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de Jesús puede iluminarnos: 1) nunca produce la impresión de sentirse agobiado por leyes y normas; para él, la voluntad del Padre es lo esencial, pero dicha voluntad es algo más rico, vivo y personal que una colección de decretos; 2) siempre concede más importancia a la misericordia que al cumplimiento del precepto (cf. Mt 9,13; 12,7; 23,23), porque, para Dios, el hombre es más importante que todas las leyes; 3) a veces cumple la ley para no escandalizar, pero con espíritu crítico, atacándola más que defendiéndola (cf. Mt 17,24-27); 4) en general no concedió valor a las tradiciones religiosas, sobre todo a las fariseas; las consideraba «preceptos humanos» (afirmación que muchos considerarían blasfema) que a menudo impedían el cumplimiento de cosas más importantes (Mt 15,1-9). Esta batalla de Jesús contra el legalismo conserva toda su vigencia. Después de siglos, la Iglesia católica se ha convertido con frecuencia en la hija predilecta del fariseísmo y de la hipocresía casuística. La abundancia de normas, orientaciones y decretos supone una carga insoportable para millones de personas, en contra del espíritu de Jesús, que hablaba de un «yugo suave y ligero» (Mt 11,30). Prescindiendo de que a esos leguleyos se les puede reprochar lo mismo que a los del tiempo de Jesús: «Lían fardos insoportables y los cargan en las espaldas de los demás, mientras ellos no quieren empujarlos ni con un dedo» (Mt 23,4).

      La segunda parte (6,1-18) se centra en las obras de piedad; prácticas que no se consideraban necesarias para la salvación, pero sí muy convenientes para agradar a Dios. A propósito de ellas, Jesús enuncia un principio general (6,1), que luego aplica a tres casos concretos: limosna, oración y ayuno. No condena estas prácticas, pero contrapone dos posturas: la del hipócrita que busca publicidad y obtiene su recompensa de Dios. En este tema, aunque se cometen siempre muchos fallos, creo que tenemos las ideas claras. La lástima es que no seamos consecuentes con la teoría.

      En cierto modo, estas dos primeras partes son negativas: indican cómo no debe actuar el discípulo de Jesús. A partir de ahora, Mateo trata aspectos positivos de la conducta cristiana. Y un puesto capital lo concede al tema del dinero y de la fe en la Providencia. El evangelista sabe del enorme peligro que supone la riqueza. Por treinta monedas de plata traicionó Judas a Jesús (Mt 26,14-16). Esto demuestra que el afán de enriquecerse «ahoga la palabra de Dios y la deja estéril» (13,22); por eso es tan difícil que entre un rico en el Reino de los cielos (19,23). Mateo, con esta convicción y esta enseñanza de Jesús, insiste desde ahora en la importancia de no querer enriquecerse (Mt 6,19-21), de ser generosos (6,22-23), de captar la alternativa radical entre Dios y Mammón, dios de la riqueza (6,24), de confiar en la Providencia, poniendo las necesidades primarias por debajo del valor supremo del Reino (6,25-34). En este caso, como en el legalismo, la Iglesia ha permanecido poco fiel a la enseñanza y al ejemplo de Jesús. Nunca han faltado seguidores eximios de la pobreza evangélica; algunos quizá incluso más radicales que el mismo Jesús, ya que este manifestaba la libertad suprema de dormir en el suelo y comer en casa de un rico. Pero, si tomamos en conjunto la historia de la comunidad cristiana, no es dicha orientación la predominante. La alternativa radical de Jesús entre el servicio a Dios y el servicio a los bienes terrenos (Mt 6,24) ha dado paso a una componenda vergonzante, que pretende vivir bien y con la conciencia tranquila.

      Este discurso programático que concluye con el capítulo 7 (7,1-27) nos ha presentado la imagen del hombre nuevo que desea Jesús para formar parte de su comunidad, reflejando y anticipando el futuro reinado de Dios. Un hombre libre del legalismo, del deseo de aparentar, del dinero y la codicia, del orgullo que juzga y condena a los demás, de la desconfianza en Dios. Libertad que permite amar con plenitud, perdonar sin límites incluso a los enemigos. Es el hombre nuevo con vistas a la nueva sociedad, tan distinta de la que conocemos.

      Este programa de Jesús debía chocar inevitablemente a ciertos sectores. El legalista, que solo es feliz con innumerables reglas que determinan hasta los menores actos de su vida (reglas que le ofrecen seguridad psicológica y le permiten condenar a los demás), escuchará a disgusto el mensaje de Jesús. Es peligroso, conduce al libertinaje, no da certeza. Quien interpreta la piedad como una moda social que permite adquirir buena fama se siente condenado por este programa. Igual que la persona convencida de ser fiel a Dios en medio de la abundancia económica y el egoísmo. Más de dos milenios de pequeñas y grandes tradiciones no han conseguido limar las aristas de esta actitud de Jesús. Y aunque desde instancias muy diversas se acepten y bendigan los nuevos fariseísmos y los eternos egoísmos, el Evangelio será siempre la única referencia válida.

