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expresó esta cuestión sucintamente: «No es la simple existencia de condiciones opresivas, sino el reconocimiento de estas condiciones por los oprimidos, lo que en el transcurso de la historia ha constituido el factor primordial de la lucha de clases»[14]. En este contexto se ha de plantear la pregunta, trascendental para la Nueva Izquierda en general, de si la gente puede estar realmente oprimida sin saber que lo está.

      Como señala Thompson, la clase trabajadora inglesa nació gracias a una diversidad de factores, y no solo por las condiciones económicas de la industria manufacturera: también influyó en su surgimiento la existencia de formas religiosas inconformistas, que brindaron a la gente el lenguaje para expresar sus nuevas preferencias, el movimiento en favor de la reforma parlamentaria y electoral, las asociaciones creadas en los centros industriales y otros mil factores concretos que ayudaron a forjar una identidad común y a encontrar soluciones que articularan las necesidades y las demandas de la fuerza de trabajo industrial. Esta noción de clase, que tiene en cuenta la interacción de circunstancias “materiales” y la conciencia de ellas, resulta posiblemente más convincente que la de Hobwbawn. Con ella Thompson presenta una imagen de la clase trabajadora con la que no es necesario estar en desacuerdo: un conjunto de personas que se caracterizaban en parte por ganarse la vida mediante el trabajo asalariado, pero también por estar implicados en costumbres sociales, instituciones políticas, creencias religiosas y valores morales, que los vinculaban a una tradición nacional compartida con el resto de conciudadanos.

      Estos hombres en cuestión eran los miembros de la clase trabajadora inglesa, tal y como Thompson la describe. Pero téngase en cuenta la peculiar vaguedad que reviste la observación (conclusiva), que se protege frente a la realidad apoyándose en la neolengua marxista. ¿Contra qué luchaban? Contra un simple ismo. ¿Utilitarismo? Pero ¿cómo es posible luchar contra una doctrina filosófica? ¿De qué armas disponía la clase trabajadora industrial? ¿O luchaban contra la explotación? Pero si así fuera, ¿cómo se define en ese caso la explotación? ¿Creían los trabajadores que las relaciones opresivas eran intrínsecas al capitalismo? ¿Qué implican términos como “industrial” y “capitalismo”? ¿Sería también el comunismo industrial igual de malo, por ejemplo?

      Thompson no ofrece una respuesta clara a ninguna de estas preguntas; que la clase trabajadora estaba unida por su común oposición al capitalismo se concluye como por arte de magia. Es cierto que la mayoría de las veces los trabajadores reaccionaron negativamente frente a las fábricas y sus condiciones laborales. Pero la propiedad privada de las mismas —que era todo lo que en ese contexto significaba el término capitalismo— era seguramente irrelevante para ellos. Lo que les inquietaba eran las condiciones en las que tenían que trabajar para ganar su salario, y habrían estado igual de preocupados, aunque las fábricas hubieran sido propiedad del Estado o de cooperativas o de cualquiera que les exigiera lo mismo. Lo que realmente querían era un trato más digno, y poco a poco consiguieron entender que lo lograrían mejorando su propia capacidad para negociar. La solución, pues, no era la propiedad pública de las fábricas, sino la sindicalización de la fuerza de trabajo. Como ilustra la historia posterior, los sindicatos fomentan el interés de sus miembros solo donde los salarios se encuentran determinados por el precio de mercado del trabajo, es decir, únicamente en una economía (capitalista) libre.

      Este tema nos lleva de nuevo a Hobsbawm y a la teoría marxista de clases. Los análisis de Thompson sobre la clase trabajadora inglesa la describen como un agente colectivo, que actúa, se enfrenta a determinados hechos, lucha por otros y que puede tener éxito, pero también fracasar. En otro libro (The peculiarities…, p.33), Thompson expresa un saludable escepticismo frente a esa concepción antropomórfica del proceso histórico, que ha persistido, por diversas razones, en la interpretación marxista de la lucha de clases. Pero esta metáfora, como la denomina el propio Thompson, tiene implicaciones que no pueden ser aceptadas. En la historia, ciertamente, se manifiestan agentes colectivos, que actúan bajo un “nosotros” y que tienen un propósito común. Pero para el conservadurismo es importante precisar que las clases no son uno de ellos.

      ¿Qué es, pues, lo que lleva más eficazmente a la gente a constituir un “nosotros” y les permite unir sus fuerzas bajo un destino e interés común? Como Thompson aclara, son precisamente factores que no forman parte de las condiciones materiales, pero que resultan trascendentales: el lenguaje, la religión, las costumbres, las asociaciones y las tradiciones políticas; en resumen, todas estas fuerzas que integran a individuos en competencia en la identidad compartida de una nación. Considerar a la clase trabajadora como un agente, incluso en sentido metafórico, es desconocer la verdadera importancia de la conciencia nacional como agente genuino de cambio.

      La sentimentalización del proletariado también ha sido fundamental en la historiografía laborista, y Thompson no fue en modo alguno ajeno a ella. Se vio a sí mismo como parte de esa gran lucha por la emancipación, que le uniría a los trabajadores en un vínculo de agradecido afecto. Esta lucha, que le había acercado al partido comunista, le llevó después a enfrentarse a las maquinaciones del capitalismo internacional, mucho tiempo después de reconocer que la Unión Soviética no era el aliado natural de quien pretendía defender a la clase obrera. En La miseria de la teoría, escribió:

      Este hábil fraude de la nasha de la conciencia socialista, cuando la única evidencia que existe es que las personas actuaban juntas como lo hacen cuando pretenden liberarse de la ocupación extrajera, muestra las necesidades emocionales de Thompson.

      Es fácil estar de acuerdo en que, «dentro del contexto de ciertas instituciones y cultura», las personas tienden a pensar en términos de “nuestro” más que en los de “mío” y “tuyo”: reconocer esta verdad es lo que une a conservadores y nacionalistas frente a la “conciencia socialista” que se enseñaba en aquel momento en Yugoslavia. Ahora sabemos que se les engañó. Todo el proceso de reconstrucción fue manipulado por el Mariscal Tito, el croata a quien Stalin ayudó a tomar el poder, tras llevar a la muerte a los patriotas cuya identidad y localización logró gracias al trabajo de Philby y Blunt en el Foreign Office.

      El país que Tito unió no conformó ni el “nuestro” de la conciencia socialista, si es que existe, ni el propio de una nación. Cuando la nasha real de los serbios, croatas, eslovenos y montenegrinos al final se impuso, lo hizo enfrentando a unos contra otros y rechazando sinceramente el monstruoso orden impuesto por Stalin y Tito. La referencia a la nasha de la conciencia socialista no era nada más que una

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