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ni siquiera con una cuestión de talentos o capacidades (se me da bien / no se me da bien) sino también (quizá, sobre todo) con un modo de entender la vida y la responsabilidad con el mundo. De hecho, las personas de otras generaciones no entenderían eso de que la “vida”, en esta época desvitalizada, sea algo separado de las obligaciones, los vínculos, las responsabilidades y, desde luego, de lo que cada uno tiene como su trabajo, sus ocupaciones y sus preocupaciones.

      A partir de ahí la conversación giró sobre la escisión contemporánea (que seguramente viene de muy antiguo) entre el saber-hacer y el saber-vivir o, en otros términos, entre las artes de la subsistencia y las artes de la existencia. Hoy se trata de someter la existencia al consumo y la subsistencia a la producción y, por tanto, de hacer imposible cualquier experiencia tanto de singularidad como de comunidad. Se trata también de la negación del amor a la tarea y de la responsabilidad con el mundo como móviles fundamentales de la acción humana (única posibilidad de que las artes-de-hacer no estén separadas de las artes-de-vivir) y de su sustitución por recompensas o estímulos exteriores, puramente económicos o, a lo sumo, narcisistas (todo eso del “ser reconocido” o del “ser valorado” como recompensas). Se trata, en definitiva, de separar el trabajo de la vida, tanto si la entendemos como vida singular o como vida colectiva.

      Muchos alumnos hablaron de sus experiencias en relación a lo que llamaron “la proletarización de los profesores” (una proletarización disfrazada de “profesionalización” y que se ha convertido ahora en descualificación y en precarización) y de cómo esa proletarización precaria y supuestamente profesionalizada supone también la cancelación de un aprendizaje del oficio digno de ese nombre (en el sentido de que tanto el saber-hacer como el saber-vivir requieren experiencia y, por tanto, un tipo de aprendizaje que no tiene nada que ver con competencias y habilidades) y su sustitución por formas de adiestramiento que no son otra cosa que entrenamientos para la aplicación de protocolos uniformes y de metodologías estandarizadas, desde luego convenientemente evaluadas y jerarquizadas. Y así quedó planteado el asunto.

      (Con David Lapoujade, Peter Handke, Beatriz Serrano, Isabel González, Anna Carreras e Iván Illich)

      Para pensar el oficio de profesor hay que referirse a la escuela, a la materialidad de la escuela. La escuela es para el profesor lo que la panadería para el panadero, la cocina para el cocinero o la zapatería para el zapatero: su taller, su laboratorio (si entendemos por “laboratorio” el lugar de la labor), su oficina (si entendemos por “oficina” el lugar del oficio), su obrador (si entendemos por “obrador” el lugar en el que se obra); el lugar en el que ejerce su oficio y donde están tanto sus materias primas como sus herramientas o sus artefactos de trabajo. De la misma manera que el profesor sostiene a la escuela (hace que la escuela sea escuela), la escuela sostiene al profesor (hace que el profesor sea profesor). Como escribe David Lapoujade:

      Además, de la misma manera que un vocabulario material de la carpintería es constitutivo del oficio de carpintero, un vocabulario material de la escuela configura, en parte, el oficio de profesor. Iniciarse en un oficio es incorporar su vocabulario material, saber llamar a las cosas por su nombre. Reconocemos a un artesano no solo por lo que hace sino también por el modo en que habla de lo que hace. Dar existencia a las cosas del oficio es también nombrarlas, y ejercer cualquier oficio es, de algún modo, apalabrarlo (y apalabrarse en él).

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      Para que la conversación que pretendía para el curso fuera posible, había que sacar a la luz al “profesor que todos llevábamos dentro” y, por consiguiente, al “amor a la escuela” que le subyace. Porque lo que ocurre (lo que suele ocurrir en un curso de maestría) es que ese “profesor que llevamos dentro” y ese “amor a la escuela” suelen estar ocultados y oscurecidos. Primero en los alumnos, porque se sienten ya más investigadores que profesores y porque, en muchos casos, entienden su relación con la escuela desde la crítica y el cambio (cuando no, de una manera más burocrática, desde la evaluación, la gestión y la innovación). Y también en los profesores, en tanto actúan como expertos y especialistas que están exclusivamente preocupados por iniciar a los alumnos en los procedimientos estandarizados de producción, evaluación y mercantilización del conocimiento legítimo en eso que se llama investigación educativa. De hecho, el máster en el que estábamos trabajando se titulaba “Investigación y cambio educativo”.

      La segunda disposición tenía que ver con lo que podríamos llamar una aproximación fenomenológica. La escuela es una institución muy investigada, muy evaluada, muy opinada, muy hablada, pero muy poco mirada. Y lo que yo quería era que intentáramos ver el oficio en su materialidad concreta, en sus gestos específicos, tratando, al menos en primera instancia, de suspender el juicio y de poner entre paréntesis las ideas, las ideologías y los discursos. Por eso, insistí, el trabajo con las películas y con los textos no debería estar normado por el “ver lo que se piensa”, por el proyectar sobre la escuela y sobre el oficio nuestras propias ideas y nuestros propios juicios, lo que ya sabemos y lo que ya pensamos, sino por el “pensar lo que se ve”, es decir, por tratar de ejercitar una mirada atenta y generosa que sea capaz de revelar o de traer a la presencia, sin demasiados implícitos, tanto lo que la escuela es como lo que el profesor hace.

      La tercera disposición estaba relacionada con lo que podríamos llamar una concepción inactual del oficio, es decir, una manera de construir la figura del profesor artesano relativamente separada de los debates (y de los tópicos) del presente. Una figura que hiciera honor a un oficio milenario (y, desde luego, cambiante) en la que pudieran reconocerse tanto los que nos precedieron en el oficio como los que quizá nos seguirán en él.

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