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cumple su papel de ser un laboratorio imaginario para la visión de caminos posibles ante problemas.

      Scheffer (2002) considera que la ficción literaria (además de las basadas en los juegos virtuales) implica una simpatía grupal, la de compartir e incentivar nuestras potencias miméticas mediante “el fingimiento lúdico compartido”. En esa dirección, Scheffer

      (…) Reafirma las relaciones (reales, pero muy a menudo olvidadas) entre las actividades miméticas «cotidianas» y la ficción (y, por tanto, también las artes miméticas). Pues la importancia del mimetismo (lúdico y serio) en la vida de los seres humanos es lo que permite comprender por qué las artes de la representación tienden tan a menudo (aunque no siempre) a la exacerbación del efecto mimético (p. XVI).

      Esta mirada aglomera los procedimientos con los que la ficción actúa: la imitación, el fingimiento, la simulación, el simulacro, la representación, la semejanza, creando una realidad “emergente” (Schaeffer, 2002: p. XVII). De esta forma, la ficción es vital para el homo sapiens, porque permite disminuir la distancia entre los seres humanos, acercándolos de manera lúdica con fingimientos que todos reconocen, celebran e incentivan.

      Volpi (2011) argumenta que la ficción es el dispositivo de nuestro cerebro para producir autonomía mental, inteligencia social, imaginación simbólica, para que la vida interior de cada humano sea común a nuestra especie. Es nuestro cerebro la fuente de lo que la realidad es para nosotros: la realidad está formateada por la compleja bola neural de nuestra testa. Este órgano, el cerebro, centraliza los registros de realidad, sumando a esto el papel de las neuronas espejo que son la fuente esencial de la mímesis humana. De ahí que en gran medida el mundo sea una especie de ficción construida por nuestro cerebro. La ficción, pues, es la realidad. Y ante esto las ficciones literarias actúan como correlatos de las ficciones que conforman la realidad. “Si la ficción es una herramienta tan poderosa para explorar la naturaleza —y en especial la naturaleza humana—. Es porque la ficción también es realidad” (p. 31).

      En este sentido, Mayra Santos-Febre (2016), sumándose a Volpi, plantea que leer amplía la bodega de modelos de los otros y de los grupos para tener mejores herramientas para sobrevivir:

      Leer es como vivir la vida de otro por un instante y verlo descifrando los signos del mundo que lo rodea. Leer es acceder a la experiencia del otro –sea reportero de guerra, poeta de la corte del rey Luis XV, sabio y astrónomo de Chilam Balám, escritora lesbiana de entreguerras en París o monja mística del barroco mexicano. Leer es una especie de transmigración. Quien lee puede ser Otro, aprender modelos y patrones a través de los ojos de los demás compañeros de especie. Es acceder a otros tipos de conciencia. Es decir, que quien lee accede a mayores modelos y versiones del mundo que quien no lee; conoce mejor su entorno, sobrevive mejor ya que puede echar mano a herramientas más diversas para encarar los problemas (de supervivencia) que se le presentan. Y siente más que los demás. Perdón, pero es cierto. La lectura crea complicidad. Educa un tipo de sensibilidad y la va llevando al desarrollo de “a queer individuality”.

      Ahora bien, mi análisis va más allá de Volpi. Nuestra mente está conformada por constructos ficcionales que han servido de bastón, sonda, aguja y martillo a lo largo de nuestra estancia en el planeta. Las ficciones no se leen siempre como ficciones sino como elementos que afinan o reafirman o rompen las ficciones que, hechas símbolos y mitos, configuran nuestra mente. Al leer ficciones no sólo leemos ficciones sino que comprobamos ficciones o descreemos de ficciones. La ficción no siempre incrementa la ficción; también revierte su construcción, artificio y eficacia en producir ilusiones. La ficción literaria enfrenta ficciones, modos discursivos; no es un hecho puro que solo entretiene, complementa y nos da una dimensión para ponernos en el lugar de un personaje, sea humano, como Esteban, el ahogado más hermoso del mundo, o sean los perros Chipión y Berganza del Coloquio de perros (2005).

      Día a día nos enfrentamos a ficciones artísticas que capturan nuestra atención y ficciones políticas, religiosas que nos dominan de manera absoluta sin poder siempre contestarlas. También vivimos presos de ficciones artísticas acostumbradas, que han sembrado en nuestro cerebro una respuesta inmediata y sin mayores objeciones. El Quijote presenta a un lector de ficciones atrapado por un tipo de ficción literaria, y Cervantes hace un homenaje a la ficción pero también un llamado a esta manera de acostumbrarnos a ficciones que a fuerza de repetir un esquema mimético adormecen nuestro cerebro.

