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Por ello se propusieron reescribir la historia del pueblo inglés como una historia de “lucha de clases”. El resultado es un continuo énfasis sobre los bienes materiales y las ventajas sociales de la clase media en ascenso, y en el consiguiente empobrecimiento y degradación de la clase trabajadora. Ofrezco a continuación un extracto típico de Hobsbawm sobre el reinado de Enrique IV, que sigue a una amplia burla de la aristocracia rural y de su afición por la caza, los disparos y las escuelas públicas:

      No hay duda de que hay algo de verdad en lo que dice. Pero lo expresa con la terminología de la lucha de clases y en un lenguaje que no permite disculpa alguna de la gente de la que habla ni del sistema en que vivía. También podrían haber sido considerados “parásitos” los mercaderes y comerciantes, y “reaccionarios” los profesores, doctores y agentes que, con todos sus defectos, hicieron posible la transmisión del capital social y su desarrollo a lo largo del siglo XIX. Al igual que en cualquier otro periodo, también en aquella época existieron personas buenas y muchas se opusieron a las costumbres corruptoras. El propio Hobsbawm reconoce que había duras críticas a la corrupción de la iglesia, pero las subestima por ser “más teóricas que prácticas”. En cuanto a los abogados y funcionarios, a ellos ni siquiera se les reconoce el derecho de audiencia. Hasta la extraordinaria movilidad social del siglo XIX inglés —que hizo que Sir Robert Peel, padre del primer ministro, ascendiera de clase social y se convirtiera en un importante industrial—, se envuelve con el mismo estilo reivindicativo, como si fuera un fallo del sistema de clases hacer posible que la gente se abriera camino en él.

      De hecho, esta era la época en que las Friendly Societies y las Building Societies hicieron posible que los trabajadores se convirtieran en propietarios de bienes inmuebles y conformaran la nueva clase media. Era también la época del Mechanics Institute, creado por caritativos miembros de la clase media para proporcionar educación a quienes trabajaban a tiempo completo. Fue también el periodo en el que se crearon las bibliotecas para trabajadores, las asociaciones de los mineros del carbón y el Acta de Fábricas, iniciativas que sirvieron para desterrar los peores abusos y las consecuencias de la industrialización. Pero nada de esto merece interés para Hobsbawm, para quien estos fenómenos no son muestras de bondad sino instrumentos para perpetuar la explotación.

      Por decirlo con otras palabras, es suficiente para el historiador constatar que se ha discutido la cuestión; no es necesario que profundice para llegar a la verdad.

      Los hechos son más interesantes y perduran más en la memoria cuando forman parte de un drama. En este sentido, si la historia ha de desempeñar una función política, el drama ha de ser el de la vida moderna. Pero creer que esto es la teoría científica que las clásicas narraciones sobre el progreso nacional y la reforma institucional no fueron capaces de ofrecer, no está suficientemente fundamentado. La historia marxista implica reescribir la historia teniendo en cuenta fundamentalmente la clase social. Y exige demonizar a las clases superiores e idealizar a las más bajas.

      La interpretación de la historia en clave marxista que hace Hobsbawm supone desenmascarar las fuentes de lealtad que unen a la gente corriente no con su clase (como supone la doctrina marxista), sino con su país y sus tradiciones. La clase es una idea atractiva para los historiadores de izquierdas porque hace referencia a lo que nos divide y separa. Solo si se interpreta la sociedad en función de las clases sociales, podemos descubrir el antagonismo en el centro de todas esas instituciones mediante las cuales la gente ha tratado justamente de evitarlo. Nación, derecho, fe, tradición, soberanía…, todas estas ideas hacen referencia a fenómenos que nos unen. A través de ellas intentamos articular esa unión esencial que atenúa las rivalidades sociales, ya nazcan del estatus, la clase o la función económica. Por eso mismo es un objetivo principal para la izquierda, al que ha contribuido también el propio Hobsbawm, demostrar que esos fenómenos son meras ilusiones, que no representan nada duradero o decisivo para el orden social. Por decirlo en términos marxistas, el concepto de clase es de naturaleza científica; el de nación, ideológica. La idea de nación, así como sus tradiciones, constituye el velo desplegado en el mundo social por la necesidad burguesa de percibirlo de forma errónea.

      Gracias a estas obras se ha establecido como indiscutible que cuando las personas toman conciencia de su pasado y lo reivindican como posesión colectiva, no piensan como lo hacen los historiadores empíricos y los estadísticos sociales. Actúan como los profetas, los poetas y los creadores de mitos, proyectando sobre sus antepasados el significado presente de su identidad para reivindicarlo como suyo. Pero ¿qué se deduce de ello? Es exactamente eso mismo lo que hacen los escritos historiográficos de Hobsbawm, Thompson y Samuel, aunque no se proyecta en el pasado la conciencia presente de la nación, sino la experiencia actual de clase. En la crítica que la Nueva Izquierda hace al concepto de nación y de identidad nacional, se pone de manifiesto su fracaso por tomar en serio su propia herencia intelectual. Marx distingue la clase en sí de la clase para sí precisamente porque

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