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dedicaba a la iglesia o a las leyes. Le pregunté a Nightingale en qué posición de la lista se encontraba la magia.

      —La Locura nunca fue muy popular entre los aristócratas —explicó—. Éramos más burgueses orgullosos que aristócratas. Sería más conveniente pensar en nosotros como unos profesionales, como los médicos o los abogados. Lo común era que un hijo siguiera los pasos de su padre.

      —Pero no una hija, ¿verdad?

      Nightingale se encogió de hombros.

      —Eran otros tiempos —dijo.

      —¿Tú padre era mago? —pregunté.

      —Dios mío, no. Fue mi tío Stanley el que siguió la tradición en esa generación y el que sugirió que yo fuera a Casterbrook.

      —¿No tenía hijos propios?

      —Nunca se casó —explicó Nightingale—. Yo tenía cuatro hermanos y dos hermanas, así que creo que mi padre pensó que podía prescindir de mí. Mi madre siempre decía que yo fui un niño curioso, haciendo demasiadas preguntas en los momentos más inoportunos. Estoy seguro de que se sintieron aliviados de tener a otra persona que adquiriera la responsabilidad de contestarlas.

      Nos pilló a Lesley y a mí intercambiando una mirada.

      —Me sorprende que esto os parezca interesante en lo más mínimo —dijo.

      —Nunca antes nos habías hablado de tu familia —dije.

      —Estoy seguro de que sí —comentó.

      —Para nada —replicó Lesley.

      —Oh —dijo Nightingale, y cambió de tema de inmediato—. Mañana quiero que los dos practiquéis en el campo de tiro por la mañana. Después, por la tarde, toca latín.

      —Mátame ya —dije.

      —¿No deberíamos estar haciendo algo de trabajo policial? —preguntó Lesley.

      Llegó el pudin, un pudin de mermelada, rojo y humeante. Molly nos lo colocó delante con mucha más confianza que con la que nos había ofrecido las piernas de cordero.

      —¿Y todos se hacían su propio bastón? —preguntó Lesley.

      —¿Todos quiénes? —preguntó Nightingale.

      —En los viejos tiempos —dijo, y señaló alrededor del comedor—. ¿Todos los que formaban parte de este sitio?

      —No —respondió Nightingale—. Para empezar, muy pocos necesitábamos uno para el día a día, por así decirlo. Y, para terminar, hacerlos se convirtió en algo parecido a una especialidad. Un grupo de magos de Manchester, venidos de todas partes, que se llamaban a sí mismos los Hijos de Weyland, los hacían por encargo. Por suerte para vosotros, me considero a mí mismo un hombre moderno del Renacimiento, listo para darle la mano a cualquier arte o ciencia.

      Nightingale se había ido a Manchester, donde había aprendido los misterios de los Hijos de Weyland, o al menos las partes de esos misterios que eran apropiados para un caballero. Cuando le pregunté qué había ocurrido con las personas que le habían enseñado, el rostro de Nightingale se ensombreció y supe cuál era la respuesta. Todos, la flor y nata de la hechicería británica, se habían marchado a Ettersberg. Y solo unos pocos habían regresado.

      —¿Aprendió Geoffrey Wheatcroft los misterios de los Weyland? —preguntó Lesley.

      Nightingale la miró, meditabundo.

      —¿En qué estás pensando? —preguntó.

      —Estoy pensando, señor —dijo—, que si Geoffrey Wheatcroft no aprendió a hacer un bastón, entonces no podría haber pasado esos conocimientos a los Pequeños Cocodrilos ni al Hombre Sin-rostro.

      —Sabemos que sus protegidos podían hacer trampas para demonios —dije—. Y cosas peores.

      —Lesley tiene razón —dijo Nightingale—, cualquiera puede hacer una trampa para demonios, siempre y cuando sea un vil espécimen de la peor calaña. Pero había algunos secretos relacionados con la fabricación de los bastones, secretos que seriamente dudo que el viejo Geoffrey llegara a aprender nunca. No estoy seguro de cómo puede ayudarnos eso.

