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y viene a mí que Forrester ganó el premio Pulitzer, habiendo escrito su primer y único libro. ¡Una exquisitez! Casualmente su oponente resultó ser protagonizado por el mismo actor que en la película Amadeus personificó a Antonio Salieri. Las dos veces resultó perdedor.

      El cine en mi vida tiene un sabor especial, cuando tenía 16 o 17 años me quedaba a dormir en la casa de mi hermano mayor (Veco) y viene a mí que en su biblioteca atesoraba guiones de películas. ¡¡¡Él siempre amó el cine!!! y por eso los coleccionaba y entonces, siendo yo tan curiosa los tomaba, los leía y trataba de imaginarme el desarrollo de las películas a partir de las pocas fotografías que contenían y algunas indicaciones que daba el director que se transcribían allí, respecto del manejo de las cámaras y así, en mi fantasía siempre pensé que me hubiera gustado en esta vida ser un cineasta. ¿Qué pretenciosa, no?

      Algunos de esos guiones eran de películas de Luis Buñuel, de Roman Polanski, ya ni me acuerdo el nombre de los films, pero recuerdo que habían sido un éxito en esos momentos y sus directores muy prestigiosos y de vanguardia. Y, entonces, nuevamente mi admirada Isabel Allende, La casa de los espíritus, y el famoso voto de silencio de Meryl Streep, que me pareció magnífico para la situación, pero de imposible cumplimiento por parte de mi persona. Alguna vez lo intenté sin resultados.

      Es que soy charlatana y hasta “hago hablar a las piedras” como me dijo Pablo una tarde, ya que mientras presenciábamos aburridos (jueza y secretario del Tribunal Oral Federal) la quema de marihuana y cocaína en instalaciones de la Gendarmería Nacional Argentina, empecé a darles conversación a los gendarmes que nos acompañaban, quienes inmediatamente comenzaron a explayarse acerca del adiestramiento de los perros para detectar drogas y otros temas, haciendo por lo menos más amena lo que di en llamar “Ceremonia oficial del proceso de ignición de la cannabis sativa, en tambor de 200 litros y al aire libre”, por haberse descompuesto el horno que normalmente se utilizaba para su incineración, es decir, “una pesadez”, para los gendarmes, los testigos civiles, para nosotros, que nos preguntábamos risueños si la felicidad reinaba en el barrio de Retiro en esos momentos, a consecuencia de tan serio procedimiento en el que nuestra presencia era un requisito formal y legal.

      En realidad, creo que Pablo tenía razón, ya que tengo habilidad para invitar a la gente en general a conversar de cualquier cosa y no me parece que sea un defecto de mi personalidad. Tal vez, solo doy el pie inicial para que los demás puedan expresarse, si quieren hacerlo…

      Advierto que es común en estos tiempos que no seamos oídos, y estoy convencida de que hay muchas personas que no están dispuestas a escuchar nada más que a sí mismas. Alcanza con ver algún programa político en televisión.

      Por demás, ese saludo: “¿Qué tal, todo bien?”, tan en boga, me parece que es justamente una invitación a la no comunicación o directamente a la incomunicación. Es como decir que no me interesa lo que pueda ocurrirte, no quiero saber. Es cortar cualquier posibilidad de encuentro, de acercamiento, una manera de decirte, además, no tengo interés en que me preguntes nada, porque solo estoy dispuesto a transmitirte eso, nada.

      Me revela esa vulgaridad por cierto y esta es otra de las cosas que molestan a Tolerancia 0, porque así, sin diálogo, pasamos de la incomunicación a la indiferencia, para en definitiva culminar en la negación de la existencia del otro, de alguna forma asistimos a la muerte de la comunicación.

      Podrá pensarse que me ocurre habitualmente, no es así, solo estoy transmitiendo que de ese modo los humanos iniciamos o continuamos el proceso de la deshumanización que he comprobado que se está viviendo.

      Ni siquiera los animales nos tratan de ese modo esquivo, al contrario, nuestras mascotas que no hablan, al encontrarlas nos buscan con sus miradas y gestos, lo que es hermoso, ni qué decir si somos capaces de devolverles una caricia, es como cuando le hablamos con amor a un bebé, que al percibir nuestro interés nos devuelve un ba, ba… o una sonrisa, o nos estira los bracitos para que lo alcemos.

