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es decir, a lo que llamo el fantástico contemporáneo: uno de Jaime Alazraki, sobre lo “neofantástico”, y el otro, firmado por Teodosio Fernández, que interesa especialmente aquí porque pone el foco en lo real maravilloso de América y en el realismo mágico. A diferencia de Irlemar Chiampi, cuyo enfoque desafortunadamente no contempla este aspecto esencial, Teodosio Fernández plantea la necesidad de conectar el realismo mágico con la literatura fantástica contemporánea (cuya vigencia, de hecho, demuestra), y no solamente con el fantástico decimonónico, producto del exceso de racionalismo de su época. Desde esta óptica, Teodosio Fernández supera las limitaciones e inexactitudes de la propuesta de Todorov, con el cual entabla un enriquecedor diálogo: siempre que se pueda reconocer un anclaje en la realidad, mejor dicho en una concepción de la realidad considerada “normal”, este punto de referencia no tiene por qué ser identificado automáticamente con la lógica del racionalismo, como ocurre con el fantástico decimonónico. Lo fantástico se define en función de una concepción de la realidad que, desde luego, es histórica, y que no siempre da pie al choque de dos órdenes distintos: puede ser que se nos estén proponiendo nuevas reglas de juego, como en el caso del realismo mágico, que los dos órdenes distintos no se puedan distinguir claramente, pero que precisamente a través de esta ambigüedad se cuestionen las explicaciones racionales del mundo.

      Por tanto, si bien con la crisis del positivismo decimonónico nace la literatura fantástica, su vitalidad no se agota en este periodo histórico, según los pronósticos de Todorov. La literatura fantástica no desaparece, le replica Teodosio Fernández (1991) a Todorov, porque

      lo fantástico habla de las zonas oscuras e inciertas que están más allá de lo familiar y lo conocido. El movimiento de esas fronteras no implica su desaparición: los avances científicos no terminan con los misterios, como el desarrollo de la teología no anuló lo insólito de los milagros, ni el psicoanálisis (contra lo que aparentaba creer Todorov) ha puesto fin al horror de las pesadillas. (p. 296).

      Es innegable que nuestra actual concepción de la realidad difiere esencialmente de la decimonónica: los contemporáneos ya no perciben la realidad como inmutable, sólida y ordenada, sino más bien como indescifrable, incierta, descentrada. Pero, según aclara Teodosio Fernández, esto no implica la extinción del género porque “postular un orden para la realidad no es esencialmente diferente de postular un desorden”. Definitorio del género fantástico no es “la alteración por elementos extraños de un mundo ordenado por las leyes rigurosas de la razón y de la ciencia”, sino “la alteración de lo reconocible, del orden o desorden familiares. Basta con la sospecha de que otro orden secreto (u otro desorden) puede poner en peligro la precaria estabilidad de nuestra visión del mundo” (pp. 296-297). Por tanto, en los siglos XX y XXI, el subgénero fantástico, lejos de ser desplazado por los avances de las ciencias, naturales y humanas, que supuestamente lo iban a dejar sin razón de ser, sigue con buena salud y, si para una mirada más tradicionalista pueda parecer irreconocible, es porque, como todo género y subgénero, se redefine a la par que nuestra percepción del mundo.

      CONTENIDO FANTÁSTICO, FANTÁSTICO DE FICCIÓN Y FANTÁSTICO DE DICCIÓN

      Paralela a la del cuento como género, la redefinición del subgénero fantástico en el umbral del siglo XX implica una mayor relevancia de la forma, así como la entiendo aquí, con sus dos vertientes orientadas hacia la ficción y hacia la dicción, mientras el componente fantástico anecdótico, de contenido extraestético, puede en algunos casos incluso faltar, como ocurre por ejemplo en muchos de los cuentos de Borges. A la vez que comprueba esta hipótesis, el planteamiento que propongo a continuación podría aclarar los problemas de recepción ya señalados que acompañan al realismo mágico: ¿cuáles son la razón y el mecanismo por los cuales el oro se convierte como por arte de magia en hojalata y todo el reino rico y esplendoroso de Macondo queda reducido a baratijas de feria, a un espectáculo kitsch?, ¿por qué este fenómeno de recepción se da precisamente con la aparición de Cien años de soledad, máxima expresión del así llamado “realismo mágico”?, y finalmente, ¿cuál es el papel de los cuentos a la hora de reevaluar lo fantástico en la obra de García Márquez?

      Con el fin de mostrar cómo opera la reducción de la propuesta de García Márquez a un fantástico de tipo cuento de hadas y al mismo tiempo reconocer la verdadera naturaleza del “realismo mágico” en su obra haré uso, de manera libre y algo heterodoxa, de las categorías de ficción y dicción que distingue el teórico francés G. Genette en el libro homónimo. Según Genette (1993), recordemos, “es literatura de ficción la que se impone esencialmente por el carácter imaginario de sus objetos, literatura de dicción la que se impone esencialmente por sus características formales” (p. 27). Si tenemos en cuenta la distinción básica que plantea la narratología entre dos estratos del relato, la fábula o la historia, de una parte, y el discurso, de otra, la ficción se relacionaría con la historia y la dicción con el nivel del discurso.

      Desde luego, la reordenación ingeniosa de los elementos de una trama aparentemente realista ocurre a nivel del discurso, por tanto, el fantástico de ficción, en realidad, no puede desprenderse del todo del fantástico de dicción. Este es el caso de Cien años de soledad y, como veremos, también de los cuentos de García Márquez. La mayoría de las lecturas extraviadas o empobrecedoras que se han hecho de esta gran novela y las escasas tentativas de interpretación de los cuentos o bien han confundido el fantástico de ficción con el fantástico anecdótico, o bien han ignorado la parte de dicción que acompaña siempre al fantástico de ficción. En ambos casos, el resultado es, en últimas, igual: se reduce toda la problemática debatida a nivel estético, a un mero

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