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II de 1972.

      Era como si se hubiera acordado de que se le había olvidado algo.

      —Es demasiado rápido —dijo Jaget—. Si se te olvida algo, te detienes, piensas: «Oh, Dios, tengo que volver a bajar todas las escaleras, ¿de verdad necesito tan desesperadamente lo que sea?», y entonces te das la vuelta.

      Tenía razón. Richard Lewis se detuvo y se volvió tan deprisa como si estuviera en una plaza de armas y le hubieran dado una orden. Mientras bajaba las escaleras tenía una expresión abstraída e intensa, como si estuviera pensando en algo importante.

      —No sé si es glamour —dije—, pero definitivamente es algo. Creo que necesito una segunda opinión.

      Pero yo ya estaba pensando en que era el Sin-rostro.

      * * *

      —Es complicado —dijo Nightingale después de que lo atrajera a la tecnocueva y le mostrara las imágenes—. Es una técnica muy restringida y una estación de metro en plena hora punta es difícilmente el ambiente ideal para practicarla. ¿Tienes algún celuloide que muestre una vista amplia del vestíbulo?

      Me llevó un par de minutos buscar entre los archivos que Jaget me había enviado, sobre todo por el estrafalario sistema que empleaba para catalogarlos. Nightingale soltó un murmullo de asombro por la facilidad y velocidad con la que se podía manipular el «celuloide».

      —¿O eso se llama cinta? —preguntó.

      No le dije que eso se almacenaba como información binaria en discos brillantes que giraban muy deprisa, en parte porque tendría que haber buscado los detalles yo mismo, pero sobre todo porque, para cuando entendiera dicha tecnología, ya la habrían sustituido por otra cosa.

      Se tiró una hora pasando las imágenes del vestíbulo adelante y atrás para ver si localizaba al practicante entre la multitud de pasajeros. El nivel de concentración de Nightingale puede ser aterrador, pero ni siquiera él fue capaz de identificar a algún sospechoso.

      —Podría haber ido caminando dos pasos por detrás de él —dijo Nightingale—. Tampoco es que sepamos qué aspecto tiene.

      Lesley quería saber, después de que la pusiéramos al día, por qué dábamos por hecho que era el Sin-rostro.

      —Podría haber sido una de las novias acuáticas de Peter —dijo—. U otra cosa igual de extraña con la que no nos hayamos topado todavía.

      Señalé que Richard Lewis aparecía en la lista de Pequeños Cocodrilos potenciales, y estuvo de acuerdo en que podría ser una pista y en que debíamos comprobarla.

      —Tienes que ir a su casa y olisquearla —dijo—. Si encuentras algo, entonces sabremos que merece la pena investigar el suicidio.

      —¿Quieres acompañarme? —le pregunté, pero Lesley respondió que, aunque que la perspectiva de una escapada a Swindon resultaba atrayente, era una dicha que tendría que dejar pasar.

      —Tengo que terminar un informe sobre Nolfi el Magnífico —señaló. Habría dos informes: uno para los archivos de La Locura y otra versión depurada para todo Scotland Yard. A Lesley se le daba particularmente bien elaborar el segundo—. Diré que fue un intento de hacer el truco del combustible para mecheros pero con brandi —dijo—. De esa forma, su declaración oficial de que estaba haciendo un truco de magia que salió mal coincidirá con las pruebas.

      Ni que decir tiene que no íbamos a acusarle de nada. En su lugar, conseguiría lo que nos gusta llamar «la charla sobre seguridad» del doctor Walid. Media hora con el buen doctor y sus cerebros rebanados era suficiente para alejar a cualquiera de la magia para siempre.

      De este modo, me subí solo al Asbo y conduje por la M4 hacia el desolado valle del Támesis.

      Llovió durante la mayor parte del trayecto y en la radio amenazaban con inundaciones.

