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la Iglesia, una Iglesia que nos permita ser al mismo tiempo cristianos y modernos. Y para esto se requiere un ejercicio de «sinceración», de autocrítica por parte de la propia Iglesia. El enemigo no está fuera, está dentro de la misma Iglesia.

      La situación actual nos está pidiendo tener gestos de petición de perdón que se expandan en la Iglesia, pero será necesario cargarles de realismo y traducirlos en gestos concretos y reales de reconciliación con otras Iglesias, con otras religiones, con la humanidad.

      Pero quizá habría que comenzar con los profetas en el seno de la Iglesia. Es verdad que existen falsos profetas, es una posibilidad más que real. Pero no es honesto ni saludable para la Iglesia descalificar a todos los profetas críticos como personas pesimistas, insatisfechas, carentes de fe y de amor a la Iglesia, como si fueran los principales responsables de los males de la Iglesia14.

      Otra de las alarmas que hemos de tener en cuenta es estar atentos a abaratar lo que conlleva el ser cristianos. El teólogo mártir Dietrich Bonhoeffer decía que

      la gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado. Nos hemos reunido como cuervos alrededor del cadáver de la gracia barata y hemos chupado en el veneno que ha hecho morir entre nosotros el seguimiento de Jesús. Hoy combatimos a favor de la gracia cara15.

      ¿Qué decir del divorcio entre la comunidad cristiana y los teólogos? Divorcio en el que, a juicio de Felicísimo Martínez, ambos salen perdedores. Los teólogos quedan privados de la comunidad cristiana, y esta queda privada del servicio de la teología como inteligencia de la fe. Este es un riesgo para la teología de hoy.

      ¿Qué decir del lenguaje religioso? Sostenemos que el lenguaje religioso nos separa de la gente. Son muchos los interrogantes que podríamos plantear, pero, por decir uno, se me ocurre este: ¿qué significa hoy para los no creyentes, e incluso para los creyentes, palabras tan consagradas por la tradición eclesial como «Dios», «Jesucristo», «gracia», «Reino de Dios», «pecado»…?

      El teólogo J. Rigal se ha atrevido a afirmar que una de las tareas esenciales para la Iglesia del tercer milenio será «evangelizar la noción de Dios»16.

      La multiplicación de movimientos religiosos y místicos aconfesionales supone hoy una no despreciable alarma para las Iglesias. Y habría que ver si el origen no está en las crisis de las Iglesias y del ecumenismo cristiano. ¿Seremos capaces de dialogar con estos movimientos? ¿Por qué han surgido? ¿Por qué se han marchado de la Iglesia?

      Otra alarma es el pluralismo religioso. ¿Podemos seguir con la actual mentalidad exclusivista e inclusivista a la hora de examinar las otras religiones? Creo que hay que tener la humildad de aceptar que la experiencia de Dios no puede ser dominada a plenitud por los seres humanos ni puede agotarse en una tradición religiosa.

      Frente a la negativa al diálogo interreligioso vale la pena evocar la figura de Moisés clamando por la presencia de la profecía en todo el pueblo. Cuando alguien llegó a él protestando porque dos hombres estaban profetizando en el campamento, Moisés –con espíritu ecuménico– replicó: «¡Quién me diera que todo el pueblo de Yahvé profetizara, porque Yahvé les daba su espíritu!» (Nm 11,29). Y Jesús continúa la misma tradición ecuménica cuando sus discípulos protestan porque algunos que no son del grupo también expulsan demonios: «No se lo impidáis, pues el que no está contra nosotros está con nosotros» (Lc 9,50).

      El Espíritu actúa y la experiencia de Dios está presente más allá de las fronteras institucionales de las Iglesias. Y el Reino y su justicia están también presentes dondequiera que un hombre o una mujer contribuyen a la fraternidad y la «soronidad» de los seres humanos, a la implantación de la justicia y a la promoción de los derechos humanos17.

      ¿Qué decir de la alarma del divorcio con la modernidad? ¿Y de la alarma de los pobres?

