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en pleno proceso de asentarse en la región, habían comenzado una serie importante de cambios políticos en el resto del Oriente Medio. Las grandes potencias de Egipto y Babilonia comenzaban a ceder sus poderes a nuevos pueblos que intentaban sustituirlos en la implantación de políticas internacionales. Esos cambios y transiciones de poder, en el contexto mayor de la Creciente Fértil, permitió a los pueblos más pequeños, como los de Canaán, desarrollar sus propias iniciativas y adquirir cierta independencia económica, política y militar.

      De esos cambios internacionales, que dejaron un cierto vacío político en Canaán, se beneficiaron los recién llegados grupos de israelitas. Desde la perspectiva de la profesión religiosa, los pueblos cananeos tenían un panteón bastante desarrollado, que incluía una serie importantes de celebraciones y reconocimientos en honor al dios Baal y a las diosas Aserá y Astarté. Además, tenían un panorama complejo de divinidades menores, que primordialmente se relacionaban con la fertilidad. En esencia, las religiones cananeras eran agrarias que adoraban a Baal como dios principal y señor de la tierra.

      Y en ese contexto de independencia parcial de los grupos, ahora separados por regiones y tribus, en ocasiones se levantaban líderes para unirlos y enfrentar dificultades sociopolíticas y económicas, y desafíos en común. Esos líderes son conocidos como «jueces» o «caudillos» (Jue 2.18), aunque su finalidad no estaba cautiva necesariamente en las tareas de interpretación y aplicación de las leyes. Un buen ejemplo de los poemas y las épicas que celebran los triunfos de estas uniones militares estratégicas entre las tribus, es el singular Cántico de Débora (Jue 5), que afirma y disfruta la victoria definitiva de los grupos israelitas sobre las antiguas milicias cananeas.

      Pero mientras los israelitas se consolidaban en Canaán, y las potencias internacionales de Egipto y Babilonia estaban en pleno proceso de decadencia política y militar, llegaron a las costas, provenientes de Creta y otros lugares del Mediterráneo y del sur de Turquía, unos grupos conocidos como «los pueblos del mar», que por algunas transformaciones lingüísticas fueron conocidos posteriormente como, los filisteos. Con el tiempo, fueron estos filisteos los que representaron las mayores dificultades y constituyeron las amenazas más importantes y significativas a los diversos grupos israelitas.

      Aunque los filisteos trataron de conquistar infructuosamente a Egipto, lograron llegar y asentarse en Canaán. Se apoderaron, en primer lugar, de las llanuras costeras (c. 1175 a.C.), y fundaron posteriormente en cinco importantes ciudades: Asdod, Gaza, Ascalón, Gat y Ecrón (1S 6.17). Y desde esas ciudades llevaban a efecto incursiones militares en las zonas montañosas de Canaán, que les fueron ganando con el tiempo el reconocimiento y el respeto regional.

      Posiblemente el fundamento del éxito filisteo estaba relacionado con sus trabajos con el hierro, que les permitía la fabricación de equipo agrícola resistente y el desarrollo de armas de guerra poderosas (1S 13.19-22). Estos filisteos constituyeron una de las razones más importantes para que los israelitas pasaran de una administración local de caudillos al desarrollo de una monarquía.

      Luego de superar las resistencias internas de grupos opuestos al gobierno central (1S 8), y bajo el poderoso liderato de Samuel, que fue el último caudillo, se estableció finalmente la monarquía en Israel. Fue Samuel mismo quien ungió al primer rey, Saúl, e inició formalmente un proyecto de monarquía (c. 1040 a.C.), aunque en ocasiones accidentado, que llegó hasta el período del exilio y la deportación de los israelitas a Babilonia (c. 586 a.C.).

      El rey Saúl comenzó su administración tras una gran victoria militar (1S 11); sin embargo, nunca pudo reducir definitivamente y triunfar sobre las fuerzas filisteas. Y fue precisamente en medio de una de esas batallas cruentas contra los filisteos en Guilboa, que murió Saúl, el primer rey de Israel, y también perecieron tres de sus hijos (1S 31.1-6).

      David fue entonces proclamado rey en la histórica ciudad de Hebrón (2 S 2.4), para sustituir a Saúl, después de algunas luchas internas e intrigas por el poder. Y aunque su reinado comenzó de forma modesta, solo con algunas tribus del sur, su poder fue extendiéndose de forma gradual al norte, de acuerdo con las narraciones bíblicas. Tras ser reconocido como líder máximo entre todas las tribus de Israel, las unificó, al establecer su trono y centro de poder político y religioso en Jerusalén, que era una ciudad neutral y de gran prestigio, con la cual se podían relacionar libremente tanto las tribus del norte como las del sur.

      Bajo el liderato de David, el gobierno central se estabilizó y expandió; además, se unieron al nuevo gobierno central ciudades cananeas previamente no conquistadas, y también se sometieron varios pueblos y ciudades vecinas, ante el aparato militar de David, que ya había demostrado ser buen militar, y también buen administrador y político. Y entre sus victorias significativas, está el triunfo sobre los filisteos, que le permitió, con la pacificación regional, expandir su reino y prepararlo para los nuevos proyectos de construcción y los programas culturales de su sucesor. Los relatos de los libros de Samuel y Reyes ponen de manifiesto estas hazañas de David, que se magnifican en los libros de las Crónicas.

      Antes de morir, y en medio de intrigas, dificultades y conflictos, para iniciar su dinastía, David nombró a uno de sus hijos, Salomón, como su sucesor, que con el tiempo, y por sus ejecutorias políticas y diplomáticas, adquirió fama de sabio y prudente (1R 5—10). Durante la administración de Salomón, el reino de Israel llegó a su punto máximo esplendor y extensión, de acuerdo con el testimonio bíblico. De particular importancia en este período fueron las grandes construcciones y edificaciones, entre las que se encuentran las instalaciones del palacio real y el templo de Jerusalén.

      A la muerte de Salomón, y con la llegada al poder de su hijo, Roboán (1R 12.1-24), resurgieron las antiguas rivalidades, conflictos y contiendas entre las tribus del norte y las del sur. Al carecer de la sensatez administrativa, el buen juicio, y la madurez personal de sus predecesores, y en medio de continuas rebeliones, insurrecciones y rechazos, el nuevo rey presenció cómo la monarquía unificada fue finalmente sucumbiendo, dando paso a los reinos del norte, con su capital en Samaria (1R 16.24), y del sur, con su sede en Jerusalén. Roboán se mantuvo como rey de las tribus del sur, Judá; y un funcionario de la corte de Salomón, Jeroboán, fue proclamado rey en el norte, Israel.

      Los reinos del norte y del sur prosiguieron sus historias de forma paralela, aunque para los profetas de Israel, paladines de la afirmación, el compromiso y la lealtad al pacto o alianza de Dios con su pueblo, esa división nunca fue aceptada ni apreciada. El desarrollo político y social interno de los pue-blos dependió, en esta época, no solo de

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