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en la ventana. El fuego la iluminaba de forma grotesca y la hacía parecer muy ancha y repugnante, como si no tuviera bordes. Unos ojos dorados brillaban en la luz parpadeante. Y delante de la ventana…

      —¿Oskar? —susurró.

      La cara del desconocido desapareció y Oskar se volvió desde donde estaba mirando. Mila salió de la cama y se acercó a él, descalza y encogida al pisar las partes frías del suelo donde ya casi no quedaban juncos. Se detuvo a poca distancia de su hermano. Parecía que habían pasado años desde el abrazo. Ahora la distancia crecía entre ellos. Estaba muy pálido y tenía los ojos completamente abiertos y vidriosos.

      —Oskar, ¿qué hacías?

      —Los observaba —dijo en voz baja y seca.

      —¿Qué hacen?

      —Nada.

      Mila se estiró para mirar por encima del hombro.

      —Estabas hablando con ellos.

      —No, qué va.

      Se movió para impedirle ver. Tenía un poco de sudor en el labio superior. Parecía febril.

      —¿Quieres un poco de caldo? ¿Despierto a Sanna?

      —No —dijo, sin apenas contener la ira—. Vuelve a la cama.

      Mila levantó la barbilla y lo miró con los ojos entrecerrados.

      —¿Qué pasa?

      Una sombra, como una anguila que parpadea bajo la superficie de un lago, atravesó la cara de su hermano. De repente, parecía más viejo. No era él mismo.

      Mila levantó la mano para tocar el extraño bulto de la mejilla de Oskar, pero él la agarró por la muñeca con fuerza y hundió los dedos fríos en su cálida piel. Jadeó y lloró cuando sintió dolor. Él se le acercó.

      —Vuelve a la cama, Mila.

      Un pinchazo en la sien se sumó al dolor de la muñeca cuando la soltó. Con la respiración agitada, hizo lo que le ordenó, se volvió a meter entre sus hermanas y se tapó la cabeza con las mantas para intentar calmarse. Una manita sujetó la suya y se percató de que Pípa también estaba despierta. Removió las mantas hasta que se encontró con los ojos brillantes de la pequeña en la oscuridad.

      —¿Qué le pasa a Oskar? —susurró Pípa.

      Como respuesta, se llevó un dedo a los labios. No quería que ni su hermano ni el desconocido las oyeran.

      4. Se ha ido

      ¡Arriba!

      Alguien le apartó de golpe las pieles a Mila. Gritó y levantó los puños para protegerse, pero tan solo era Sanna.

      —Venga, Mila, levanta.

      La luz tenía el tono gris pálido de las mañanas, y su hermana mayor llevaba la ropa de trabajo, el broche de Geir sobre el corazón y el pelo negro recogido en un moño tirante. Entrecerró los ojos y tensó la mandíbula, irritada.

      —¿Qué…? —intentó preguntar Pípa, todavía aferrada a la mano de Mila.

      —Los hombres se han ido —dijo Sanna con brusquedad.

      —Qué bien —respondió Mila, temblando, mientras trataba de taparse con las mantas.

      Sanna soltó una risa amarga.

      —Nuestro hermano también.

      Mila sintió una punzada de terror en el pecho.

      —¿Oskar se ha ido? —chilló Pípa.

      Mila se frotó los ojos para espabilarse más deprisa.

      —A lo mejor los ha seguido hasta la frontera de Stavgar para asegurarse de que se marchaban. O ha ido al árbol corazón…

      Sanna la miró fijamente.

      —¿Por qué iba a ir allí?

      —El hombre —balbució Mila, dudosa—. Ayer nos preguntó por nuestro padre y me hizo pensar en él. A lo mejor le ha pasado lo mismo a Oskar y por eso ha ido hasta allí.

      —Nos dijo que no fuéramos nunca —advirtió Pípa, muy seria.

      —Ya sabes cómo es, no escucha los consejos de nadie, ni siquiera los suyos —comentó Mila—. A lo mejor ha salido temprano a comprobar las trampas.

      Sanna puso los ojos en blanco y el dolor que Mila sentía en el pecho se convirtió en fastidio. ¿Por qué su hermana no estaba más preocupada?

      —¿Deberíamos ir a comprobarlo? —preguntó mientras corría hacia el fuego, donde colgaba su túnica para protegerse del frío de la mañana. Se la puso por la cabeza, le dio tres vueltas al cinturón y lo anudó por los extremos antes de ponerse las mallas de lana. Estaban calientes y humeantes. Respiró hondo, más tranquila—. Puedo llevarme a Dusha con el trineo y…

      Sanna soltó otra risa extraña y entrecortada. Mila se acercó a ella.

      —¿Qué te hace tanta gracia?

      —Nada, no tiene ninguna gracia —respondió su hermana con un largo suspiro y echó los hombros hacia atrás. «Es muy guapa», pensó Mila a pesar del enfado, algo distante—. Pero deberíamos haberlo visto venir.

      —¿El qué? —preguntó Pípa, pero Sanna se dio la vuelta y descolgó el cubo para la nieve del gancho que había junto a la chimenea.

      —Voy a por nieve fresca. Poned más juncos aquí, se están esparciendo.

      —¿Qué deberíamos haber visto venir? —volvió a preguntar Pípa, pero Mila se limitó a negar con la cabeza. La mención de los juncos le recordó la sensación de caminar descalza sobre el suelo helado y la extraña conversación con Oskar.

      —Anoche vi algo —dijo—. Oskar estaba junto a la ventana. Hablaba con alguien de fuera, creo que…

      Sanna se tensó y dedicó una mirada indescriptible a su hermana.

      —El hielo tiene un palmo de grosor. No se oye nada a través de él.

      —Bueno, pues miraba a alguien y ese alguien lo miraba a él.

      Sanna se dio la vuelta rápidamente, pero Mila estaba segura de que había fruncido el ceño.

      —Ve a por los juncos.

      —¿No puedo ir a buscar a Oskar? Estaba raro, parecía…

      —Creo que solo fue un sueño —espetó su hermana—. Haz lo que te digo.

      Se puso la capa sobre la cabeza y salió de la cocina. Al rato, escucharon el aullido del viento y una ráfaga de aire invernal se coló en la casa e hizo titilar el fuego antes de que Sanna cerrara la puerta.

      Mila conocía ese tono de voz: replicar era inútil. Abrió la puerta de la despensa y descolgó los juncos del gancho donde los secaban. Se le subió una manga al levantar el brazo y dejó a la vista un moratón azulado en la muñeca. «No ha sido ningún sueño», pensó. Oyó un ruido detrás de ella y se volvió. Era Pípa, todavía en pijama y con las zapatillas de piel puestas.

      —Ven, Pípa. Vístete y luego me ayudas a cubrir el suelo.

      Sanna entró con la nieve fresca cuando salían de la despensa y se frotó los ojos despacio.

      —¿Por qué lloras? —preguntó Pípa.

      Sanna hizo una mueca.

      —No lloro. —Cerró de un portazo. Tenía las mejillas sonrojadas por el frío y la mirada ausente—. Pípa, deja de mirarme.

      —¿Había algún rastro? ¿Has visto hacia dónde…? —empezó a preguntar Mila, pero Sanna negó con la cabeza.

      —Solo de un animal —dijo con sequedad—. El resto de la nieve estaba

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