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tendrá la misma consecuencia que el viento en la fábula de Esopo: rivalizar con el sol para ver quién consigue quitar o poner el abrigo al viajero. El lenguaje cotidiano ablanda y abriga; la neolengua, endurece y congela. La conversación cotidiana tiene sus propios recursos para generar aquellos conceptos que la neolengua prohíbe: imparcial/parcial, justo/injusto, correcto/incorrecto, honesto/deshonesto, legal/ilegal, tuyo/mío. Estas distinciones, que son propias del libre intercambio de sentimientos, opiniones y bienes, cuando se expresan con libertad y se actúa en consecuencia, crean una sociedad cuyo orden es espontáneo y no resultado de ningún proyecto, y en la que la distribución desigual de los bienes la causa “una mano invisible”.

      Pero la neolengua no solo impone un plan; elimina también el diálogo hasta que los seres humanos sean capaces de vivir sin él. Si la neolengua habla de la justicia, no se refiere a la justicia de los intercambios individuales, sino a la “justicia social”, a esa justicia que se impone mediante planes y proyectos y exige siempre privar a los individuos de los bienes que han adquirido en el mercado gracias a un justo acuerdo. Para la mayoría de los pensadores que estudio en estas páginas, el gobierno es el arte de apropiarse de los bienes a los que se supone que todos los ciudadanos tienen derecho, y de distribuirlos. No expresa un orden social preexistente, nacido de nuestros libres acuerdos o de nuestra natural inclinación a cuidar de nosotros mismos y de nuestros vecinos. Es el creador y el garante de un orden social, determinado por la idea de “justicia social” e impuesto sobre las personas por decretos promulgados desde instancias superiores.

      A los intelectuales les atrae de forma natural la idea de una sociedad planificada, pues confían estar a cargo de ella. Por ello olvidan que el auténtico diálogo social es parte de un problema que se ha de resolver en el día a día y mediante la minuciosa búsqueda de acuerdos. Ese diálogo está lejos de los “cambios irreversibles”, considera que todos los acuerdos se pueden ajustar y da la palabra a todos los implicados. De esa misma fuente deriva el derecho anglosajón y las instituciones parlamentarias que encarnan la soberanía del pueblo inglés.

      A lo largo de estas páginas encontraremos repetidamente la neolengua de los pensadores de izquierdas. Donde los conservadores y liberales clásicos hablan de autoridad, gobierno e instituciones, la izquierda prefiere hablar de poder y dominación. El derecho y el deber desempeñan solo una función limitada y marginal en la concepción que tiene la izquierda sobre la vida política y, en su lugar, creen que las clases, los poderes y las formas de control son fenómenos básicos del orden civil, junto a la “ideología” que mistifica esos conceptos y los salva de la crítica. La neolengua representa el proceso político como una “lucha” constante y encubierta por esas ficciones que, para ellos, son la legitimidad y la lealtad. La verdad es el poder y su esperanza es deponerlo.

      Casi nada de la vida política, tal y como la conocemos, aparece en el pensamiento de aquellos que trataré en este libro: instituciones como el parlamento o los tribunales de derecho anglosajón, las vocaciones espirituales propias de las iglesias, las capillas, las sinagogas o las mezquitas, las escuelas y los centros de formación profesional, las organizaciones privadas que se dedican a la caridad y la beneficencia, los clubes y grupos similares, los Scouts, los Grupos de exploradores, los torneos populares, los equipos de fútbol, las bandas de música y las orquestas, los coros, los grupos de teatro o los filatélicos… En resumidas cuentas, todas las maneras que tienen las personas de asociarse y que crean, sobre la base de esa integración consensuada, patrones de autoridad y obediencia que posibilitan su existencia, todas esas formas básicas de asociación o “pequeños pelotones”, como los llaman Burke y Tocqueville, no tienen importancia ni cuentan para el pensador de izquierdas; o, si se refieren a ellos (como por ejemplo para Gramsci o E. P. Thompson), están tan politizadas y sentimentalizadas que forman parte de la lucha de la clase trabajadora.

