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dente con escaldados que encendían sus colores y confitados que concentraban su sabor. Finalmente, las plantas se ganaron sus propias pizarras en estos desfiles de bocados, consiguieron su cuota merecida en la factura de cien euros.

      La cesta nacional, no obstante, disponía de unas posibilidades limitadas para sorprender al comensal, así que los cocineros aprovecharon la liberalización de mercados y la interconexión global para viajar e importar a precios razonables nuevos ingredientes que dejaran al cliente estupefacto. Llegaron los ceviches, el cilantro, el chile, las gyozas.

      Y así pasamos, en un pispás, en apenas tres décadas, del cuenco de barro con migas y tocino, a la gelificación y la cocina al vacío. España se llenó de gourmets, de trampantojos y de algún que otro crítico pontificando sobre lo bonito que es el humo. Porque en muchos platos, literalmente, se insuflaba humo.

      Los comensales vulgares nos acomplejamos ante tamaños milagros. Con 30 años, yo andaba tan perdido en aquella bruma de modernidad hostelera de los restaurantes Michelin como cuando, de crío, con 10 años, intentaba calcular cuántas patatas se han utilizado para elaborar cada bolsa de patatas fritas que abría. Aquella profunda duda infantil me regresaba cada fin de semana con el vermú familiar que preparaba mi padre y que inevitablemente presidía —y sigue presidiendo—un gran cuenco rebosante de patatas fritas. Hipnotizado por aquel misterio fabril, cogía patatas fritas de un tamaño similar y las alineaba con las manos, en un absurdo intento por recomponer el puzle del tubérculo original. Mi padre, que se había gastado un dineral en la óptica para proporcionarme las gafas de culo de botella que gastaba yo, al descubrirme en esa estampa de aplastante inteligencia infantil, capaz de cuestionar por sí sola toda la Educación General Básica y tan alarmantemente parecida a la alfarería loca que practicaba el protagonista de Encuentros en la tercera fase para vaticinar dónde iban a aterrizar los extraterrestres, solía dispensarme sin pestañear un tremendo collejón. Desproporcionado, sí, pero comprensible. Quizá lo hacía con el ánimo de reiniciarme, como quien sacude un electrodoméstico encallado con esa sabiduría popular tan absurda y propia de quienes no se han leído en su vida un manual de instrucciones. El sopapo parental, no obstante, nunca me alejó de mi búsqueda tubérculo-espacial. Por eso, cuando nadie me ve, sigo juntando patatas fritas. Por eso traslado siempre al maître las abundantes dudas que me surgen ante lo que me está declamando. Por eso, también, he acabado escribiendo de comida en diversos medios y formatos. Lo contaría solo en Facebook, pero no es lo mismo. Necesito un relato más amplio.

      Curiosamente, esa transformación alimentaria fundamental que vivieron las despensas y los restaurantes de España a finales del siglo XX, y que actualmente ha llegado al paroxismo, es comparable por trascendencia a la que posteriormente, a partir del 2000, provocarían internet y las redes sociales. Los dos fenómenos comparten aparentes paradojas. Hoy los pobres están gordos, de la misma forma que muchos humanoides inadaptados se hinchan de amigos y followers en Facebook o en Instagram. Comemos toda suerte de alimentos industriales, tumbados en el sofá y hasta el hartazgo, de igual forma que nos relacionamos masivamente con seres humanos de todo el mundo desde el pequeño encapsulamiento de nuestro teléfono móvil. En general, los adultos comemos muchos más productos que cuando éramos pequeños, y delegamos la satisfacción de la cocina en empresas o en restaurantes, que tan pronto nos tratan de fábula como nos tangan. Es la fortuna de haber nacido en una época con infinitas posibilidades, donde cualquier imaginación —y cualquier trampa— es susceptible de convertirse en realidad. Pero, a causa de la complejidad de dichas ingenierías, también desconocemos cómo se fabrica, de dónde viene o qué compone casi todo lo que ingerimos. Como ignoramos quién hay detrás de nuestros innumerables contactos en la red, o cómo se utilizan nuestros datos personales y bancarios cuando nos registramos en un ciberlugar. Probablemente antes nos conducíamos con la misma inconsciencia por la vida, solo que el mundo no era tan desmesurado ni eléctrico.

