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emociones y moral de los fuertes que produjeron a los Gracos, Pablo Emilio, Mario, César, Nerón... Cuando fueron ricos y nacieron los complejos literarios, cuando nació esa vulgaridad que se llama emociones estéticas, que de todo tienen menos de estéticas, vino la raza sedentaria que fue testigo de las invasiones y triunfos sobre Roma de aquellos bárbaros barbudos, fornidos, orgullosos de sus músculos, de su moral de hombres de presa y de su estética de superhombres.

      CADA CIENCIA que se posea es una ventana más para contemplar el mundo. Así, el viajero que sea botánico, gozará de la vegetación; el mineralogista, etc. El hombre de ideas generales, como nosotros, goza de todos los aspectos, pero con la desventaja de la disminución de cada uno de ellos.

      El ignorante se aburre en los caminos; sólo percibe las sensaciones de cansancio y de distancia. Es como un fardo. Su alma está encerrada en la carne. Los ojos le sirven sólo para ver la comida, el obstáculo y la hembra; el oído, para oír ruidos, y el tacto, olfato y gusto, para los fines primordiales.

      Sirve para ilustrar esta idea el considerar el yo como un prisionero en casa cerrada y que, mediante labor, fuera abriendo miradores y salidas al mundo.

      Íbamos, pues, de cara al oriente, trepando a Las Palmas, por el camino bordeado de eucaliptus, entregados a nuestro amor a la juventud, al aire puro, a la respiración profunda, a la elasticidad muscular y cerebral. Bajaban serranos y serranas, vacas y terneros, todo oliendo a leche y a cespedón.

      Entramos a despedirnos de parientes que veraneaban por allí, gente sedentaria que al vernos de viajeros a pie, nos miraban tristemente como a vesánicos. Ninguno de nuestros conciudadanos (si es que en Colombia aún tiene uno conciudadanos) podía comprender nuestros motivos. Para ellos, se camina cuando se va para la oficina, cuando se viene del mercado. No está aún en las posibilidades mentales de nuestro pueblo el comprender los fines interiores. Cuando nos ven hacer gimnasia nos miran con ojos espantados. Una de nuestras criadas huyó de la casa después de vernos hacer los movimientos de Ling, diciendo que no trabajaba en casa de locos. Encontramos en cada pueblo jovenzuelos montados en mulas orejonas que nos miraban como a seres extraños. En las posadas nos decían: “Pero, ¿vienen ustedes a pie?”. La señora de la fonda “La Ciénaga” nos dijo que si su marido no hubiera estado allí para recibirnos, ella nos hubiera hospedado en el cuarto de los sospechosos. Todos nos repetían: “Yo, teniendo los veinticinco pesos que cuesta la mula, no me metería por aquí, a pie”. Nuestro pueblo es muy tímido e ignorante: las frutas hacen daño; bañarse es perjudicial. Dicen: “La cáscara guarda al palo”. Todos parecen educados por el padre Guevara...

      Llegamos al pie de la cuesta para trepar a Las Palmas, a la casa donde solemos beber leche espumosa, postrera, es decir, última o la bajada, leche olorosa a vaho de ternero. La mujercita había salido a buscar sus vacas y encontramos en la casa a su hermana, hermosa quinceña, maestra en escuela campestre de El Retiro. Carnes prietas, quemadas por la brisa de la tierra alta, y espíritu generoso como el de todas las maestras. Sí; las maestras son muy generosas... Esta serrana, vestida con un faldín prensado, en esa mañana de plenitud, nos trajo algunas emociones e ideas. Pensamos que la belleza es la gran ilusión; pensamos que la naranja es una esfera de oro, y que para comérsela se tira la corteza dorada. ¡Aquella falda prensada!... Pero no; nosotros no queremos describir lo que pasaría, si fuéramos a comernos aquel fruto de la altiplanicie andina. No queremos describirlo porque podrían acusarnos de corruptores de la juventud, como lo hicieron con el maestro Sócrates –“Sócrates, embadurnado de gracia como si fuera con una miel”– los socios de la Juventud Católica de Atenas, Meletus, Anytus y Glycon. A nosotros también podrían acusarnos el hijo de don Jesús y el hijo de don Enrique. ¿Qué pasaría entonces? Pues que este areópago de santos montañeros nos condenaría a perder nuestros empleos judiciales –peor que la cicuta–. ¿Y qué haríamos? De pueblo en pueblo, montados sobre este esqueleto de los Andes, a pie, iríamos repartiendo nuestros retratos de andarines, circuidos de estas leyendas: “Voyage autour du monde; around the world. Se hablan ocho idiomas, entre ellos el medellín y el chibcha. Contribuya con su óbolo para este viaje que hará progresar la industria del alpargate”.

