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advierten profundas diferencias. Jesús no está obsesionado por separar a su grupo de las otras personas, no habla de castigos y sanciones ni estipula minucias. No organiza jerárquicamente a su comunidad, determinando con exactitud las funciones, estableciendo tiempos fijos para los determinados grados de incorporación. Se limita a esbozar algunos temas capitales y, sobre todo, a imbuirlos de un espíritu.

      Dada la imposibilidad de tratarlos todos, deseo hacer referencia al menos al peligro de ambición y el escándalo que comporta. La cuestión es tan trascendental que, además de la instrucción contenida en 18,1-5, vuelve a surgir al final de este bloque (20,20-28). De la curiosidad por saber quién es el más grande en el Reino de Dios (18,1) se pasa al deseo de sentarse «uno a tu derecha y el otro a tu izquierda» (20,21). Sin duda se trata de ambición política, porque ni Juan, ni Santiago, ni su madre están pidiendo un puesto especial en la otra vida, sino en el reino que esperan que inaugure Jesús dentro de poco en Jerusalén. Esta ambición terrena, este deseo de ocupar los primeros puestos, no solo crea divisiones entre los Doce, sino que provoca un grave escándalo al resto de la comunidad. Con frecuencia se ha pensado que Mt 18,6-10 habla del peligro de escandalizar a los niños. Era fácil caer en la trampa porque inmediatamente antes Jesús ha puesto a un chiquillo en medio de los discípulos para que lo tomen como ejemplo (18,2-4). Sin embargo, las palabras griegas son distintas en ambos pasajes. En el primer caso se trata efectivamente de un niño (paidíon), pero, cuando habla del escándalo, Jesús se refiere a «esos pequeños que creen en mí». No son pequeños por la edad, sino por su situación dentro de la comunidad. Y lo que puede escandalizarnos, según el texto, es la ambición de los discípulos. Lástima que se predique tanto contra ciertos escándalos olvidando que más daño hace a la comunidad el afán de dominio.

      Los capítulos siguientes de Mateo nos conducen hasta Jerusalén, donde tiene lugar el drama final. Jesús adopta una actitud desafiante en su entrada (21,1-11) y en la «purificación» del templo (21,12-17). Y la higuera maldecida y sin fruto se convierte en símbolo de esas autoridades religiosas y civiles que se oponen a él hasta condenarlo a muerte: sacerdotes, senadores, fariseos, herodianos, saduceos, letrados (cf. 21,23-23,39).

      El destino trágico de Jesús anticipa el drama del fin del mundo, desarrollado en los capítulos 24-25. Era casi inevitable tratar este tema que apasionaba a los contemporáneos. Pero Jesús no se deja enredar en triviales cuestiones sobre los signos que precederán al fin o el momento exacto en que tendrá lugar. Aprovecha el tópico para exhortar a su comunidad a la vigilancia (24,37-44), la buena conducta (24,45-50), a estar preparada (25,1-13), a la responsabilidad (25,14-30) y a preocuparse por los hermanos más pequeños (25,31-46).

      Se acercan momentos difíciles y se cumplirá lo profetizado en el libro de Zacarías: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas». La triple negación de Pedro refleja la profunda crisis de la comunidad, empezando por los más íntimos. Afortunadamente, la Iglesia de Jesús no es jerárquica. De lo contrario se habría quedado solo. Pero al pie de la cruz permanecen firmes muchas mujeres, entre ellas la madre de los Zebedeos, que parece haber entendido el misterio de Jesús mucho mejor que Jesús mismo. Y resulta también irónico que Mateo, tan crítico con los ricos y la riqueza, nos hable al final de un «hombre rico de Arimatea» (27,57), el único discípulo de Jesús que se preocupa de recoger el cuerpo y sepultarlo. La crisis es, pues, aguda, pero no total. Gracias a personas inesperadas, que se mantienen fieles en todo momento.

      Dos de ellas serán las primeras testigos de la resurrección, que, a pesar de ser mujeres, recibirán el encargo de indicar a los Once lo que deben hacer (28,11). Cuando estos se reúnan con Jesús en Galilea, algunos de ellos dudarán (28,17). Pero todos, entre la veneración y la duda, recibirán la misión de extender el mensaje a todo el mundo y la garantía de la presencia de Jesús hasta el final.

