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ser solo objeto de teoría o de haber solamente oído hablar de él. La verdad no solo se piensa, sino que ante todo se practica. Por eso definimos el quehacer teológico como una reflexión crítica de la experiencia a la luz de la Palabra de Dios. Primero viene la experiencia, el silencio, el vivir en la realidad, y después esa realidad ha de ser interpretada desde y a partir de una lectura creyente. Primero viene la vida, después viene el hablar, la reflexión sistemática. Pero ambos actos se relacionan en lo que se ha llamado «circularidad hermenéutica». De la vida a la teoría, y de esta a la vida. Por eso el lugar teológico debería ser la realidad en la que viven los seres humanos, especialmente los excluidos.

      Este método no es el que impera en nuestra formación teológica. No hacemos teología como el teólogo Karl Barth definía al cristiano: como aquel que en una mano lleva el periódico y en la otra la Biblia. ¿Se hace teología a partir de los signos de los tiempos? ¡Cuántas veces hemos tenido la sensación de que después de salir de la universidad de poco nos ha servido la teología para la tarea pastoral!

      Creo que el punto de partida de toda eclesiología es un Dios que ha hecho una historia con esta humanidad, pero no en forma individualista, sino con un pueblo, o a través de alianzas que Dios ha hecho con los distintos pueblos y naciones.

      La eclesiología de la praxis pastoral tiene que ir más lejos y cuestionarse: ¿cómo hemos llegado a esta situación en la que la Iglesia goza de tan poca credibilidad? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?1 ¿Por qué cada vez más estamos viviendo un cristianismo sin Iglesia? ¿Es posible un cristianismo sin Iglesia? ¿No será a causa de las divisiones internas que se viven en el seno del cristianismo?2

      La realidad es que seguimos viviendo bajo el lema: «Cristo sí, Iglesia no». Aunque también es cierto lo que sostiene el teólogo alemán Johann B. Metz, que hoy vivimos bajo este otro lema: «Religión sí, Dios no»3. Es una religión sin Dios. Estamos ante una crisis de Dios.

      Cuando cayó el muro de Berlín –el 9 de noviembre de 1989–, un ministro alemán hizo este comentario: «Marx ha muerto, Cristo vive». Sin embargo, Metz sostiene que en nuestra sociedad posmoderna hay que afirmar: «Marx ha muerto, Nietzsche vive»4. Es decir, es el nihilismo, la muerte de Dios, lo que vivimos en nuestra sociedad.

      El Vaticano II fue un concilio de la Iglesia, sobre la Iglesia (Rahner). Pero hoy necesitamos de una Iglesia que hable de Dios5. La Iglesia como iniciadora en la experiencia de Dios; pero no cualquier Dios, sino el Dios de Jesucristo.

      La eclesiología de la praxis pastoral debe iniciar desde este tomarse en serio al Dios que nos reveló Jesús. El Concilio, en su constitución dogmática Lumen gentium, señala que ante todo la Iglesia es misterio (LG 1). La Iglesia que viene de la Trinidad, congregada en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu6. El Dios de Jesús que es también comunión (koinonía). Es comunión en la diversidad. Por eso la comunión es el tema central de la eclesiología del Concilio7.

      A partir de aquí comprendemos que el tema del ecumenismo, el de la desunión de los cristianos, fuese un punto prioritario para la Iglesia del Concilio Vaticano II. La Iglesia no es la Iglesia católica, sino que subsistit in8, por lo tanto toma conciencia de la presencia operante de la única Iglesia de Cristo también en las demás Iglesias y comunidades eclesiales, aunque no estén aún en plena comunión con ella. Una eclesiología de la praxis pastoral debe asumir el tema ecuménico como una cuestión central. Si nos unimos seremos creíbles.

      El tema de Dios nos tiene que llevar a un ecumenismo más amplio, que es tomar conciencia de que la Iglesia abarca no solo a los cristianos, sino que el Reino está presente en otras creencias. ¿Cómo es posible que en la historia de la Iglesia haya durado tanto el axioma «fuera de la Iglesia no hay salvación»? Por lo tanto se necesita un replanteamiento de lo que entendemos por Iglesia como sacramento universal de salvación. Excluir a los demás de un hecho tan deseado para toda persona que viene a este mundo como es la salvación, creo que es haberse atrevido a algo que no nos corresponde. ¿Puede Dios excluir de su amor misericordioso a alguno de sus hijos? ¿No es la salvación lo que une a todas las religiones? Nuestra acción pastoral debe insistir en esa capacidad de acogida y de apertura al otro de otras religiones.