      No nos debería sorprender que, cuando el comunismo alcanzó el poder en Europa del Este, su primera decisión fuera cortar la cabeza de esos pequeños pelotones: Kádar, como ministro del interior de Hungría en 1948, destruyó 500 en un solo año. La neolengua, que percibe el mundo en términos de poder y lucha, fomenta esa idea según la cual todas las asociaciones que no están controladas por líderes adecuados constituyen un peligro para el Estado. Y al actuar así, lo que solo es una idea se convierta en realidad. Cuando el seminario, la tropa o el coro únicamente se pueden reunir si cuentan con el permiso del partido, automáticamente el partido se convierte en su enemigo.

      A mi juicio, no es casual que esta lógica que subyace en el pensamiento de izquierdas haya conducido con frecuencia a gobiernos totalitarios. La búsqueda de la justicia social abstracta va de la mano con la creencia de que las luchas de poder y las relaciones de dominación expresan la verdad de nuestra condición social, y que las costumbres libremente consentidas, las instituciones heredadas y el sistema jurídico que ha procurado la paz a comunidades reales son solo artificios en manos del poder. El objetivo es aprovecharse de ese mismo poder para liberar al oprimido y distribuir todos los bienes sociales de acuerdo con los criterios de justicia previstos por el plan.

      Los intelectuales que piensan así rechazan por principio el compromiso. Su lenguaje totalitario no deja ninguna puerta abierta a la negociación; en su lugar, clasifican a los seres humanos en culpables e inocentes. Tras la apasionada retórica del Manifiesto comunista, tras la pseudociencia de la teoría marxista del valor-trabajo y de la interpretación de la historia en función de las clases sociales, subyace una misma enfermedad emocional: el resentimiento de quienes controlan la situación. Este resentimiento está sin embargo racionalizado y ampliado por la prueba de que los propietarios conforman una “clase”. Según esta teoría, la clase “burguesa” tiene una identidad común, tiene acceso sistemático al poder y disfruta de un conjunto compartido de privilegios. Además, logra y conserva todos esos beneficios gracias a la explotación a la que somete al proletariado, que no tiene nada excepto su trabajo y, por ello, siempre será fraudulentamente despojado de la recompensa a la que en justicia tiene derecho.

      Esta teoría ha sido eficaz no solo por su utilidad para extender y justificar el resentimiento, sino también por su capacidad para desenmascarar las teorías contrarias como “mera ideología”. A mi juicio este es el rasgo más ingenioso del marxismo: ha logrado hacerse pasar por ciencia. Tras haber tenido la ocurrencia de diferenciar ideología y ciencia, Marx se propuso demostrar que su propia ideología era en sí una ciencia. De ese modo, su supuesta ciencia le sirvió para socavar las creencias de sus adversarios. Las teorías sobre el Estado de Derecho, la separación de poderes, el derecho de propiedad, etc., tal y como las habían expuestos pensadores “burgueses” como Montesquieu y Hegel, aparecían en el análisis marxista de clases como mecanismos que no estaban relacionados con la búsqueda de la verdad, sino con la búsqueda del poder: formas de aferrarse a los privilegios conferidos por el orden burgués. Al revelar las ambiciones egoístas y los intereses de estas ideologías, la teoría de clases justificaba sus pretensiones de objetividad científica.

      Si se mira con la arrogancia del superhombre de Nietzsche, el resentimiento sería un triste vestigio de la “moral de esclavos”, de la desgraciada pérdida del espíritu que acontece cuando se siente más placer en humillar a los otros que en enaltecerles. Pero es una forma errónea de interpretarlo. No es bueno sentir resentimiento, ni ser sujeto ni objeto del mismo. Precisamente la tarea de la sociedad es conducir nuestra vida social de forma que se evite

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