      Yo sí lo estaba.

      —Significa que tenemos algo que el Sin-rostro querrá para sí mismo como un loco —dije.

      —En otras palabras, señor —dijo Lesley—: tenemos un cebo.

      Capítulo 3

      Una entidad subterránea

      Justo antes de Navidad, yo había ayudado en la investigación de un asesinato que tuvo lugar en la estación de metro de Baker Street. Durante dicha investigación me hice amigo del sargento Jaget Kumar, un explorador urbano, espeleólogo experto y la respuesta de la Policía en el Transporte a Mulder y Scully.1 Juntos ayudamos a atrapar al asesino, descubrimos toda una civilización bajo tierra, aunque fuera pequeña, y, por desgracia, destruimos uno de los andenes de Oxford Circus. Durante aquel desbarajuste terminé enterrado bajo tierra medio día y tuve un sueño despierto que todavía me impide dormir. Pero eso, como se suele decir, es para otra sesión de terapia.

      A pesar del hecho de que el servicio había vuelto a la normalidad para finales de enero, yo no era precisamente «Míster Popularidad» en el Servicio de Transportes de Londres, que hace funcionar el metro, ni en la Policía en el Transporte, que tiene que vigilarlo. Y esta puede ser la razón de que, cuando Jaget dijo que tenía cierta información para mí, no nos encontráramos en la sede central de la Policía en el Transporte que hay en Camden Town, sino en una cafetería justo bajando la calle.

      Nos sentamos para tomarnos un café, Jaget desbloqueó su Samsung y buscó unos archivos.

      —Tuvimos esta «entidad subterránea» en Paddington la semana pasada —dijo—. Y aparecía en los primeros puestos de tu lista. —La Locura mantiene una lista de personas potencialmente interesantes: el decreciente número de practicantes que quedaban de la Segunda Guerra Mundial, sospechosos de pertenecer a los Pequeños Cocodrilos y personas que se juntan con las hadas, lo que hace que se dispare un aviso si alguien los busca en la Plataforma Integrada de Información.

      Jaget le dio la vuelta a la tableta para mostrarme la imagen de un hombre blanco de mediana edad con el pelo rubio y escaso y unos labios finos y exangües. A juzgar por su palidez y su mirada cristalina, la imagen era post mortem, de la clase que haces para mostrársela a los parientes y testigos potenciales y no matarlos del susto. Tenía sentido, puesto que una «entidad subterránea» es el argot que utilizan en el metro para referirse a los ciudadanos que se tiran a las vías. Doscientas cuarenta toneladas de locomotora pueden arruinarte el día entero.

      —Richard Lewis —dijo Jaget—. Cuarenta y seis años.

      Le busqué en mi libretita negra; tenía a todos los Pequeños Cocodrilos potenciales anotados por fecha de nacimiento. Jaget sonrió cuando la vio.

      —Es estupendo ver cómo abrazas el potencial de las tecnologías modernas —dijo, pero yo le ignoré. Richard Lewis había asistido a Oxford entre 1985 y 1987, pero no estaba en la lista principal de Pequeños Cocodrilos confirmados, sino que aparecía en una secundaria hecha para aquellos cuyo tutor personal había sido Geoffrey Wheatcroft, antiguo mago oficial y el hombre que había sido tan idiota como para empezar a enseñar magia fuera de la ley. Nightingale no suele maldecir muy a menudo, pero cuando habla de Geoffrey Wheatcroft, notas que quiere hacerlo con todas sus jodidas ganas.

      —¿Esto es solo porque aparece en la lista? —pregunté.

      —Había algo que no encajaba con el suicidio —comentó.

      —¿Le empujaron?

      —Míralo tú mismo —dijo Jaget, y preparó los vídeos de las cámaras de vigilancia en la tableta.

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