      Hace mucho tiempo una amiga, Nora, a quien no veo hace años, me destacó que le agradaba mi compañía, porque cuando nos encontrábamos, permanecía atenta a su persona, prestándole una dedicación exclusiva y qué bueno fue que me lo dijera, porque a partir de allí empecé a darme cuenta de que es muy importante que a un rostro se asista, que no es lo mismo que solo mirarlo y alguna vez, ya en tiempos más cercanos, debí manifestarle a otra amiga, con la que compartíamos un café, que si no dejaba de atender su celular no nos encontraríamos más, a modo de seria amenaza.

      Es que nuestro diálogo repetidamente se interrumpía, lo que me causaba una gran molestia y es porque debemos darnos cuenta de que el tiempo es muy valioso para todos y por igual y no podemos permitirnos despreciar los momentos dispersando nuestra atención, a menos que haya razones de urgencia, que la mayoría de las veces no existen.

      La conexión real como personas no podemos cambiarla por la tecnología o la virtualidad anónima, ya que estas se acaban cuando nos quedamos sin baterías, en cambio la otra, la verdadera, nos transciende, aun pese a la distancia y al tiempo.

      Aclaro aquí que hace un tiempo estoy usando el mail, el WhatsApp con lo que quiero significar que no me resisto a los cambios, al contrario, son bienvenidos porque me permiten estar comunicada con familiares y amigos que viven muy lejos, lo que me parece alucinante y tan mágico como cuando aparecieron en nuestra vida el teléfono móvil o el fax, solo que pienso que estas tecnologías no deben hacer perder el sentir y sus modos de expresión de “persona a persona”.

      Aída Bortnik sostenía que lo mejor del cine es que en él no hay “tiempos muertos”, y cuánta razón tenía. Es posible en una película suprimir el tiempo que demanda lavarse los dientes, el destinado al sueño, y tantos otros que completan las 24 horas de nuestros días, pero no es aceptable que suprimamos o interrumpamos momentos íntimos que puedan convertirse en irreproducibles cuando en el tiempo presente decidimos compartir un momento con alguien, porque algún desocupado o aburrido nos reenvía mensajes que ni siquiera merecieron su real consideración.

      Un regalo y más

      En este instante inicio el uso de la minitablet con mi teclado inalámbrico que me acaban de regalar Marcela y Nicolás, por cierto debo acostumbrarme porque también es pequeño, diría que es amoroso y aquí estoy, instalada en mi espacio en la mesa del comedor que he elegido como el de la inspiración.

      Leí entre las instrucciones que me acercó Sandra que debo repetir la costumbre de escribir en el mismo lugar y crear un hábito diario y, bueno, acá me encuentro, tratando de respetar aquellas consignas, para poder dar curso a la faena de continuar con estas líneas, diría que autobiográficas, contenta con la posibilidad que me brinda este accesorio por acentuar las palabras como es debido, lo que no lograba hacer hasta ahora.

      Siguiendo con la eliminación de los tiempos muertos aclaro que su supresión alcanzará a estas letras, de hecho son demasiados los tiempos contrarios, hoy comenzaré a leer el próximo contenido del juicio de lesa humanidad en el que habré de intervenir y es seguro que esa lectura me llevará mucho “tiempo vivo” porque habré de concentrarme al extremo, para no perder detalle de lo que necesito saber antes de que comiencen las audiencias.

      Me pareció siempre que no puedo en ningún caso sentarme a escuchar en un debate oral, sin saber de qué se trata. Algunos colegas hablan de la contaminación que produce la lectura, respecto de la oralidad que es propia de los juicios, sin embargo, creo que no leer tiene el riesgo de no comprender acabadamente o comprender mal lo que se recibe.

      La declaración de las personas ante un Tribunal penal tiene una impronta especial para cada una y esta puede ser el miedo, el sufrimiento, la vergüenza, el pudor u otras emociones que necesariamente animan los recuerdos, ya que, justamente, declarar acerca del pasado puede significar la evocación de situaciones desagradables, dolorosas, violentas en algún sentido, y entonces en mi opinión poder comprender ello implica, justamente, la posibilidad de entender al otro con sus propias limitaciones a la hora de oralizar en público sentimientos, a veces por demás íntimos.

      No a todos les ocurre lo mismo, la personalidad influye para que estas cosas no sucedan necesariamente; los seres humanos tenemos cada uno un distinto nivel de sensibilidad,

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