      De ahí la importancia de la teoría de la ficción de Rancière (2016). Este desarrolla el concepto de ficción, porque yendo más allá de si ella es falsa y mendaz, se interroga sobre el tipo de racionalidad que promueve. Realiza, pues, una visión posaristotélica de la ficción que rompe con lo que el filósofo francés llama “régimen ético de las imágenes” (p. 55). Es el abrebocas de un concepto de ficcionalidad posromántico que rompe el autotelismo del lenguaje. Desde el siglo XIX, se volvió borrosa la frontera entre los textos que apuntan a lo que es y los que apuntan a lo que debe ser, según el postulado de Aristóteles. La pelea de Cervantes por la verosimilitud se desmoronó –¿acaso él célebre manco no corrió esta frontera con sus procesos de interrupción de la ficción?–, cuando los modos de la palabra poética constituyeron lo que es y no sólo lo que debe ser. Lo histórico hizo entonces presencia en el lenguaje de la ficción como hecho ineludible, porque menos que un artificio de representación la ficción misma es un tipo de racionamiento para pensar lo real: “Le réel doit être fictionné pour être pensé” (p. 61).

      En consecuencia, además de todas estas virtudes de la ficción, ella también se trata a sí misma. Los críticos han repetido hasta el cansancio los procesos en los que la ficción se ve a sí misma y se valora como ficción; igualmente han multiplicado las ideas relativas a cómo la ficción produce más ficción. La idea de nuestra tentativa apunta a que la ficción no se opone a la realidad, pues la constituye, sino a otras ficciones, y que los fueros de la ficción consisten menos en distinguirse de la realidad que en conformarla (Bautista, 2018). Quizá el trabajo de las ficciones artísticas consiste en representar la revelación de una ficción como tal, en escenificar la tensión entre ficciones o jugar a cómo una subsume o expulsa a otra.

      Por lo anterior es clave Cervantes. Fue El Quijote la obra que representó la recepción absoluta de una ficción por parte de un personaje. Don Quijote es el representante de quien no puede salirse de una ficción, concretada en un tipo de narrativa: las novelas caballerescas. Cervantes mostró los alcances de la captura que hace una ficción sobre el cerebro y las acciones de un hombre; desarrolló con humor y desparpajo cómo los registros de realidad se volvían más contrastantes y paradójicos con una ficción en la que sobre todo creía un solo personaje: el protagonista. Luego, durante distintos eventos, otros personajes, ya con obediencia, ya con fingimiento y socarronería, se sumaban a la creencia para tratar de esconder o resaltar el contraste entre registros de realidad y ficción.

      Cervantes, hijo del periodo barroco de la Europa del siglo XVII, agregó al embelesamiento con una ficción, a veces cómico y otros veces patético, el bucle estético de que la ficción declare su ficcionalidad. Bajo la regla de la interrupción de la acción, el sabio manco vuelve la ficción un discontinuo que requiere para su continuidad de ir en pos de un autor representado. Así, realizó el gusto barroco por representar el acto de creación artística, tal como lo pintó Velázquez en Las meninas, unos 50 años después. Son ya profusos los análisis sobre los juegos metafictivos de Cervantes, aumentados cuando el libro primero se vuelve objeto de la Segunda parte. Así, el asunto, se volvió más complejo, pues en la Segunda parte, en tanto representa un diálogo y choque de ficciones, Cervantes innova lo que podemos llamar el proceso de desficcionalización. La manera como don Quijote abandona sus ficciones caballerescas, como lo empujan las acciones de la misma mímesis de las acciones de las narraciones de andantes aventuras, las cuales lo llevan al combate con el caballero del bosque en el capítulo 64 (Cervantes, Quijote II: 531-535), representa menos el camino hacia la cordura como la renuncia a la captura que sobre él tenían las ficciones caballerescas. Cervantes ha desarrollado este involucramiento del lector en la ficción, obligando al personaje preso de esta a que la retire de su proyecto de vida bajo las mismas reglas de dichas ficciones caballerescas, no bajo las reglas del mundo exógeno a lo caballeresco. Vale decir, a sabiendas de la captura

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