      La modernidad nos ha puesto frente al reto que supone que, desde una moral autónoma, el ser humano es capaz de justificar el bien que hace sin apelar a Dios. Si Dios no existe, ¿todo está permitido? Para muchos, sin Dios tampoco todo está permitido. El diálogo con la modernidad nos va exigir una autocrítica por ambos lados. La modernidad deberá reconocer que no basta la mera razón instrumental, sino también una razón compasiva. Cuando se absolutiza, la razón crea monstruos. Y la Iglesia deberá reconocer que la libertad, la igualdad y la mayoría de edad son esenciales en la vida de todos los seres humanos.

      Sobre la alarma de los pobres, hay que decir que ellos pueden ser la mayor amenaza o la mayor esperanza para la Iglesia. Del puesto que los pobres tengan en ella o del hecho de que la Iglesia se convierta o no en la Iglesia de los pobres depende que sea la Iglesia que quería Jesús o que deje de serlo.

      En la causa de los pobres se juega la Iglesia su propia causa y su destino. Pero del puesto que los pobres tengan en la Iglesia depende también que esta sepa responder a los desafíos que le plantea la modernidad. Decimos esto porque la masa ingente de pobres que puebla hoy el mundo es también, de alguna forma, el testimonio de un fracaso parcial de la modernidad. La razón crítica no ha conseguido construir un mundo racional. La libertad y la democracia no han desembocado en la igualdad de derechos de todos los seres humanos y de todas las sociedades y culturas. Ni el progreso predicado por la modernidad ha conseguido mantenerse sin un coste dramático de exclusión creciente y de ensañamiento contra la masa de los pobres18.

      5. El Reino como lo absoluto en la predicación de la Iglesia

      Finalmente queremos presentar la aportación del teólogo Luis Maldonado19, en la que señaló que la Iglesia no es el centro del mensaje. No aparece en la predicación de Jesús.

      Una Iglesia más humilde, menos mundana y egocéntrica, más libre de todo apego al poder de los ricos; en concreto, convertida al Evangelio. Y esto quiere decir que el centro del mensaje de Jesús es el Reino de Dios. Nada ni nadie puede ocupar ese lugar central. Ni Cristo ni Dios es el centro, sino el Reino.

      Jesús es el primero que tiene clara esta conciencia del designio divino, y por eso aparece con esa absoluta modestia y humildad de no predicarse a sí mismo ni de mencionar su persona. Él surge y se presenta como el pregonero, el heraldo del Reino de Dios20.

      Dentro de ese proyecto del Reino, tal como lo vive, Jesús no piensa en fundar una Iglesia. ¿Por qué? Porque él relaciona la venida del Reino –vinculada a su persona, ciertamente– con la renovación de Israel. Es su meta inmediata. Y ese es el sentido de la «institución» de los Doce.

      Los Doce representan no un colegio apostólico, fundamento de una futura jerarquía eclesiástica, sino las doce tribus que, cuando Jesús nace, se hallan desintegradas, casi desaparecidas. Él desea rehacer su pueblo, Israel, el pueblo elegido, para que realice las tareas encomendadas por Dios. Quiere reconstruir el pueblo de Dios, descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob, para realizar por su mediación la tarea escatológica. La intención de Jesús no es crear un nuevo pueblo de Dios distinto de Israel (esta idea y expresión «nuevo pueblo» aparece por primera vez en la Carta de Bernabé 5,7, del siglo II). Solo tras la resurrección, tras Pentecostés y cuando las comunidades judías de seguidores de Jesús se separan, entre duros conflictos, de los hermanos judíos, que no aceptan en Cristo al verdadero Mesías, aparece la Iglesia como realidad distinta de Israel. Solo entonces los Padres hablarán de nuevo Israel, del verdadero Israel, expresiones que no aparecen en el Nuevo Testamento, pues no era esta la voluntad del Señor21.

      Pero quiero hacer una precisión. Decíamos que en la predicación de Jesús no aparece la Iglesia; tampoco en ninguno de los cuatro evangelios. Hay una excepción: Mt 16,18. Ahí Jesús dice: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». El término ekklesía aparece también en Mt 18,17, pero con el significado genérico de asamblea o reunión22.

      De las palabras del texto de Mt 16,18, hoy los exegetas coinciden en afirmar que se trata de unas palabras no pronunciadas por Jesús,

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