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una regla para sus monjes, que sirvió de base y de inspiración para los monasterios y comunidades religiosas.

      La espiritualidad monacal se consolida en la Iglesia, en los monasterios y comunidades religiosas. Se denominó espiritualidad de la “fuga mundi”, de la huida del mundo.

      Quienes querían poner en el centro de su vida a Dios, estaban llamados a apartarse del mundo, para entregarse por entero a Dios, según el lema “ora et labora”, (ora y trabaja), viviendo en pobreza, obediencia y castidad. Quienes vivían así, pertenecían al “estado de perfección” en la Iglesia.

      A fines de la Edad Media surge una corriente espiritual denominada “devotio moderna”, cuyos portadores iniciales fueron las Hermanas y los Hermanos de la Vida Común. La devoción moderna adquiere gran popularidad mediante un libro de espiritualidad denominado La Imitación de Cristo, escrito por Tomás de Kempis (1380-1471), que llegó a ser, en los siglos siguientes, el libro más divulgado después de la Biblia. Esta corriente influyó grandemente en la vida de la Iglesia: buscaba ofrecer medios concretos de crecimiento espiritual y fomentar la imitación de Cristo.

      La Imitación de Cristo fue considerado un manual de espiritualidad no solo para quienes habían elegido la vida religiosa consagrada, sino también para los laicos, prácticamente hasta la primera mitad del siglo XX.

      Sus principios y consejos se divulgaron en el Pueblo de Dios como también las prácticas religiosas afines con la espiritualidad de la “huida del mundo”.

      La acentuación del Dios vivo y de la vida eterna, es decir, la importancia y centralidad de la “Causa Primera”-usando el lenguaje que el P. Kentenich asumió de santo Tomás-, destacando también las heridas de la naturaleza causadas por el pecado original y los pecados personales, inspiró, durante siglos, la vida de la Iglesia e hizo surgir innumerables santos.

      En el ámbito de esta acentuación, se da una gran gama de concreciones, todas ellas dentro de un marco ortodoxo.

      Es interesante mencionar, en este contexto, a Lutero, monje agustino que encabezó la Reforma que terminó dividiendo a la Iglesia hasta nuestros días.

      Lutero lleva la acentuación agustiniana a un extremo heterodoxo, alejándose así de la doctrina católica. Su visión ejerce una gran influencia en el ámbito cultural de Occidente, lo cual también se hace sentir en el ámbito católico.

      Lutero afirmaba que la naturaleza humana está corrompida; que es como un montón de mugre encima del cual cae la nieve -la gracia-, cubriéndolo todo: Dios, gratuitamente, perdona al hombre su pecado, pero la gracia no lo transforma interiormente.

      El pesimismo respecto a la naturaleza herida por el pecado lleva a Lutero a no poder concebir que el hombre pueda merecer y cooperar activamente en la redención. Él sigue siendo un pecador, solo que Dios no le imputa su pecado. La Palabra de Dios y la fe pasan a ser su única fuente de vida.

      Esta posición lleva a Lutero a negar toda interacción entre Dios y los hombres. Niega así el sacerdocio, los sacramentos, entre ellos especialmente la eucaristía; la función de María en la redención, el Papado, la Iglesia institucional, etc. Dios es, como se llegó a afirmar posteriormente, “el enteramente diverso” al hombre. Por eso, a este último no se le ve como imagen ni camino para conocer y amar a Dios.

      De esta forma, Lutero y la Reforma impulsada por él, llevan a un extremo heterodoxo lo que san Agustín había acentuado, pero nunca absolutizado.

      Se debe mencionar también la influencia que ejerció entre los católicos, especialmente en los siglos XVIII y XIX, el jansenismo, corriente cercana al calvinismo por su doctrina de la gracia y de la predestinación. El jansenismo, como un movimiento puritano, enfatiza el pecado original, marcando un acentuado moralismo rigorista.

      Más allá de estas tendencias, que se sitúan claramente fuera de la doctrina cristiana, la acentuación agustiniana desequilibraba la relación entre naturaleza y gracia, sin considerar que la naturaleza, si bien está herida, no por ello está corrompida.

