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      —Hablaré con el hombre de la casa —dijo el desconocido y miró por encima del hombro de Oskar.

      —Soy yo —dijo este.

      —¿De verdad? ¿Y vuestro padre?

      A Mila se le formó un nudo en la garganta y notó la misma tensión en la voz de su hermano al responder:

      —Se fue.

      —¿Qué edad tienes?

      —Quince años invernales.

      —¿Cómo te llamas?

      —Oskar.

      —Oskar —repitió el hombre con una sonrisa cruel—. Buen invierno, Oskar. Como le decía a Mila... —El dolor detrás de los ojos se intensificó—, hemos venido desde el sur. Nos dedicamos al comercio.

      —¿Comercio de qué?

      —Tesoros.

      El hombre sonrió y chasqueó los dedos. Sus acompañantes se abrieron las capas y los cordeles de oro que llevaban en los tobillos quedaron a la vista. Mila nunca había visto oro tan trabajado, convertido en hilos finos y flexibles. Sin embargo, no diría que el resultado fuera bonito. Era nudoso y áspero, como las raíces talladas del cuchillo de Oskar. También feo y elegante, como el desconocido.

      Oskar dio un paso vacilante y, como si fueran uno solo, todos los hombres volvieron a cubrirse con las capas.

      —¿A dónde lleváis estas riquezas?

      —Al norte.

      La mirada del hombre dejó claro a Mila que no revelaría más información, pero sabía que no había mucho más al norte: solo la ciudad montañosa de Bovnik y el mar Boreal, el de las historias de islas mágicas donde aún existía la primavera.

      —¿Qué asuntos os llevan a Bovnik? —preguntó Oskar.

      —Eso es asunto nuestro —respondió el hombre con desprecio, en un tono más duro que antes—. Buscamos comida y permiso para encender un fuego y pasar la noche.

      Tras un momento de duda, Oskar contestó:

      —No sé si podemos daros nada.

      El hombre avanzó un paso y a Mila se le llenó el corazón de orgullo cuando Oskar apenas vaciló.

      —¿Cómo dices, chico?

      —El invierno se ha vuelto muy duro —respondió—. Y el bosque es cada día menos generoso.

      —Somos conscientes, pues lo hemos atravesado —escupió el hombre—. A lo mejor el bosque ya ha dado suficiente.

      Oskar tragó saliva, pero añadió:

      —No nos sobra comida. No voy a poner en peligro a mi familia.

      —¿Así que sois más?

      Mila tuvo un mal presentimiento. «No contestes», quiso decirle. El caballero la miró un segundo, como si la hubiera oído. Pero Oskar, que debió de creer que el hombre se había ablandado, contestó:

      —Sí. Sanna, Pípa y Mila. Tengo tres hermanas.

      —¿Tres? Menudo castigo. —Los demás se rieron y Mila se enfureció cuando Oskar se les unió sin mucho entusiasmo—. Pero son unos nombres bonitos.

      Oskar dejó de reír y su gesto se volvió temeroso.

      —Como veis, no puedo correr el riesgo de quedarme sin comida.

      —Lo comprendo —respondió el hombre con voz suave—. Pero supongo que no nos negarás una porción de tierra y algo de musgo seco para encender un fuego.

      —Por supuesto —dijo Oskar—. Voy a por ello.

      Hundió los hombros y se volvió hacia su hermana.

      —Vamos, Mila.

      —Buenas noches, Mila —se despidió el hombre.

      Sintió otro pinchazo de dolor en las sienes mientras entraba en casa y Oskar cerraba la puerta tras ellos. Respiró hondo, como si hubiera contenido el aliento hasta ahora, y tembló. Sabía que no dormiría bien con aquellos extraños tan cerca.

      —¿Qué ha pasado? —farfulló Pípa. Oskar temblaba, y Sanna se agachó para quitarle las botas—. ¿Quiénes eran?

      Pero Oskar la apartó con un gesto y tiró de Mila para frotarle los hombros y abrazarla con fuerza.

      —¿Estás bien, Milenka?

      Mila se acurrucó entre los brazos de su hermano mayor. Hacía mucho que no la llamaba así ni abrazaba a ninguna de sus hermanas. Desde que papá desapareció en la nieve, hacía cinco años de invierno, Oskar había tenido que madurar tan deprisa que se había dejado el amor por el camino, igual que papá.

      —Sí —murmuró.

      Oskar la apretó una última vez y la soltó.

      —Bien. No quiero que habléis con ellos, ¿está claro? Voy a llevarles algo de musgo y luego nos quedaremos en casa hasta que se hayan marchado. Mañana no saldréis hasta que yo lo diga. ¿De acuerdo?

      Incluso Sanna, que odiaba que su hermano pequeño le diera órdenes, asintió. Mila se volvió hacia la ventana helada y creyó ver una sombra que se movía.

      El hombre no les había dicho cómo se llamaba. Sin embargo, sabía el nombre de su hermano y sus hermanas. Y también el suyo.

      3. Una cara en la ventana de hielo

      Al cabo de unas horas, algo despertó a Mila de un sueño profundo y la joven abrió los ojos con un grito ahogado. Se quedó tumbada mientras el latido de su corazón se ralentizaba, escuchando los sonidos de sus hermanos, que dormían. Era una de las cosas que le gustaban de vivir en un invierno permanente: dormían todos juntos en la cocina sobre unos camastros al calor de la chimenea. Sanna, que tenía doce años cuando empezó el invierno, hablaba con nostalgia de cómo, tiempo atrás, había tenido su propia habitación para el verano, con cortinas de algodón muy finas; pero ahora la puerta de las habitaciones de verano, con las paredes más delgadas y las ventanas más grandes, estaba tapiada. Además, Mila no se imaginaba durmiendo sola.

      Escuchó los ligeros ronquidos de Pípa junto a la oreja y la profunda respiración de Sanna al otro lado, con el pelo negro azulado como las alas de un cuervo, desparramado sobre la almohada de paja, como siempre. Sin embargo, al otro lado de su hermana, faltaban las respiraciones superficiales de Oskar.

      Mila se incorporó con cuidado y las pesadas pieles le resbalaron por el cuerpo. Sintió frío de inmediato, a pesar de llevar el nuevo camisón de invierno que Sanna había vuelto a rellenar con musgo la semana anterior. Incluso tan cerca del fuego, su aliento creaba pequeñas nubes de vaho, como un dragón de una de las historias de papá.

      «Papá». Pronunció la palabra en silencio, por primera vez en meses. Se había establecido una especie de norma implícita entre los hermanos de no hablar de él, aunque estuviera presente por toda la casa, desde los pantalones que por fin le iban bien a Oskar, hasta las hachas de leñador junto a la chimenea, con las empuñaduras suavizadas por el uso.

      Cuando el desconocido había preguntado por él, los recuerdos habían vuelto en cascada. Evocarlo era doloroso. Olía a savia y a humo de leña. Tenía los ojos azules como el hielo, igual que Sanna, y una risa y un corazón salvajes, pero también era amable. Ni siquiera su padre había sido tan osado como el hombre de afuera.

      Se sintió vacía, como una mano que cae después de estar acostumbrada a que la sostengan, y, por primera vez en mucho tiempo, quiso hacer cosas que le recordaran a él y no que la hicieran olvidar. Tal vez, al día siguiente, cuando el desconocido y sus acompañantes se hubieran marchado, podrían ir hasta el árbol corazón y sentarse a contar historias, como hacían antes.

      Pensó en el oso del estandarte del hombre. Papá les

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