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buscaba anhelosamente lo Absoluto a través del arte. Es un penitente que se siente culpable de existir. La literatura significó en su vida una hoguera en la que arde, sufre, goza y se purifica. Suplicio a la vez que redención. La palabra es su instrumento mágico: en ella ama y comprende; le brinda la posibilidad de resolverse y salvarse; de reconciliarse con su destino humano y con Dios.

      Para él, la literatura fue un rito de linaje religioso y no escribe para triunfar y ser famoso sino para saciar su sed de Absoluto, que es sed de eternidad, pero también sed de vivir.

      En esencia, un atormentado espíritu religioso. Su misticismo era vital, edénico, profundamente humanizado. Asumió, como síntesis de su lucha, la defensa del hombre, su libertad, su dignidad viviente. En su obra palpita, con una furia religiosa, el carácter sagrado de la vida. En su exaltación no economiza fervor. Escribe con sed para los sedientos. Al hacerlo, se desgarra interiormente para desnudarse ante sí mismo y ante los demás. Es un acto de expiación en homenaje a la verdad de su condición humana, en la que se glorifica por lo que tiene de divina, y en la que se abisma por lo que tiene de bastarda.

      En nombre de ese entusiasmo no teme caer en lo irracional ni en el absurdo. Pues su pensamiento que es más pasional que racional, triza las entelequias de la lógica y la filosofía sistemática. Es un pensador paradójico, inclasificable, individualista. Oscila entre un vitalismo anárquico de tipo nietzscheano y un misticismo demoníaco. Es una especie de Prometeo sedicioso. Se rebela contra la muerte del alma, los mitos opresores de la conciencia, contra toda forma física y moral de servidumbre. A la enemiga contra la mentira convertida en dogma o en orden social.

      Abominó la mezquindad de su época, sus sistemas injustos, el triunfo del conformismo. No transigió con nada ni con nadie. Lo imagino erguido, orgullosamente, solitario como un profeta, predicando en el desierto de su tiempo, ante la indiferencia y el desdén de sus contemporáneos muy ocupados en hacer plata y en rezar para salvar el alma. Su voz era como la del rayo, fulminante, de una pureza exterminadora. Si estallaba era para iluminar las tinieblas y desgarrarlas.

      Odió, claro que sí, pero su odio era una forma desesperada de amor impotente. Odió la mentira disfrazada de moral, la moral que condenaba los impulsos vitales en nombre de virtudes abstractas; la religión practicada como rito social; la farsa de los filisteos de la política; el fariseísmo de la caridad católica; las demagogias de la democracia; el culto fetichista de los falsos valores.

      Luchó contra todos y contra sí mismo, en quien veía un “bastardo” de esa sociedad putrefacta que lo había hecho posible con su fanatismo y sus infiernos aterradores. Pagó caro su aventura como todos los cristos que se atreven a morir por su verdad. Sufrió la soledad, la miseria, el desprecio, el exilio en su propia patria. Crucificado en la más ignominiosa de las cruces por aquellos a quienes quería salvar: la incomunicación. Finalmente murió de lo que había vivido: de su fe, de su verdad, de su amor. Pleno de sí mismo, despojado de vanidad literaria, pobre como un asceta, enamorado de este mundo, reconciliado con su destino, fiel a ese propósito espiritual que había soñado treinta años atrás: “El fin de la vida es adquirir capacidad para morir alegremente”.

      Su triunfo sobre la muerte fue la fidelidad a su verdad hasta el fin. Pues amó la verdad como a sí mismo, que es la única manera de ser verdadero. Su época no le perdonó esta hazaña. Pero él se negó a vivir en ese infierno de la mentira que es la muerte antes que claudicar o traicionarse prefirió el silencio, única manera de salvación para un espíritu religioso como el suyo.

      Su renacimiento empieza con el fin: con el silencio. Inicia un nuevo viaje a pie, pero esta vez nadie lo acompaña. Está solo con su inquietud de Dios. Declina su rebeldía y se pone en tránsito de reconciliaciones con este mundo y la Eternidad.

      Los años, la lucha, la soledad, le han dejado en el espíritu una resaca de amarguras. Abandona el salvavidas de la literatura, su “panacea” que por un tiempo lo mantuvo a flote, guerrero invencible, y se sumerge en el silencio. Sus críticos dijeron que era el fin de su rebeldía como escritor y el principio de su decadencia. No era cierto. Iniciaba una nueva etapa de ascenso hacia sí mismo.