      Ya ven los lectores a dónde nos llevarían los de la Juventud Católica si describiéramos a ese hermoso fruto de la serranía despojado de su corteza y de cara al sol naciente, o, mejor dicho, de cara a las estrellas, y nosotros, según D’Annunzio, “Chini sopra di lei come per bere d’un calice”. Y, además, somos filósofos castos. Continuemos, pues, nuestro viaje de modo que este libro pueda caer en manos de pálida virgen. Es nuestro deseo, además, que sirva de sermonario a los curas de esta tierra de santos y santas palúdicos.

      TREPAMOS sobre el lomo andino. Allá abajo, en ese vallecito del Aburrá enmarcado por altas cordilleras, hemos vivido treinta y cuatro años, perseguidos por el Diablo, ese anciano que aún conserva la cola de nuestros antepasados los monos, recibiendo las ideas generales a precios carísimos de manos del Negro Cano, el librero. ¡Qué juventud! Allá, en la altura, reímos alegremente...

      A la derecha estaba la antena del inalámbrico. La torre se eleva, huyendo de la limitación de las montañas, buscando el ámbito universal. ¡Qué esfuerzo para levantarse de esta tierra! Esa torre fue para nosotros la representación de lo que los romanos llamaban humánitas.

      Un romano tenía humánitas cuando se había hecho universal; cuando era un ciudadano del universo. Un Nerón elevó su corazón y su mente por encima de todo prejuicio humano; llegó al supremo egoísmo; todo lo relacionaba con su propio ser, y, así, se hizo dios. Un Mohandas Gandhi elevó su corazón y su mente a la inmensa altura donde sólo existe amor. Este, por otro método, se hizo también dios, o sea, hombre. Ambos tenían humánitas.

      En esa mañana olorosa a cespedón se levantaba por encima de las colinas que la circuían, buscando la liberación del límite, de las fronteras, buscando el espacio, res communis omnibus, haciéndose humana, la antena de Marconi.

      * * *

      Hay por allá fuentecillas más puras que la pureza, que forman la quebrada Las Palmas, de cuya agua debe beber el que quiera redondear su concepto de agua. Sabe a musgos, a sombra; al beberla vienen las imágenes de monte, de helechales y de grutas milagrosas. Siente uno que el mundo está lleno de fuerza, vis vitæ, de esa fuerza que hace germinar al óvulo. Se siente deseo de cambiar la frase de Linneo: Omnia animalia ex ovo, así: Omnia ex vi.

      POR ESE CAMINO, ya lejos del marco estrecho de nuestros treinta y tres años, lejos de las ideas generales suministradas a precios altísimos por el Negro Cano, lejos del monótono amor de nuestras primas, abrimos los ojos y vimos que todo es amor y muerte. Unos racimos de flores inverosímiles, moradas, carnosas, servían de regios lechos amorosos a los insectos, a los pistilos y a los estambres.

      Nos encontramos dos viejas que sirven de correo hebdomadario entre Medellín y La Ceja. Reparten en las casas riberanas al camino todo lo que necesita el hombre primitivo: tres o cuatro noticias, ollas y recados amorosos.

      “Todo depende del ánimo”, nos dijo una de estas viejas al preguntarle si llegaríamos a La Ceja. ¡Qué frase tan llena!

      Desarrollamos la idea de la anciana en la siguiente forma:

      Los que triunfan, lo deben a una creencia arraigada, generalmente a la creencia en sí mismos. Son fracasados los que no han creído en algo que les sirviera de columna vertebral para desarrollar su personalidad; algunos, muy interesantes por cierto, creyeron fuertemente, pero la creencia se desvanecía para ser reemplazada. Estos son aquellos de quienes se dice: “Eran muy inteligentes y nada han realizado; ¡qué inexplicable!”.

      He aquí un joven de facultades mediocres; pero, ¡qué hermoso porvenir el suyo! Está hinchado de egoencia como un sapo bravo. Cree en sí mismo con una convicción jesuítica. Y es constante en el amor a sí mismo, como tu estúpido amante a ti, grácil Julia. Claro que ama su labor, pues si ama su persona, no se cansa en su trabajo. Este es malo hoy, pero mañana o después, ¿quién será capaz de igualarlo? El mundo lo buscará, lo necesitará. Este jovenzuelo chilla como una virgen, y al fin, todos miran y lo perciben y acaban por creer lo mismo que él: en la enorme joroba de su egoencia.

      Hay

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