      Richard Lewis había vivido en una casa de campo con un nivel 1 de protección, con el tejado de paja, su propia vía de acceso y lo que parecía, a través de la lluvia, su propio huerto. Era la clase de sitio intensamente pintoresco que compra la gente con fantasías rurales y un cobertizo lleno de dinero. Al contemplarlo, deseé con todas mis fuerzas haberle echado un vistazo a las finanzas del señor Lewis, porque no había forma de que pudiera permitirse un sitio así con lo que ganaba en la junta municipal de Southwark. Me pregunté si habría hecho algo ilegal. A lo mejor se volvió codicioso y le pidió un extra a la persona equivocada.

      O quizá su marido, un tal señor Phillip Orante, había sido rico.

      Aparqué fuera —cerca de un Range Rover Sloane verde, de menos de un año de antigüedad y que, a juzgar por los guardabarros, nunca había circulado fuera del asfalto— y subí ruidosamente por el camino de gravilla mojada hasta la puerta principal. Aunque era primera hora de la tarde, las nubes bajas y la llovizna provocaban que estuviera lo suficientemente oscuro como para que los residentes necesitaran encender las luces del piso de abajo. Ver que había alguien en la casa supuso un alivio, porque había decidido no llamar antes de venir.

      Si puedes evitarlo, no lo haces, porque siempre es mejor plantarse en la puerta de alguien para darle una terrible sorpresa. Por lo general, las cosas fluyen mejor si las personas con las que hablas no han tenido la oportunidad de ensayar sus coartadas, pensar en lo que van a decir, esconder pruebas, enterrar partes de un cuerpo… Esa clase de cosas.

      La puerta principal de roble tenía una cuerda atada a algo que sonó, en el otro extremo, como un cencerro. El techo de paja que sobresalía del porche intentaba tirar gotas de agua por mi espalda, así que me aparté mientras esperaba. Los terrenos alrededor de la casa —pensé que eran demasiado amplios como para considerarlos un jardín— estaban húmedos y silenciosos bajo la suave lluvia. En alguna parte, por allí cerca, olí un rosal mojado.

      Una mujer de mediana edad, con un rostro redondo y moreno, ojos negros y pelo corto y oscuro —diría que filipina— abrió la puerta. Llevaba puesto un delantal blanco de plástico sobre una túnica azul de poliéster y un par de guantes amarillos de fregar. No parecía muy entusiasmada de verme.

      —¿Puedo ayudarle? —Tenía un acento que no reconocí

      Me identifiqué y pedí hablar con el señor Orante.

      —¿Viene por lo del pobre Richard? —preguntó.

      Le respondí que sí y me dijo que a Phillip se le había roto el corazón.

      —Qué lástima —dijo, y me invitó a pasar y me pidió que esperara en el salón mientras iba a buscar a Orante.

      Era decepcionante ver que el interior de la casa de campo estaba amueblado con la habitual insipidez de un diseñador: sillones en color crema, algunos muebles con patas de acero y las paredes pintadas en tonos blancos del gusto de los agentes inmobiliarios. Solo las imágenes de las paredes, copias de fotografías en blanco y negro en su mayoría, tenían algo de personalidad. Estaba examinando un retrato realista de un par de hombres del jazz de Nueva Orleans cuando la mujer con el delantal volvió con Phillip Orante.

      Era un hombre bajito y flaco de treinta y muchos. A pesar de su rostro delgado, sus rasgos se parecían lo suficiente a los de la mujer mayor como para establecer un parentesco. Su madre, pensé, o por lo menos una hermana mayor o una tía. Parecía un poco joven para ser su madre.

      Lo bonito de ser policía, no obstante, es que puedes satisfacer tu curiosidad sin preocuparte por parecer socialmente torpe.

      —¿Son ustedes parientes? —pregunté.

      —Phillip es mi hijo —respondió ella—. Mi hijo mayor.

      —Vino para…, eh…, ayudar, ya sabe —dijo Phillip—. Después.

      Hizo un gesto para que me sentara y yo, automáticamente, esperé hasta que él hubiera elegido el sofá para colocarme en una silla auxiliar y así mantener la ventaja de la altura. Nos pusimos a tratar los temas habituales para iniciar una conversación: yo sentía mucho su pérdida, él sentía que yo

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