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y propuesta de Carlos Marx, quien, para acabar con la injusticia social, propone la lucha de clases para derrocar al capitalismo y salir al encuentro de las masas trabajadoras.

      Marx ve a la Iglesia como aliada de los capitalistas; de allí su afirmación “la religión es el opio del pueblo”.

      A comienzos del siglo XX, Lenin y luego Stalin serán quienes llevarán a cabo la revolución del pueblo instaurando en Rusia el poder bolchevique.

      El marxismo adopta con fuerza un “ateísmo militante”, que busca acabar con toda influencia que provenga de la Iglesia, porque se la ve como aliada de los capitalistas y de aquellos que, por el poder y el dinero, abusan del proletariado.

      Esta etapa histórica y la expansión del marxismo en su acepción política y económica, después de una exitosa propagación, llegan a su fin en las postrimerías del siglo XX.

      Tras la caída del imperio marxista, esta mentalidad se expresa no ya en un ateísmo militante, sino en una ausencia de Dios quien ya no es importante. Si alguien quiere creer, puede hacerlo, pero su fe no cambia el mundo. Este es modificado por la ciencia y tecnología, la política, las comunicaciones, el dinero, la fuerza de las armas, las dictaduras de derecha o de izquierda.

      El proceso de la “huida de la Casa del Padre” continúa con fuerza. Se llega así a una ausencia práctica del Dios vivo en la sociedad; a una indiferencia frente a Dios: si alguien quiere creer, puede hacerlo, pero para la sociedad, “los negocios son los negocios”.

      En este mundo que ha relegado al Dios revelado por Cristo a un rincón, reina ampliamente el relativismo, los poderes fácticos, la anarquía o las dictaduras. Todo, de una u otra forma, va guiado por la consigna de “libertad, igualdad y fraternidad” donde la Iglesia, como institución, es cada vez menos importante.

      En este panorama, como afirmamos, se desterró al Dios vivo: sin embargo, no se pudo acallar el instinto de trascendencia que tiene el hombre. Así, progresivamente se hicieron cada vez más presentes creencias de toda índole, muchas de ellas orientales, que cultivaban espiritualidades y métodos de meditación, para encontrarse consigo mismo y sumergirse en un dios como una fuerza impersonal o panteísta. Todas esas “religiones” carecen de un dios personal y su espiritualidad no transcendía al ámbito público.

      Al cortar el cordón umbilical con el Dios revelado por Cristo Jesús, se dio amplia cabida al relativismo que no reconoce una ley natural que el Dios creador haya impreso en la creación.

      De este modo, el pensamiento, la ciencia, la técnica, la política, la cultura en general, se fueron desarrollando en medio de un mundo cada vez más lejano al Dios revelado. Se absolutizaba al hombre, y al Dios de Cristo Jesús se le ignoraba o se le recluía en la sacristía. Con ello se había roto toda posible armonía entre lo natural y lo sobrenatural, entre el mundo y Dios.

      La ausencia de Dios creador y redentor trae graves consecuencias para el hombre y la sociedad. Lo que hoy día vivimos, por ejemplo, en relación al individuo, a la masificación, a la ideología de género, a la desintegración de la familia, la violencia, etc., en definitiva, tienen su origen en este corte del cordón umbilical que une a la criatura con el Dios creador y redentor. Cada persona o cada agrupación decide lo que es o no es, lo que hay que hacer o no hacer. Para algunos existen ciertos valores que son negados por otros y así sucesivamente.

      ¿Quién determina entonces lo que se debe hacer o no hacer? Las respuestas son muy variadas; puede ser el poder económico, el poder político, los medios de comunicación, el terrorismo u otros medios. Para las democracias resulta difícil gobernar: otros prefieren recurrir al poder dictatorial.

      2.2. La reacción de la Iglesia ante los cambios culturales

      Ciertamente, a pesar del distanciamiento de los hombres con el Dios revelado, la Iglesia no desaparece del mapa, pero, como poco a poco había perdido el antiguo protagonismo ejercido en Occidente, como testigo de la nueva realidad cultural, es llevada a replantearse su modo de intervención en la sociedad.