      Nunca saciado en su búsqueda de Dios, pero tampoco devorado por el terror de la soledad frente a la muerte, se hunde más en el laberinto persiguiendo el terrible minotauro de lo Absoluto, la salida que sólo abre el destino, y que es la muerte.

      Mientras encuentra la salida del laberinto, se consuela con verdades terrestres, las lindas y humildes verdades bajo el sol. En ellas encontrará una vez más el sentido de vivir y amar, una alegría trágica, la solidaridad en el sufrimiento, el coraje en la pena. La gloria de estar vivo, en suma, esperando a Dios. Y mientras espera, canta, como los mártires en la hoguera. Pero esta vez su lenguaje no es de rebelión, sino de himno.

      La sangre también tiene sus dulzuras para este guerrero en reposo que diviniza el polvo y la caricia. Está orgulloso de su finitud, pero su amor a la vida es invencible. Glorifica todo lo viviente, desde el átomo hasta Dios. Honra por igual la condición humana y la condición divina de la Naturaleza, con un fervor religioso y panteísta. Religioso por lo que bendice: la morada del hombre, la parcela que trabaja, la calle que camina, el lecho de las amantes, la tierra que lo nutre, su soledad larga como un río, como de aquí hasta Dios.

      No se cansa de ser tanto misterio, tanto asombro, tanto amor a la tierra que honró con su presencia, que exaltó con un tierno y trágico lirismo hasta restituirle su dignidad edénica. Su amor a este mundo y a los hombres limitó en la locura y la fábula, más allá de la razón y lo posible. Fue casi un cristo por su amor a los hombres, pero los dioses que predicaba eran de este mundo, tenían nuestro rostro y el sabor de las frutas, efímeros como la flor y el día.

      Para darle sentido a este universo absurdo, descubrió una verdad religiosa: que la sangre es el soplo de Dios hecho vida a la temperatura de la tierra. De su fuego nacieron silencios y rosas.

      Nada de ésta es explicable por la razón, y luchó a muerte contra ella. En esta batalla Dios está de su parte y su espíritu se inclina por la fe. Cesa la lucha, no más inviernos en el alma. Una vez más triunfa sobre lo imposible. A la salida del laberinto brilla el sol, tibio sol de febrero. Allá se dirige con júbilo, con alegría, porque ha terminado su viaje a pie, y hay que partir de nuevo.

      Viajero de un eterno retorno, ¡ha ganada la luz!

      Fernando González es, en cierto sentido, un existencialista religioso. Torna la palabra en vida, la vida en obra de arte, el arte en aspiración religiosa de Absoluto. Su pensamiento es concreto, vivencial. Está fundado en la experiencia, y por lo mismo, resulta paradójico y contradictorio como la vida.

      Toda su obra es una autobiografía recreada en el plano estético, intelectual y religioso. Nada de lo que escribió está desvinculado de su experiencia concreta de hombre: sus libros no fueron “pensados” sino padecidos, nacieron como respuestas al deseo, por imperativos de comunicación, de objetivar sus vivencias, de resolver sus conflictos con la realidad.

      Antes que escritor, fue un viajero en el sentido más peregrino de la palabra. El viajero que más intensamente viajó alrededor de sí mismo. Fue incansable en el conocimiento y en su sed de belleza.

      Su pensamiento es apasionado, viril. Lo expresó en una prosa embrujada de poesía, cargada de voluptuosidad. Su estilo es espontáneo, cálido, avivado de imágenes rutilantes, de una honda emoción. Está despojado, hasta el ascetismo, de trucos formales y resonancias retóricas. Su ritmo es el que tiene la necesidad, la belleza y la palpitación de algo vivo.

      Viaje a pie es eso: una excitación y un camino; un camino del laberinto que conduce al conocimiento de este misterio que es el hombre, el ser que ha explicado todo, menos a sí mismo.

      Fernando González es entre nosotros de esa estirpe de profetas que abren un camino, que conducen al hombre más allá del hombre, hacia un destino más alto en su vida interior.

      El eco que su obra despierta en nosotros, ya muerto, testimonia su permanencia. En adelante, los relojes marcarán la hora de amarlo y comprenderlo. Solo tenía fe en la juventud para renacer y volver al camino. Aquí está como era, como es, encarnado y viviente en la presencia de su obra, guiándonos

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