrini atesora un cuarto elemento que propicia su popularidad: propone una nueva y orgullosa definición para la palabra gastrónomo. «Todavía hay quien piensa en nosotros los gastrónomos como un grupito de comilones egoístas y despreocupados por su entorno. Lamentablemente, no lo han entendido», dice con resignación el autor en el arranque del tratado por una comida lenta. El gastrónomo, por el contrario, tiene entre sus «prerrogativas» el «sentirse de algún modo coproductor del alimento, parte de una comunidad de destino».

      ¿Qué es un gastrónomo? Pues en rigor, alguien que domina la gastronomía. ¿Y qué es la gastronomía? Pues según la RAE:

      —El Arte de preparar una buena comida.

      —La afición al buen comer.

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