      La Revolución Francesa, que instauró las democracias, y el cambio social producido por la revolución industrial generaron una realidad que llevó a la Iglesia a enfrentar, cada vez más, los problemas temporales, producto de la injusticia social que había adquirido grandes dimensiones.

      En la Iglesia, la relación de Dios con el mundo, la armonía entre la entrega a Dios y la responsabilidad por las realidades temporales progresivamente se irán esclareciendo.

      Tener en cuenta este proceso nos ayuda aún más a comprender el aporte que trae el P. Kentenich en este sentido.

      El marxismo había pasado a ser el promotor de la lucha por los derechos de los trabajadores y de las masas proletarias.

      Progresivamente, en el campo católico, surgen iniciativas que exigen ir más allá de la caridad y las obras de beneficencia. Se destaca, en este sentido, lo realizado en Alemania por el obispo de München, monseñor Wilhelm Emmanuel von Ketteler, y su conocida obra “La cuestión obrera y el cristianismo” (1864), junto con el surgimiento de partidos políticos de inspiración cristiana.

      Por otra parte, ya el papa Pio IX, quien se había preocupado por las repercusiones del liberalismo en el campo político y doctrinal, no ignoró la preocupación que cabía a la Iglesia en la dimensión social. Recuérdese que en su encíclica Quanta Cura (1864), condenó tanto el socialismo como el liberalismo económico, entregando un primer esbozo de las enseñanzas que el papa León XIII desarrollaría posteriormente en su famosa encíclica Rerum Novarum.

      Con el papa León XIII se establecen las bases de la doctrina social de la Iglesia. Se condena el carácter materialista del liberalismo económico, que excluye el aspecto moral de las relaciones entre capital y trabajo. El Santo Padre señala, como horizonte social, la dignidad de la persona humana y los derechos de los trabajadores, en el ámbito de una real justicia social.

      Sucede a León XIII el Papa Pío X, quien enfrenta la problemática cultural centrándose más bien en la doctrina, ante los ataques que provenían del pensamiento liberal racionalista y de la ciencia.

      El papa Pío X aborda esta realidad y promulga, en 1917, una carta pastoral denominada Pascendi Dominici Gregis. En ella condena el modernismo ideológico y establece una serie de principios relativos a la evolución dogmática católica.

      Instituyó comisiones para limpiar el clero de las doctrinas contrarias a la fe católica y evitar la propagación del modernismo.

      De esta forma, fue obligatorio hacer un juramento antimodernista por parte de todos los obispos católicos, sacerdotes y maestros, para obligarlos a manifestar en términos claros la fe que profesaban. Este juramento se mantuvo en vigor hasta que fue abolido por Pablo VI, en 1967.

      El papa Pío XI retoma y profundiza las enseñanzas de León XIII. La preocupación y la lucha por un orden cristiano de la sociedad cobran cada vez más vigor.

      El mismo Papa fortalece la “Acción Católica” que, más tarde, Pío XII apoyará fuertemente. Retoma, confirma y complementa la doctrina expuesta por León XIII. En su encíclica Quadragesimo Anno, afirma:

      Así, pues, venerables hermanos, las presentes circunstancias marcan claramente el camino que se ha de seguir. Nos toca ahora, como ha ocurrido más de una vez en la historia de la Iglesia, enfrentarnos con un mundo que ha recaído en gran parte en el paganismo.1

      En definitiva, la problemática social llevó a la Iglesia, laicos y consagrados, pensadores y políticos, a considerar con una nueva mirada la vida del cristiano.

      Los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y luego Pablo VI confluirán en el Concilio Vaticano II, a mediados del siglo XX. El Concilio mostrará, con gran claridad, la armonía que tiene que existir entre fe y cultura, Iglesia y mundo y la responsabilidad que cabe, especialmente a los laicos, en la transformación del orden temporal.

      2.3. Surgimiento de una nueva espiritualidad

      En este contexto, durante la primera mitad del siglo XX, surgió, al interior de la Iglesia, la necesidad de una espiritualidad que promoviese la santidad

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