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      RETOS PARA LA IGLESIA AL COMIENZO DEL NUEVO MILENIO

      En la XI Semana de Estudios de Teología Pastoral, el Instituto Superior de Pastoral de Madrid afrontó el tema de los «Retos a la Iglesia al comienzo de un nuevo milenio»1. Considero muy importante destacar las aportaciones más notables que en esa Semana se presentaron.

      1. La herencia del siglo XX

      El profesor e historiador Juan María Laboa presentó el tema «El carácter del siglo XX. La herencia que recibimos». Laboa nos pone ante el reto de conocer de verdad la historia del siglo XX para no olvidar las grandes tragedias que se vivieron y a su vez lo mejor que hemos heredado con vistas a asumirlo en el siglo XXI. En primer lugar se cuestiona si el siglo XX ha sido el más terrible de la historia occidental. No faltan motivos para pensar así. Bastaría recordar las terribles matanzas de todo género y en todas partes, las guerras inhumanas, los odios trágicos que han despedazado en no pocos momentos el ideal de convivencia y de fraternidad. Aparentemente ha sido también un siglo de progreso. Recordemos el espectacular avance de los medios de comunicación social, de la aviación, de la sociología, de la biología y la genética. Por primera vez en la historia parece que el ser humano comienza a dominar la enfermedad y tantas limitaciones humanas. Sin duda, la herencia del siglo XX, como toda la realidad humana, es compleja y ambivalente.

      A lo largo del siglo XX se ha mantenido el predominio europeo, aunque progresivamente mediatizado por la potencia siempre creciente de Norteamérica y, en menor medida, de Japón, de forma que se puede afirmar que a finales del siglo el mundo ha dejado de ser fundamentalmente eurocéntrico. Sin embargo, la Iglesia católica sigue siendo a lo largo del siglo una institución eminentemente europea, a pesar de que el número de sus fieles y de sus obispos se deslice aceleradamente hacia el Tercer Mundo. La paganización de Europa plantea a la Iglesia un futuro incierto, no tanto porque descienda el número de fieles ni porque se empobrezcan sus cuadros, sino porque pueda ponerse en cuestión un talante y una cultura que ha marcado su ser durante toda su historia2.

      Otra herencia del siglo XX ha sido la revolución de las técnicas de la comunicación, que sin duda constituyen la nueva imagen del predominio mundial. Por eso quien renuncie a Internet corre el riesgo de quedar aislado, pues incurrirá en un «analfabetismo tecnológico» que le incapacitará para concurrir en el campo de la cultura.

      El siglo XX ha sido un siglo de guerras y de crueldad. Desde la Primera Guerra Mundial (1914-1918), pasando por la Guerra Civil española (1936-1939), la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la Guerra de Vietnam, Indochina, Afganistán y Yugoslavia, las guerras demostraron que el hombre no es esencialmente racional. Autores como Kafka, Gide y otros mostraron en su obra un escepticismo profundo y una imparable tendencia al absurdo.

      También hemos visto surgir en el siglo pasado los nuevos nacionalismos. En 1991 fue el año del nacimiento de nuevos Estados. En la URSS y en la exYugoslavia, una docena de repúblicas al menos proclamaron su independencia. ¿Voluntad de emancipación nacional en nombre de los valores de la libertad fundada en el principio de los derechos de los pueblos a disponer de su futuro o, por el contrario, expresión de un nacionalismo reaccionario y xenófobo, intrínsecamente antidemocrático, que complicará indefinidamente el futuro de Europa?

      Finalmente, el siglo XX se ha caracterizado por las migraciones. Difícilmente encontraremos en la historia de la humanidad un siglo en el que las migraciones hayan sido tan constantes y tan masivas. Recodemos el flujo migratorio permanente de Irlanda a Norteamérica, de los italianos al mismo país y a Argentina, de los españoles a Cuba, Argentina y más tarde a Centroamérica. A finales del siglo XX cambió drásticamente la orientación de estas migraciones. Las nuevas migraciones a Europa provienen de culturas, lenguas y religiones radicalmente distintas. A finales del siglo XXI, uno de cada tres norteamericanos será

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