      El P. Kentenich, apoyándose en la doctrina de la armonía de la naturaleza y la gracia, enseñada por santo Tomás de Aquino, -doctrina que explicaremos más adelante- aporta una espiritualidad en que es posible la santidad en medio del mundo. Y afirma que el Dios que nos creó, es el mismo que nos redime y regala la sanación a nuestra naturaleza herida por el pecado.

      Tener esto presente nos permite comprender mejor y cabalmente el aporte kentenijiano, que significa un gran cambio de acentuación en la vida espiritual y en la pedagogía pastoral

      2.1. Una época marcadamente antropocéntrica

      Tratamos de comprender a cabalidad la afirmación que el P. Kentenich hiciera en 1929: “a la sombra del santuario se codecidirán esencialmente los destinos de la Iglesia y del mundo”.

      Afirmamos que podemos comprender esta sentencia en su profundidad y amplitud en la medida en que tengamos presente la acentuación kentenijiana, que trae un nuevo tipo de espiritualidad, diverso al que reinaba durante siglos al interior de la Iglesia.

      Por otra parte, comprendemos esa afirmación del fundador de Schoenstatt teniendo en cuenta el extraordinario cambio cultural que se inició el siglo XIV y marcó el Renacimiento (siglo XV-XVI), período en que se producen: el fin de la época feudal y el fortalecimiento de la autoridad real en Europa, el fuerte avance del islam, el desarrollo sistemático de nuevas técnicas de navegación, los descubrimientos geográficos, la conquista de América y las colonizaciones en África, India y Asia.

      Esa época de cambios anuncia el proceso del paso de una era teocéntrica, (centrada en Dios), a una era antropocéntrica, (centrada en el hombre). El Renacimiento abre la puerta al humanismo, a la importancia y al valor de todo lo humano, para desembocar en la Ilustración del siglo XVII y el Racionalismo del siglo XVIII.

      En el ámbito del pensamiento, el filósofo René Descartes (1596 -1650) marca un hito en este proceso, fomentando el pensar racionalista, liberal, positivista y laicista, desligado de la fe. Es el reinado de la “diosa razón”, que no necesita ser normado ni avalado por la religión.

      Estas corrientes de pensamiento empiezan a desarrollar una nueva mentalidad: el laicismo y el racionalismo, los cuales van tomando diversas formas, tales como la masonería y otras ideologías.

      La Revolución Francesa, (siglo XVIII), proclama la consigna: “libertad, igualdad y fraternidad”, decapitando al rey, real y simbólicamente, e instaurando la democracia, fundamento de las repúblicas en Europa y América.

      Por otra parte, al alero de este pensar, se genera, cada vez con mayor fuerza, el progreso científico y muy especialmente el extraordinario progreso técnico, marcado, hacia fines del siglo XVIII, por el invento de la máquina a vapor, primer gran paso que dará impulso a la Revolución Industrial, que florecerá en el siglo XIX.

      De este modo, con el paso del tiempo, la espiritualidad centrada en el más allá se ve enfrentada a un mundo que empodera cada vez más al hombre, afirmando su autonomía y la toma de conciencia de su poder. Así va desapareciendo la cristiandad e instaurándose una cultura que desplaza al Dios vivo y a la Iglesia.

      El mundo del progreso científico y luego el extraordinario desarrollo generado por la Revolución Industrial, sucederán, en gran parte, sin que los católicos, especialmente los laicos, estén presentes.

      Se produce así un cambio de eje: el hombre, lo humano, la tierra, lo que pasa aquí, comienzan a ser más y más importantes, generando lo que el P. Kentenich denomina el “progresivo abandono de la Casa del Padre”.

      Por otra parte, el desarrollo tecnológico e industrial ya descrito va acompañado del surgimiento del proletariado, que genera una realidad laboral y socio-cultural marcada por un desequilibrio entre los trabajadores de las industrias y los empresarios, dueños del dinero y el poder.

      Estos hechos trajeron consigo enormes injusticias sociales, las cuales, en un primer momento, no suscitan una clara respuesta por parte de la Iglesia.

      En

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