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—Apretó el mango del cuchillo con fuerza.

      Mila se planteó tomarle el pelo, pero le rugió el estómago. No tenía energías.

      —Pues claro que no. Solo ha traído un cuchillo.

      —¿Otro?

      —Ajá.

      Se dejó caer en el banco frente a la chimenea y contempló cómo el vapor brotaba del agua en la que pronto prepararían la misma sopa de repollo grisácea que llevaban semanas comiendo.

      Mientras oía cómo el cuchillo atravesaba el repollo, Mila se esforzó por escuchar los murmullos de Sanna y Geir. La risa de su hermana tintineó como un repiqueteo de campanas justo antes de que la puerta se cerrase con un crujido y un golpe seco que provocó una ráfaga de aire en la cocina que le congeló las mejillas. Sanna entró como si estuviera flotando en una nube y con la mirada perdida en algo que llevaba en la mano.

      —¿Qué es eso? —preguntó Pípa.

      —Nada —se apresuró a responder y se guardó lo que fuera en el bolsillo de la capa—. Un regalo.

      Era un broche hecho de cuerno de alce con un intrincado diseño de pálidos remolinos que recordaban a un mar embravecido. Era muy bueno.

      —¿Qué le has dado a cambio? —preguntó Mila, lo que provocó que a su hermana se le enrojecieran las mejillas.

      —Nada —respondió con sequedad y apuntó amenazante a Mila con el cuchillo recién afilado—. Un regalo no debería suponer recibir algo a cambio.

      —Es la cuarta vez que viene esta semana —comentó Oskar.

      —Sí… —farfulló Sanna con los labios fruncidos.

      —Stavgar está bastante lejos. Tendrá que volver cabalgando de noche.

      —Sí.

      —La próxima vez deberías invitarlo a cenar.

      Mila se fijó en que sus hermanos mayores intercambiaron una mirada que no llegó a comprender.

      —Sí —coincidió Sanna—. Tal vez lo haga. —Tragó saliva y, luego, en un tono que daba el tema por zanjado, añadió—: ¿Has terminado de asesinar al repollo?

      La oscuridad cayó con la llegada del atardecer y la pequeña casa se llenó del olor a sopa de repollo hervido que indicaba que la cena estaba lista. Sanna iba a servirle a Pípa su ración en un cuenco de madera astillado cuando Dusha ladró, seguida de su hermano.

      —¿Otra vez Geir? —preguntó Oskar, y Sanna negó con la cabeza.

      —Algo los habrá sobresaltado. Voy a tranquilizarlos —dijo Mila, sin mucha prisa por comerse la sopa, a pesar del hambre que tenía.

      Se puso la capa y el gorro por segunda vez, abrió la puerta un poco y salió a la nieve, que resplandecía con un gris plateado en la incierta luz.

      —¡Dush-Dush, ven aquí! ¡Danya, ven!

      Con la cabeza agachada para protegerse del viento cortante, cerró la puerta y echó a andar por el camino que conducía hasta el cobertizo de los perros con las manos escondidas bajo las axilas para mantenerlas calientes. No había dado ni tres pasos cuando chocó con algo.

       —¡Javoyt!

      Mila tropezó al pisarse la capa y estuvo a punto de caerse. Recuperó el equilibrio y levantó la vista. El corazón le latía casi tan fuerte como soplaba el viento. Ahora sabía por qué ladraban los perros.

      2. El desconocido

      Qué lenguaje tan masculino para una niña tan pequeña —dijo una voz, profunda y contundente como los ladridos de Danya, que se hicieron más fuertes—. ¿Cómo te llamas?

      Mila se levantó la bufanda y se cubrió los labios al notar un sabor nauseabundo e inhalar un asqueroso olor animal, tan amargo como la hierba podrida. Ante ella, se elevaba un caballo que le pareció tan grande y ancho como un granero. Sobre su lomo, viajaba un hombre cubierto de pieles que parecía tan grande como el equino. Llevaba colgada a la cintura un hacha de leñador, como la de su padre, y los ojos le brillaban de un color dorado con un destello salvaje sobre una barba de varios días.

