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más de 300 años, aunque en ese proceso histórico, su independencia fue en varias oca-siones muy seriamente amenazada: En primer lugar, por los asirios (siglo VIII a.C.), y luego por los medos y los caldeos (siglo VI a.C.). Finalmente, la caída definitiva de Judá llegó en manos de los babilónicos (586 a.C.), y la ciudad de Jerusalén fue destruida y devastada por los ejércitos invasores, y posteriormente saqueada por varias naciones vecinas, entre las que se encontraban Edom y Amón (Ez 25.1-4).

      En torno a la caída del reino de Judá, y las experiencias de la comunidad derrotada, la Biblia presenta algunas descripciones dramáticas (2R 25.1-30; Jer 39.1-7; 52.3-11; 2Cr 36.17-21) y poéticas (p.ej., el libro de las Lamentaciones). Esa experiencia de destrucción, tuvo grandes repercusiones teológicas, espirituales y emocionales en el pueblo y sus líderes políticos y religiosos. Esa fulminante derrota constituía la caída de la nación y la pérdida de las antiguas tierras de Canaán, que se entendían les habían sido dadas por Dios, como parte de las promesas a los antiguos patriarcas y a Moisés.

      En el norte, por su parte, la administración gubernamental no pudo solidificar bien el poder, y el reino sufrió de una continua inestabilidad política y social. Esa fragilidad nacional provenía tanto por razones administrativas y conflictos internos, como también por razones externas: Las potencias del norte estaban en el proceso de recuperar el poder internacional que habían perdido, y amenazaban continuamente el futuro del frágil reino de Israel. Y como lamentablemente los esfuerzos por instaurar una dinastía estable y duradera fracasaron, a menudo en formas repentinas y violentas (Os 8.4), la inestabilidad política no solo se mantuvo sino que aumentó con los años. Esas dinámicas internas en el reino del Norte, hicieron difícil la instalación de una administración gubernamental estable, que llegara a ser económicamente viable, y políticamente sostenible.

      La caída y destrucción total del reino de Israel se produjo de forma gradual. En primer lugar, los asirios impusieron un tributo alto, oneroso e impagable (2R 15.19-20); posteriormente, siguieron con la toma de varias comunidades y con la reducción de las fronteras; para finalmente llegar y conquistar a Samaria, y llevar al exilio a un sector importante de la población, e instalar en el reino un gobierno extranjero títere, una administración local que era fiel a Asiria.

      La derrota y destrucción de Judá dejó la nación devastada, pero quedaron personas que se encargaron de proseguir sus vidas en Jerusalén y en el resto del país. En Babilonia, por su parte, las políticas oficiales hacia los deportados permitían la reunión y formación de familias, el vivir en comunidades (p.ej., en Tel Aviv, a las orillas del río Quebar; véase Ez 3.15), la construcción de viviendas, el cultivo de huertos (p.ej., Jer 29.5-7), y el derecho a consultar a sus líderes, jefes y ancianos en momentos determinados (Ez 20.1-44). De esa forma, tanto los judíos que habían quedado en Palestina como los que habían sido deportados a Babilonia, comenzaron a reconstruir sus vidas, paulatinamente, en medio de las nuevas realidades políticas, económicas, religiosas y sociales que experimentaban.

      En ese nuevo contexto y vivencias, la experiencia religiosa judía cobró un protagonismo inusitado. En medio de un entorno explícitamente politeísta, el pueblo judío exiliado debió actualizar sus prácticas religiosas y teologías, para responder de forma efectiva y creativa a los nuevos desafíos espirituales. Y en ese contexto de extraordinario desafíos culturales y teológicos, es que surge la sinagoga como espacio sagrado para la oración, la enseñanza de la Ley y la reflexión espiritual, pues el templo estaba destruido, y a la distancia.

      La Torá, que ya gozaba desde tiempos preexílicos de prestigio y autoridad en Judá y Jerusalén, fue reconocida y apreciada con el tiempo como documento fundamental para la vida del pueblo, y los libros proféticos se revisaban y comentaban a la luz de la realidad de la deportación. Los Salmos, y otra literatura que posteriormente se incluyó en las Escrituras, comenzaron a leerse con los nuevos ojos exílicos (p.ej., Sal 137), y cobraron dimensión nueva.

      De esa forma dramática, la estadía en Babilonia desafió la inteligencia y la creatividad judía, y el destierro se convirtió en espacio de gran creatividad literaria e importante actividad intelectual y espiritual. En medio de todas esas dinámicas complejas que afectaban los diversos niveles y expresiones de la vida, un grupo de sacerdotes se dedicó a reunir y preservar el patrimonio intelectual y espiritual del pueblo exiliado. Y entre ese grupo de líderes, que entendieron la importancia de la preservación histórica de las memorias, se encuentra el joven Ezequiel, que además de sacerdote, era profeta y poeta (Ez 1.1-3; 2.1-5).

      Mientras un sector importante de los deportados soñaba con regresar algún día a Jerusalén y Judá, y hacían planes específicos para el retorno (Is 47.1-3); otro grupo, sin embargo, de forma paulatina, se acostumbró al exilio y, aunque añoraba filosóficamente un eventual regreso a su país de origen, para todo efecto práctico, se preparó para quedarse en Babilonia. La verdad fue que, en efecto, las esperanzas de un pronto regreso a Jerusalén y Judá fueron decayendo con el tiempo, pues el exilio se prolongó por varias décadas (c. 586-539 a.C.).

      Como rey de Anshán, Ciro había demostrado su capacidad administrativa, su poder militar, sus virtudes diplomáticas y su política hacia los pueblos conquistados. Esas características hicieron del nuevo líder persa una figura ideal para actuar a favor de las comunidades exiliadas, particularmente las israelitas. En su carrera política y militar, fundó el imperio medo-persa, con su capital en Ecbataná (553 a.C.); posteriormente conquistó casi todo el Asia Menor (c. 546 a.C.); y entró de forma imponente a Babilonia (539 a.C.). Ese imperio dominó la política del Creciente Fértil por casi doscientos años.

      La política oficial del nuevo imperio persa en torno a los pueblos conquistados era de apertura, comprensión y respeto. Y esas políticas administrativas del imperio, redundaron en beneficio directo de las comunidades exiliadas israelitas en Babilonia. Ciro les permitió conservar sus tradiciones y mantener sus costumbres religiosas, que para los deportados de Jerusalén era visto como una nueva intervención de Dios a favor del pueblo en cautiverio. Inclusive, Ciro decretó, de acuerdo con el testimonio de las Escrituras, un particular edicto que les permitía a los deportados de Judá regresar a sus ciudades de origen.

      Del famoso Edicto de Ciro, la Biblia incluye dos versiones (Esd 1.2-4; y Esd 6.3-12). Esencialmente, el decreto real indicaba, no solo que se permitía a los exiliados el retorno seguro a Judá y Jerusalén, sino que les devolvió los tesoros que Nabucodonosor había tomado del templo de Jerusalén. Además, de acuerdo con el Edicto, se aprobó un apoyo gubernamental adicional para ayudar en los procesos de repatriación y reconstrucción.

      El retorno a las tierras de Canaán debió haber sido lento, paulatino, doloroso, complicado… Según el testimonio escritural, el primer grupo llegó bajo el liderato de un tal Sesbasar (Esd 1.11), de quien no tenemos mucha información. Al tiempo, comenzó el proceso de reconstrucción del templo, que llegó a su término por el año c. 515 a.C. Y para apoyar administrativa y religiosamente el proceso de reconstrucción, el imperio persa envió

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