      En Cooked, la serie de Netflix que adapta su fantástico libro, Michael Pollan subraya que a lo largo de las últimas décadas hemos perdido «el contacto con la comida». El camino desde la siembra hasta la mesa se ha bifurcado en tantos afluentes que hemos perdido la pista de qué es exactamente lo que estamos comiendo cuando abrimos una caja de croquetas congeladas, cuando compramos un pollo sospechosamente amarillo o cuando nos sirven una arena de boletus. «¿Me pasas la tosta de tsunami?», me pidió impasible uno de mis cuñados hace unos días en un bar mientras me señalaba un montadito de surimi al ajillo que caía a mi derecha. Casi falleció el bar entero de tanta risa.

      Comemos con fruición, sí, pero nos hemos quedado sin un relato que explique nuestras costumbres, gustos y comportamientos. Hace cien años el relato era muy sencillo: la mayor parte de la gente solo comía pan porque no había nada más. No cabía más reflexión con la alimentación que la pura supervivencia, apetito era sinónimo de hambre para tres cuartas partes de la población. Hoy, por el contrario, podemos elegir, lo cual ha multiplicado nuestros apetitos. Nos podemos permitir incluso el lujo de preocuparnos por nuestra salud física y ponernos a dieta, esto es, de restringirnos determinados alimentos, de restringirnos apetencias. En general, nuestras comidas transcurren igual que nuestras conversaciones: muy rápidas, variadas y divertidas. Fugaces y sin cesar. A dos carrillos. ¿Qué poco dura el deleite de unas palomitas de microondas, verdad? Desaparece casi tan rápido como el propio bol, como la satisfacción de obtener un like. Lo ves, y ya estás esperando que llegue otro. Otra palomita que lanzarte a la boca.

      Paremos. Detengámonos. Sin un relato, la cocina —o las redes sociales, o el amor, o el trabajo— se reducen a una absurda sucesión de accidentes. Necesitamos ordenar nuestra vida para conferirle sentido al final. Además, el momento lo merece, y el asunto que tenemos entre manos suele ser ignorado en nuestras narraciones colectivas: «Las historias tradicionales sobre tecnología e invención no hacen demasiado caso a la comida, y tienden a concentrarse en los imponentes avances industriales y militares: ruedas y buques, pólvora y telégrafos, aviones y radios. Si se menciona la comida, suele ser en el contexto de la agricultura, más que en el ámbito doméstico de la cocina», apunta la experta Bee Wilson para subrayar la importancia del tenedor en la civilización humana.

      En tan solo medio siglo, España ha perdido su condición agrícola y se ha convertido en un país irreconocible ante el mantel. De hecho, ni siquiera usamos en casa el mantel, esa sábana de tela para vestir las mesas que solo conservan los restaurantes de copetín. No tenemos tiempo ni ganas para lavarlos, no suelen merecernos la pena. Mejor uno de esos rectángulos decorados de Ikea fácilmente renovables. O salgamos a cenar, aprovechando que mientras todo lo anterior sucedía, mientras en las casas nos acostumbrábamos a comer tumbados para pasar el rato, olvidándonos entre snacks y redes sociales de la insoportable levedad del ser, España se ha alzado como uno de los países con mejor oferta hostelera y vinícola del mundo. Coge un vuelo barato y constata lo difícil que es reservar mesa tan bien y barato en los restaurantes de Londres, Berlín o Roma.

      Pero entonces, ¿comemos peor o mejor que cuando yo era crío? ¿Comemos mal los españoles, aunque la gastronomía esté de moda? ¿Por qué nos sentimos culpables en el sofá y magníficos en los restaurantes? ¿Esta revolución ha sido para bien o para mal? ¿Nos ha superado el tsunami de surimi?

      En definitiva: ¿quién construye hoy en día el relato de la gastronomía?

      Una respuesta rápida a esa pregunta sería Los gastrónomos. Si existieran. El problema es que en España no abundan los tipos como Michael Pollan.

      Aquellos a quienes identificamos como gastrónomos casi nunca opinan o reflexionan sobre nuestra alimentación, sobre las cosas que realmente comemos. Se centran en el espectáculo, alentando una nueva religión que se nutre de sus propios dogmas, templos y endiosamientos, y que divide a los comensales en entendidos —o sea, los fieles— y en salvajes —los demás, los incoherentes—. Los gastrónomos son capaces de vendernos a la vez la salud y el arte, la tradición y la vanguardia. Venden la vida y la muerte, como siempre han hecho los sacerdotes, solo que a sus liturgias contemporáneas las llaman experiencias; o mejor dicho, #experiencias. Es la comunión del hashtag de mi querido Gastromonguer.

      Pero yo no digo amén a esa almohadilla elitista, porque no nos sirve a los torpes. Si la cocina

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