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de nuestro anterior pensar (…). Lo que hace que la experiencia sea tal es esto: que hay que volver a pensar.

      La experiencia y la necesidad de pensar (no se piensa porque se quiere sino porque algo te hace pensar) como una cierta interrupción de nuestro modo de estar-en-el-mundo, como lo que ocurre cuando se produce un cierto desencaje en nuestros modos habituales, acostumbrados, de estar-en-el-mundo. El oficio como un vaivén entre hacer, experienciar y pensar. El oficio como lo que se hace, como lo que se sabe, pero también como lo que se piensa.

      El quinto motivo, asimismo relacionado con el investigar, tuvo que ver con el decir o escribir la experiencia:

      Si la experiencia busca ser pensada y expresada, la escritura es pasaje, puente, mediación, traducción entre vivir y pensar. Busca dar forma a lo que no está exactamente en ningún sitio sino en el “entre”, en el ir y volver (…). Por eso, escribir es hacer experiencia, no solo relatarla (…). Necesitamos palabras que sean con-sonantes con nuestra experiencia, que resuenen o sintonicen en ella, o bien que hagan que nuestra experiencia pueda ser, pueda suceder, porque nos abren dimensiones de nuestra percepción, de nuestra compresión, para ver otra cosa, para entender de otra manera (íbid, p. 82).

      No se escribe sobre la experiencia sino desde ella. El mundo no es solo algo sobre lo que hablamos, sino algo desde lo que hablamos. Es desde ahí, desde nuestro estar-en-el-mundo, que tenemos algo que aprender, algo que decir, algo que contar, algo que escribir. Además, las palabras no solo representan el mundo, sino que lo abren; no son solo una herramienta, sino un camino o una fuerza. O, aún de otro modo, el lenguaje como el tacto más fino. El oficio está apalabrado; el hacer está inmerso en el decir, en el contar, en el poner lo que se hace y lo que se piensa en palabras, a veces en el escribir. Ejercer un oficio supone también explorar el lenguaje propio del oficio.

      * * *

      Subrayamos, por último, la insistencia en un asunto que nos parece esencial tanto en la educación como en la investigación, la cuestión del tiempo, no solo del tiempo liberado de los imperativos de la eficacia y la productividad, sino también el tiempo indefinido, el tiempo que no cuenta y que no se cuenta, eso que Sennett llama “la lentitud del tiempo artesanal que permite el trabajo de la reflexión y de la imaginación, lo que resulta imposible cuando se sufren presiones para la rápida obtención de resultados”. En esa línea, insistimos en que darse tiempo (mucho tiempo y un tiempo lento, no sometido a plazos ni a prisas) es la condición de posibilidad de una concepción artesana tanto de la investigación como de la docencia. Si la investigación tiene que ver con leer y releer, con pensar y repensar, con hablar y escuchar, con escribir y reescribir, con conversar, se entenderá que no pueda ajustarse a la lógica de los plazos y de los deadlines. Y el dar tiempo es también la operación fundamental que hace la escuela y el gesto básico del profesor.

      Pepe introdujo lo que iba a ser su parte del curso: una especie de taller narrativo, experimental y experiencial, acompañado de algunos textos, para tratar de captar la naturaleza de la experiencia de la investigación (o de la investigación como experiencia). Algo así como un taller de lectura y de escritura destinado a esclarecer la manera en que cada uno se relaciona con el oficio de investigador o, dicho de otro modo, con la investigación entendida como una artesanía. Por mi parte, anuncié mi voluntad de problematizar la naturaleza del oficio de profesor (si es que la docencia aún puede ser practicada como un oficio) y de comenzar poniendo a prueba la vieja y casi impronunciable palabra “vocación”.

      * * *

      Aproveché para hacer una referencia al único lugar del libro de Sennett en que aparece esa palabra, concretamente una sección que se titula “Vocación: un relato de apoyo” y que viene a continuación de una reflexión sobre los distintos significados que tuvo, para el arquitecto Adolf Loos y para el filósofo Ludwig Wittgenstein, el hecho de construir una casa. Para Wittgenstein, dice Sennett, la casa que construyó para su hermana fue una obsesión y un fracaso y, como se sabe, nunca más intentó esa tarea. Para Loos, sin embargo, “cada proyecto de edificio era como un capítulo de su vida”. A partir de ahí, siguiendo a Weber, Sennett se refiere a la vocación como una especie de “narración de sostén” en la que se relacionan “la gradual acumulación de conocimientos y habilidades y la convicción cada vez más firme de tener como destino hacer en la vida precisamente lo que se hace”. Es decir, la sensación de que “la vida tiene sentido”. La vocación, dice Sennett, surge de pequeños esfuerzos disciplinados, sin significación aparente, en los que se “prepara el terreno para la actividad automotivada y sostenida a lo largo de la vida”. Algo cada vez más difícil en una sociedad de empleos flexibles y aleatorios, en la que ya apenas existe “el impulso a hacer un buen trabajo” y en la que se ignora “el deseo de la gente de dar sentido a su vida”.

      Solo para abrir la conversación (o para provocar un poco), comencé a hablar de los adolescentes de hoy (ese tópico), esos que ya entienden la escuela como una obligación, que son incapaces de interesarse por otra cosa que no sean ellos mismos y que suelen decir que están tan ocupados por las tareas escolares y extraescolares que “no les queda vida”. No sé qué deben entender por “vida”, aunque me imagino que se refiere a las cosas que sí les gustan y sí les interesan y que suelen estar relacionadas con el mirarse el ombligo, con esa pasión de nuestra época que algunos han llamado “onfaloscopía”. No pueden entender las ocupaciones como “vida” (como si la vida estuviera después del trabajo y consistiera precisamente en la suspensión de toda obligación y de toda responsabilidad) y lo que llaman “vida” tiene que ver con lo que produce satisfacción, generalmente con actividades de consumo (como si el mundo, el interés por el mundo, ya no significara nada, o como si el mundo fuera una cosa a ser consumida).

      En ese contexto, eso del relato de sostén, del sentido de la vida, del acumular conocimientos y habilidades para hacer las cosas bien, del trabajo automotivado, etc., no puede tener ya ningún sentido. Y los chicos están ya preparados para ser los empleados perfectos del trabajo flexible de nuestros días, ese que exige un sujeto completamente vacío y vaciado, sin espesor y sin cualidades o, como diría Sennett, sin carácter, ese que exige individuos cuya única ambición “vital” sea el consumo.

      Lo que ocurre es que, seguramente, la mayoría de sus padres y la mayoría de sus profesores comparten ese marco mental que supone cosas tan extrañas como que para estudiar hace falta “motivar a los chicos” (incapaces ya de cualquier interés por la cosa misma), que en cualquier cosa que hagan “tienen que ser los protagonistas” y, desde luego, “encontrar alguna satisfacción subjetiva” (como si lo más importante del mundo fueran ellos mismos) y que tienen que recibir algo a cambio de lo que hacen (generalmente un regalo comprado) “porque se lo merecen” (como si ya fueran incapaces de hacer cualquier cosa simplemente porque es su obligación o su responsabilidad).

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