      Precisamente por su pureza, por su desinterés, el mensaje de Jesús suscita también un fuerte atractivo en otros sectores. Son muchos los que encuentran en él un sentido para su vida, una meta que alcanzar, un compromiso. Y, poco a poco, los dos grupos clarifican sus posturas. En los capítulos 11-12 de Mateo asistimos a este proceso. Por una parte, la desconfianza de esta generación (11,7-19), que da paso a la obstinación de Corozaín y Betsaida (11,20-24). Por otra, la reacción de los sencillos, que entienden y aceptan el mensaje (11,25-30). El final de estos dos capítulos enfrenta de modo programático las consecuencias de ambas actitudes. Unos terminan peor de lo que estaban, dominados no por un espíritu inmundo, sino por otros siete más (12,43-45). Frente a ellos, los que escuchan a Jesús dejan de ser un grupo más o menos interesado en su persona para convertirse expresamente en su familia: «Aquí están mi madre y mis hermanos» (Mt 12,46-50).

      Sin embargo, no hemos llegado aún al momento fundacional de la Iglesia. Antes de que el grupo se consolide, Mateo introduce un importante discurso que no cabría esperar en este momento. Se trata de las siete parábolas del Reino (Mt 13). Más que reflejar la realidad histórica (es probable que Jesús pronunciase estas parábolas en distintas ocasiones), el texto refleja las inquietudes e interrogantes de la comunidad de Mateo años después de la desaparición de Jesús. Es probable que el evangelista haya situado aquí este discurso para aclarar posibles dudas entre seguidores de Jesús antes de que adquiriesen su compromiso pleno. Esos interrogantes, que conservan su vigencia, podemos resumirlos en cinco puntos: 1) ¿por qué no aceptan todos el mensaje de Jesús?; 2) ¿qué actitud adoptar con quienes no viven ese mensaje?; 3) ¿tiene algún futuro esto tan pequeño?; 4) ¿vale la pena?; 5) ¿qué ocurrirá a quienes no acepten el mensaje?

      A la primera pregunta responde la parábola del sembrador. Unos no aceptan el mensaje del Reino porque no lo captan, no les dice nada, no responde a sus necesidades ni a sus deseos. Para ellos, la formación de una comunidad de hombres libres, generosos, entregados a los demás, carece de sentido. Otros aceptan la idea con alegría, pero les falta coraje y capacidad de aguante en las persecuciones. Otros dan más importancia a las necesidades primarias que al gran objetivo final del reinado de Dios. Sin embargo, la parábola es optimista. Existe una tierra buena que acogerá la semilla y la hará fructificar. Y aquí introduce Jesús un matiz que, por desgracia, olvidamos con frecuencia. La producción no es siempre la misma: en unos casos cien, en otros sesenta o treinta. Pero, en cualquier tipo de rendimiento, la tierra es buena. Esta idea no acabamos de aceptarla. Siempre exigimos el rendimiento cien, rechazando que una tierra buena –un buen cristiano– pueda producir solo treinta. Lo rechazamos en nosotros porque hiere nuestro narcisismo; en los demás porque hiere nuestra intolerancia. Jesús, que nunca pecó de narcisista ni de intransigente, acepta ese fruto medio, humanamente escaso, y lo recompensa; igual que pagará el salario completo al obrero que comienza su trabajo a las cinco de la tarde.

      A la segunda pregunta (¿qué actitud adoptar con quienes no viven el mensaje?) responde la parábola del trigo y la cizaña. La interpretación alegórica posterior (13,36-43) equipara al campo con el mundo, la buena semilla con los ciudadanos del Reino y la cizaña con los secuaces del diablo. Pero es posible que en la parábola primitiva la finca no se refiriese al mundo, sino a la comunidad cristiana, en la que surgían personas indeseables. Al menos desde el punto de vista de otros miembros de la comunidad. La reacción espontánea es entonces la intolerancia. El evangelista Lucas (9,51-56) cuenta cómo Santiago y Juan pretendieron fundar la Inquisición sin necesidad de procesos ni piras; les bastaba invocar el rayo, «fuego del cielo», para acabar con los enemigos de la Iglesia. Jesús se opuso a ello. Y también se opone a estas decisiones drásticas dentro de la comunidad, porque es fácil equivocarse y que paguen justos por pecadores.

      A la tercera pregunta (¿tiene algún futuro esto tan pequeño?) responden dos parábolas: la del grano de mostaza

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