      Quisiera terminar recordando las palabras de Loisy: «Jesús anunció el Reino y lo que vino fue la Iglesia». Aun reconociendo las graves injusticias de que fue víctima, no podemos aceptar sus palabras. La visión anterior nos llevaría a decir: «Jesús anunció el Reino, y para anticiparlo edificó la Iglesia»6. Es posible que nuestra comunidad haya reflejado y anticipado muy poco ese mundo definitivo. Incluso puede haber dado una imagen contraria. Pero, a pesar de todas las inconsecuencias, traiciones e hipocresías, sigue proclamando que Jesús y su mensaje son la única verdad absoluta, el único camino, fuente de vida. Con ello condena al mismo tiempo su propio pasado y sus deficiencias presentes, y queda abierta a la posibilidad de conversión. No es tarea nuestra condenar a nadie ni arrancar la cizaña, sino esforzarnos por reproducir el modelo futuro, el reinado de Dios.

      3. Las comunidades de Pablo

      Antes de plantear la eclesiología paulina y el estilo de comunidades que el apóstol de las gentes fundó, quisiera afirmar algo a lo que más arriba hemos hecho alusión de forma implícita, y es lo siguiente: «No es acertado un positivismo histórico que pretende deducir del Jesús histórico todas las características de la Iglesia posterior. Pero sí comparto una conciencia histórica para la cual la Iglesia es concreción y desarrollo legítimo y posible, en principio, del proyecto de Jesús de Nazaret»7.

      Y otro detalle no menos importante es el hecho de que a veces una visión popular y simplista considera que Constantino supuso un corte radical en la historia de la Iglesia y una inversión de lo que esta había sido hasta ese momento. Pero la verdad es que este emperador confirma y culmina un proceso que estaba en marcha probablemente desde Pablo de Tarso.

      Cuando nos acercamos a los escritos de Pablo y a la forma en que fue encarnando el espíritu de Jesús en la Iglesia del primer siglo, llama la atención la capacidad para saber inculturar el Evangelio en las distintas culturas. Y que debería ser para nuestra Iglesia de hoy un ejemplo a seguir. Ello nos ayudaría a resolver los problemas que aún tiene la Iglesia para poder encarnarse en algunas culturas que son muy diferentes de la mentalidad europea, y de una importante herencia greco-romana. Destacamos el problema acerca de la circuncisión que se afrontó en el llamado Concilio de Jerusalén: el querer imponer la circuncisión a los paganos. La decisión de la asamblea de Jerusalén, que zanjó teóricamente (ley-gracia / circuncisión), fue sin duda la más importante de los veinte siglos de historia cristiana. Y aquí no olvidemos que lo que estaba en juego era la persistencia del cristianismo como religión étnica judía o la posibilidad de convertirlo en un proyecto universal.

      Pienso que aquí la Iglesia, desde la praxis eclesial, nos deberíamos plantear qué cuestiones deberíamos afrontar para que el cristianismo fuese más universal en muchas culturas en las que aún somos una minoría (Asia).

      Lo que constatamos del pensamiento de Pablo es que evitó el camino de la secta, que se separa del mundo y crea su propio sistema de convivencia, como hicieron, por ejemplo, los esenios de Qumrán. Si llega a prevalecer el judeocristianismo, el cristianismo hubiese sido una secta –ligada al sistema social del Antiguo Testamento– en el mundo greco-romano. La misión hubiese consistido, en este caso, no en ir al mundo, sino en invitar a que vengan al propio mundo de la secta.

      También evitó Pablo el camino de la radicalidad para muy pocos, al modo del espiritualismo entusiasta de los pregnósticos. Si llegan a prevalecer los grupos que adoptaron esta actitud, el cristianismo hubiese sido cosa de los «puros», de una élite espiritual, de los que tienen un conocimiento superior. Misionar hubiese sido dirigirse a los selectos8.

      El testimonio más antiguo sobre la vida y el funcionamiento de las primeras comunidades cristianas lo encontramos en las cartas auténticas de Pablo9. Por ello resulta de interés especial recoger los datos fundamentales, que se encuentran esparcidos en las cartas consideradas hoy como auténticas de Pablo por los especialistas. Y estos afirman que solo siete de las cartas que se atribuyen a Pablo se pueden considerar como suyas. Se trata de la carta a los Romanos, 1 y 2 de Corintios, Gálatas, Filipenses, 1 Tesalonicenses y Filemón. Las cartas a los Efesios y a los Colosenses son ciertamente cartas inspiradas, pero no fueron escritas por Pablo, sino por alguien de su escuela.

      Con razón se ha destacado siempre la autoridad que Pablo reclama para sí por el hecho de ser apóstol, es decir, testigo de la resurrección del Señor, y haber sido llamado a la

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