      Tras él, había una docena de figuras más pequeñas. Todos iban montados en ponis, camuflados, encapuchados y equipados con antorchas. Uno de ellos levantaba un estandarte bordado con un oso bajo un árbol. Las puntadas de oro de las raíces brillaban a la luz de las antorchas.

      De ellos emanaba una nube de vapor caliente y los ponis resoplaban y daban coces para alejarse de los perros, que se lanzaron contra la puerta del cobertizo. El hombre levantó una mano y los dos animales enmudecieron de repente y cayeron al suelo como dos sacos vacíos.

      —¡No! —Mila sacó los pies de la nieve, los tenía casi congelados—. ¡Dusha! ¡Danya!

      Pero los perros permanecieron tumbados en silencio, con el hocico apoyado en las patas delanteras, las cejas temblando y los ojos muy abiertos. Hasta los árboles de detrás parecieron quedarse quietos.

      Mila se volvió con cuidado hacia el grupo que lo acompañaba. Echó un vistazo más allá del hombre para mirar a otro jinete. Tenía el mentón despejado y parecía de la edad de Oskar. ¿Sería el hijo de aquel hombre? Observó las caras de los demás, uno por uno. Todos eran jóvenes, algunos apenas parecían un año mayores que ella. Era imposible que tuviera tantos hijos.

      Se le atragantó la voz, como un pájaro enjaulado. El hombre pasó la pierna sobre el lomo del caballo y aterrizó en la nieve. Algo no iba bien…

      Mila le miró los pies. Calzaba unas botas de cuero negras, muy elegantes y sin un solo rasguño, que no parecían mostrar ningún indicio de haber hecho un largo viaje, pero eso no fue lo que llamó su atención. El hombre no estaba en la nieve, sino sobre ella. No se había hundido en el suave algodón, aunque ella sentía cómo se le colaba por la parte de arriba de las botas y los ponis de sus acompañantes estaban enterrados casi hasta los corvejones.

      Levantó la cabeza y el hombre la miró a los ojos con ferocidad. Cuando bajó la vista, se había hundido en la nieve hasta las pantorrillas. Además, ahora tenía las elegantes botas atadas a las piernas con unos cordeles dorados, como las raíces del árbol del estandarte. Mila parpadeó y el hombre sonrió, enseñando unos dientes grises y serrados como madera carbonizada. Tragó saliva y la bilis le subió hasta la lengua.

      —Buen invierno —dijo el hombre y esperó a que le devolviera el saludo, pero no lo hizo—. ¿No vas a darnos la bienvenida?

      —N… —Se aclaró la garganta y volvió a intentarlo—. No le conozco.

      El hombre soltó una risotada tan cortante como su voz.

      —Ni yo a ti, niña. Pero en el lugar de donde vengo, siempre damos la bienvenida a los visitantes que llegan cansados a nuestras puertas.

      —¿Mila?

      Se volvió como un resorte. No había oído la puerta abrirse, pero Oskar había salido, sin capa ni abrigo y con las botas desatadas. Detrás de él, las caras distorsionadas de sus hermanas se apretujaban contra la ventana de hielo como dos lunas gemelas.

      —¿Así que Mila? —murmuró el hombre.

      La aludida sintió un pinchazo detrás de los ojos; un aviso de un dolor de cabeza que estaba por llegar. Deseó que Oskar no hubiera dicho su nombre.

      Su hermano se acercó caminando en círculos, como lo haría un lobo, atravesó con cuidado la nieve y se colocó entre Mila y el hombre. La empujó un poco y la chica entendió que le indicaba que entrase dentro, pero no quería dejarlo solo con ellos. Su constitución delgada y su cara desnuda hacían que el tamaño del hombre resultara más abrumador; un joven brote enfrentándose a un viejo roble.

      —¿Quiénes

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