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pasado tiempo editando y juntando las imágenes, porque contaban la historia con cierto estilo un poco innecesario. Podrías haberle puesto música, algo triste y alemán, quizás, y habérselo vendido a una galería de arte.

      —¿Cómo de aburrido estabas cuándo hiciste esto? —le pregunté.

      —No todos tenemos una profesión llena de misterio y magia —replicó—. ¿Ves? Sube las escaleras mecánicas hasta arriba pero, antes de llegar a los tornos, se da la vuelta y vuelve a bajar.

      Observé la pantalla mientras Richard Lewis arrastraba los pies pacientemente por el pasillo con el resto de la multitud, bajaba un tramo de escaleras y llegaba al andén. Se deslizó hacia delante hasta quedarse sobre la línea amarilla que marca el borde. Allí se quedó esperando, con la vista al frente, el siguiente metro. Cuando llegaba, Richard Lewis giró la cabeza para ver cómo se aproximaba y entonces, en lo que Jaget llamó el momento precisamente perfecto, saltó delante de él.

      Imagino que habría más imágenes de la colisión pero, por suerte, Jaget no había sentido la necesidad de herirme con ellas.

      —¿De dónde venía? —pregunté.

      —De London Bridge —respondió Jaget—. Trabajaba para la junta municipal de Southwark.

      —¿Por qué viajaría de una estación a otra antes de suicidarse?

      —Oh, eso no es inusual —dijo Jaget—. Hubo una mujer que se detuvo para terminarse sus patatas fritas antes de saltar, y un tío en South Ken se negó a hacerlo mientras hubiera niños delante que pudieran verle. —Jaget describió cómo el hombre, vestido respetablemente con un traje de raya diplomática y con un paraguas en la mano, se había ido poniendo cada vez más nervioso con cada oportunidad perdida. Finalmente, cuando tuvo el andén para él solo, en las imágenes de las cámaras de vigilancia se le vio estirándose los puños y ajustándose la corbata.

      —Como si quisiera dar una buena impresión cuando llegara allí —dijo.

      Dondequiera que fuera «allí».

      Entonces, cuando al siguiente metro le faltaba un minuto para entrar, todo un grupo escolar, recién salido de los museos, bajó al andén. Niños y profesores hostigados de uno al otro extremo.

      —Tendrías que haber visto su cara —dijo Jaget—. Estaba tan frustrado.

      —¿Y consiguió hacerlo al final?

      —Qué va —señaló—. Para entonces, alguien de la sala de control de la estación le había visto y bajó corriendo para intervenir. —Y menos de seis horas después, el hombre del traje de raya diplomática estaba detenido, internado y lo habían enviado a toda velocidad a una unidad psiquiátrica para mantener una charla rápida con el psicólogo de guardia.

      —Me pregunto si lo volvió a intentar.

      —Mientras no lo hiciera en nuestro horario —dijo Jaget.

      —Entonces ¿qué hay de sospechoso en nuestro señor Lewis?

      —La zona desde la que saltó —respondió—. Las entidades subterráneas tienden a ser bastante predecibles al elegir el punto desde el que saltarán hacia el olvido.

      »Si simplemente es un grito de desesperación —explicó—, entonces saltan desde el extremo más alejado del andén, de manera que al metro le dé tiempo a detenerse casi por completo cuando llegue allí. Si van en serio, entonces se dirigen al otro extremo, donde el conductor no tiene oportunidad de reaccionar y el metro va a toda velocidad. Joder, si lo haces desde ahí, ni siquiera tienes que saltar, te asomas y el metro te arranca la cabeza.

      —¿Y si saltan desde el medio?

      —Entonces no están seguros. Es algo gradual: si tienen dudas, van a un extremo y si están seguros, van al otro.

      —El señor Lewis eligió el centro —dije—, así que estaba indeciso.

      —El señor Lewis —dijo Jaget rebobinando las imágenes hasta justo antes del salto— se tiró justo delante de la entrada de los pasajeros. Si un tren hubiera llegado de inmediato, lo entendería, pero tuvo que esperar. Es como si su posición en el andén fuera irrelevante.

      Me encogí de hombros.

      —¿Y?

      —Tu posición nunca es irrelevante —dijo Jaget—. Es la última acción que harás vivo… Mírale. Se limita a mirar una vez el metro para calcular el momento preciso y ¡pum! Se acabó. Mira la confianza que le imprime al salto, no duda en absoluto.

      —Me inclino ante tus elevados conocimientos de los suicidios en las vías —dije—. ¿Qué crees que pudo pasar exactamente?

      Jaget observó su café durante un instante y después preguntó:

      —¿Es posible obligar a la gente a hacer cosas contra su voluntad?

      —¿Te refieres a como en el hipnotismo?

      —Más que hipnotizarlas —dijo—. Como si te lavaran el cerebro durante un segundo.

      Pensé en la primera vez que me encontré con el Hombre Sin-rostro y en la forma tan casual con la que me había ordenado que saltara de una azotea. Yo también lo habría hecho si no hubiera desarrollado una resistencia para esa clase de cosas.

      —Se llama glamour —dije.

      Jaget se me quedó mirando durante un rato, creo que no esperaba que yo fuera a responder que sí.

      —¿Y puedes hacerlo? —preguntó.

      —¡Haz el favor! —exclamé. Ya le había preguntado a Nightingale por el glamour y me había contestado que incluso la variedad más sencilla se realizaba con un hechizo de séptima orden y los resultados no eran demasiado fiables. «Sobre todo cuando piensas que es una tarea de la que es fácil defenderse», había dicho.

      —¿Qué hay de tu jefe?

      —Dice que sabe la teoría pero que nunca ha llegado a hacerlo —contesté—. El doctor Walid cree que altera la química del cerebro, haciéndote extraordinariamente sugestionable, pero solo es una teoría.

      En particular porque el protocolo presuntamente experimental que teníamos el doctor Walid y yo de cargarnos a algunos voluntarios y comprobar la composición química de su sangre antes y después estaba en el extremo de una larga lista de otras cosas que queríamos evaluar. Y eso asumiendo que consiguiéramos la aprobación de Nightingale y del Consejo de Investigación Médica.

      —¿Crees que a nuestro señor Lewis le obligaron a suicidarse? —pregunté—. ¿En qué te basas? ¿En el sitio desde el que saltó?

      —No solo eso —dijo Jaget, y preparó otro MPEG en su tableta—. Mira esto.

      Este vídeo estaba compuesto de los primeros planos de la cabeza y hombros de Richard Lewis, de cuando subía las escaleras mecánicas hasta el vestíbulo. La resolución de las cámaras de vigilancia se había ido optimizando rápidamente y el Metro de Londres, objetivo terrorista desde antes de que se inventara el término, tiene los mejores modelos disponibles. Pero la imagen seguía estando granulada y sufría repentinos cambios de luz que daban a entender que su mejora había sido buena, bonita y barata.

      —¿Qué tengo que buscar? —pregunté.

      —Mira su cara —dijo Jaget. Y eso hice.

      Tenía el rostro normal y corriente de un trabajador que vive en las afueras, cansado, resignado, parpadeando de forma ocasional cuando localizaba algo o a alguien que llamaba su atención. Miró el reloj al menos dos veces mientras subía las escaleras, nervioso por coger el primer tren a Swindon.

      —Vive en las afueras —dijo Jaget, y compartimos un momento de incomprensión mutua ante la inexplicable elección de vida de esa clase de ciudadanos.

      La imagen era lo suficientemente buena como para capturar el momento anterior a su salida por lo alto de la escalera y grabar el

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