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Banco Mundial, todo empuja a la búsqueda de certezas y a la garantía de rendimientos y resultados, olvidando uno de los elementos esenciales que identifica a la escuela: un lugar que otorga tiempo para que las cosas que ahí se realicen se hagan “despacito y con buena letra”, como dice el dicho.

      Quizás la palabra paciencia debería ir acompañada de la palabra constancia, que proviene del latín constantia y que significa la cualidad de estar con algo o alguien sin moverse o, dicho en otras palabras, perseverar frente a un objetivo o tarea, precisamente lo contrario de lo que ocurre comúnmente en la escuela, con su poca tolerancia al fracaso, y donde las tareas que no salen al primer intento son comúnmente abandonadas. Encontrar la forma y formarse a uno mismo requiere esfuerzo y paciencia, y la escuela es el espacio y tiempo para llevarla a cabo.

      Por último, la palabra que leyó Anna Carreras, recién graduada como maestra de educación primaria, durante algunos años monitora voluntaria en espacios de ocio con niños pequeños, interesada por la codocencia o la docencia compartida.

      PÚBLICO. La escuela es un lugar público, el aula es un lugar público. Lo particular se convierte en común, donde cualquier materia, cualquier cosa y cualquier mundo se abren y no son propiedad de nadie, son propiedad de todos, se convierten en “bien común”. Como dicen Simons y Masschelein: “La escuela es una invención que convierte a todo el mundo en estudiante y, en ese sentido, pone a todos en la misma situación inicial. En la escuela, el mundo se hace público.” Es justo lo contrario a la privatización y a la domesticación, que restringen el “carácter democrático, público y renovador” de la escuela. La escuela es un lugar público en el que el maestro pone algo sobre la mesa, pone algo en medio (lo convierte en público) y es desde entonces objeto de estudio para la clase, para todos. La educación es un dispositivo para transmitir mundos y renovarlos. La escuela representa al mundo, a los mundos. Y su tarea tiene que ver con hacer el mundo público y con hacerlo común.

      Pero ese “público” se ve amenazado por las nuevas tendencias a las que nos lleva el mundo globalizado y el capitalismo, esa intención de restringir el carácter público que da sentido a la escuela. El capital mira por y para el capital. La escuela no puede estar al servicio del capitalismo. La mercantilización de la escuela supone la rendición al capital, convirtiendo cada vez más tanto a los alumnos como a los profesores en individuos particulares, guiados por sus propios intereses, personas que solo miran por su bien. En la escuela individualizada y, por tanto, competitiva, esa cuya dimensión pública está perdiéndose, cada uno debe buscar sus talentos, su motivación, sus intereses, sus deseos.

      * * *

      Después de algunas intervenciones sobre las palabras glosadas, la conversación se centró en cómo la existencia de un vocabulario del oficio depende de la existencia de una práctica compartida y de una comunidad que lo hable, y sobre cómo la iniciación en el ejercicio de un oficio supone también la iniciación en una lengua común y compartida. Giró también sobre los gigantescos dispositivos de homogeneización del lenguaje de la educación, sobre todo, sobre la imposición de los lenguajes expertos mundializados, transmitidos verticalmente por profesores, investigadores, expertos y especialistas.

      Y, puesto que el profesor no puede dejar de referirse a libros y de indicar bibliografías (por si acaso alguien decide seguir el hilo), les hablé de las hablas vernáculas ligadas a actividades vernáculas y a comunidades vernáculas, esas a las que se refiere Iván Illich cuando elabora el paso de la lengua aprendida a la lengua enseñada, es decir, el arrasamiento de una lengua que nace, se desarrolla y se aprende en una comunidad y en unas actividades compartidas, y la imposición de una lengua producida y capitalizada que se enseña en instituciones especializadas. Illich dice que:

      O, en otro texto:

      Y aún más:

      Todos sentimos que no solo se nos había desvinculado el trabajo de la vida, sino que se nos había expropiado lo que tal vez alguna vez fue o hubiera podido ser el lenguaje de nuestro oficio; le dimos algunas vueltas a cómo la formación en la investigación que la maestría ofrecía suponía también una cierta colonización de nuestra lengua por los distintos lenguajes especializados (y mundializados) en los que éramos progresivamente introducidos; y pensamos también cómo el dominio de esos lenguajes especializados se utiliza como un evidente privilegio frente a los maestros (“sin formación” y, por tanto, sin el dominio de las jergas legítimas y legitimadas), en tanto que la lengua cotidiana en la que tratan de nombrar lo que hacen y lo que les pasa queda reducida y disminuida al ser entendida como una lengua menor, primitiva, obsoleta y, por tanto, inferiorizada.

      (Con Peter Handke)

      Animado por esas glosas realizadas con la pretensión de que conformaran una cierta fenomenología amorosa de la materialidad de la escuela, decidí hacer yo también mi propio ejercicio y leerlo en el aula. El resultado es este texto sobre el primer día de clase o, más en general, sobre qué significa “comenzar un curso”. El texto estuvo escrito desde la perspectiva del profesor; lo titulé “El primer día de clase”, y decía así:

      El oficio de profesor se ejerce, todavía, en un tiempo cíclico, casi campesino. El tiempo de los que trabajan la tierra se ajusta a ese ciclo natural en el que todo acaba, muere, desaparece, pero también un tiempo en el que todo vuelve, retorna, recomienza. Se siembra, se cuida, se cosecha, se vuelve a sembrar, a cuidar, a cosechar. Después de la cosecha viene el invierno (tiempo de pasividad, de espera, pero también de reparación y de preparación: de las herramientas, de la tierra, de las fuerzas) y después del invierno la primavera vuelve y todo recomienza. Cada temporada es la misma y, a la vez, otra (dependiendo de los caprichos del clima y de las contingencias de la vida). Una mala cosecha es una decepción, a veces una tragedia, pero siempre se pueden esperar “tiempos mejores” y hay que volver a empezar. Una buena cosecha no garantiza que la próxima también lo será.

      Desde el punto de vista del profesor (desde su manera de habitar los ritmos temporales propios de la escuela), un curso comienza y acaba, y otro curso vuelve a comenzar. Un curso a la vez se empieza y se repite. Como dice Peter Handke:

      Un curso es siempre “un curso más” y a la vez “otro curso”. El curso comienza de nuevo, otra vez de nuevo, y ese curso que comienza será a la vez igual y distinto que el curso del año anterior. En relación al curso que comienza, el profesor es a la vez un repetidor y un principiante (y ninguna de esas figuras debería ser privilegiada sobre la otra). En un curso que comienza habrá algo de las rutinas,

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