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      —Mila, nevará en cualquier momento. Si vamos a Stavgar, apenas lograremos volver antes de que se haga de noche.

      —Podemos hacerlo si nos vamos ya.

      —No voy a arriesgarme a estar fuera de noche con Pípa.

      —A mí no me importa —dijo la pequeña, emocionada—. Me gusta la oscuridad. —De todas ellas, era, de algún modo, la más valiente.

      —¿Lo ves? —apremió Mila—. ¿No quieres asegurarte?

      —Ya lo estoy —se lamentó.

      Mila no dijo nada. Sabía que se lo estaba pensando o ya le habría dado la vuelta al trineo para irse. Al final, Sanna asintió.

      —Está bien —dijo y suspiró exasperada.

      Mila no se detuvo a disfrutar de la victoria y se apresuró a subir al trineo mientras Sanna hacía girar a los perros hacia el norte. Apenas le dejó tiempo para sujetarse el manillar del trineo antes de chasquear las riendas.

       —¡Farash!

      7. El cordel

      El camino a Stavgar estaba cubierto de una nieve más dura que el camino al árbol corazón, aunque el espeso paraguas del bosque las había salvado de lo peor. Antes del invierno eterno, aquella había sido la principal ruta comercial, por donde se traían productos muy valiosos como la lana, el cobre o el hierro del norte y la sal, el pescado o las telas finas del sur. Ahora, los únicos que la usaban eran los Orekson, cuando acudían a Stavgar a por carne si las trampas fallaban, o Geir, cuando visitaba a Sanna con el pretexto de entregar cuchillos.

      De vez en cuando, si la nieve amainaba un poco, pasaba algún que otro comerciante, así que en esos días, si Sanna necesitaba una maceta nueva o algo de hilo cuando las tripas no servían para remendar, Oskar se levantaba al amanecer y lo enviaban cubierto de pieles a esperar en el cruce. A pesar de que saliera tan temprano, Pípa y Mila lo acompañaban siempre que las dejaba. A la segunda le gustaba ver los límites exteriores del bosque y maravillarse con la gente del sur, que a veces tenía el pelo del color del sol, incluso más claro que el de Geir, o con los hombres altos que se trenzaban la barba y la adornaban con cuentas, lo cual había oído que era la moda en el norte.

      Más valiosos que el hilo de seda o que la sal eran los chismes de la ciudad de la montaña junto al mar, donde mamá había crecido. Bovnik tenía casi tantas minas como árboles había en Eldbjørn y estaba a la orilla del mar Boreal, donde se decía que la mágica isla de Thule estaba atrapada en el hielo por culpa del eterno invierno. Según su madre, el pueblo se construyó a tanta altura que, en los días previos al invierno, las montañas perforaban el sol al atardecer y su luz se reflejaba a retazos en los edificios pálidos como la yema de huevo. Tiempo atrás, fue un lugar próspero, pero desde que comenzó el invierno se decía que las minas se habían vuelto traicioneras y ahora estaba casi abandonado.

      Fue en el cruce comercial donde Mila vio algo en la nieve. Un tenue destello, como arena en una herida.

       —¡Stuta!

      No estaba preparada para una parada tan repentina. El manillar se le clavó en las costillas cuando los perros la obedecieron, aunque Sanna era la que llevaba las riendas, y Mila sintió una chispa de orgullo por su lealtad.

      Pípa se cayó a un lado y Sanna rebotó hacia delante y chocó con el manillar.

      —¡Javoyt! —gritó, frotándose el estómago—. ¿Es que quieres matarnos?

      Mila dejó de sonreír.

      —Quería… —Pero perdió de vista el destello.

      La nieve brillaba con un color grisáceo uniforme en el que nada destacaba.

      Sanna dulcificó el gesto.

      —La nieve ya habrá cubierto las huellas.

      Mila asintió.

      —Solo quiero echar un vistazo.

      Sanna suspiró.

      —Date prisa, antes de que cambie de idea y os haga volver a casa.

      —Como si los perros fueran a hacerte más caso a ti que a mí —masculló Mila entre dientes.

      —¿Qué?

      —Me daré prisa.

      Mila saltó del trineo y miró muy atenta la nieve. Caía sobre el camino como una sábana y se elevaba suavemente donde había alguna que otra raíz.

      —¿Qué buscas? —preguntó Pípa, pero su hermana se limitó a encogerse de hombros.

      A lo mejor se lo había imaginado. No parecía que hubiera nada fuera de lugar, pero cuando se dio la vuelta para volver al trineo, se fijó en una raíz que se había abierto paso hasta el centro del camino. La rozó con la bota y salió rodando. No era una raíz.

      Sanna dio un pisotón y chasqueó la lengua.

      —¡Vamos, Mila! Nos vamos a casa. Tres… ¡Pípa, siéntate!

      Mila la ignoró. Se agachó y apartó la nieve. Había algo que brillaba. Echó un vistazo a su alrededor. Sanna señalaba al lecho de piel de foca donde Pípa se había puesto de pie mientras sujetaba las riendas con la otra mano.

      —Dos…

      Un cordel de oro. Era un trozo del cordel de oro que el desconocido llevaba en las botas, el mismo que tenían todos sus acompañantes. Mila dudó. No quería tocarlo, ni siquiera con los guantes puestos.

      —¡Uno! Se acabó, nos vamos a casa.

      —¡No, ya voy! —Recogió el cordel y se lo guardó en la capa sin pensárselo dos veces. El corazón le latía deprisa.

      Esta vez fue Mila quien no estaba preparada cuando Sanna gritó:

       —¡Farash!

      La sonrisa socarrona de su hermana cuando se apresuró a agarrarse hizo que se alegrara de no haberle enseñado lo que había encontrado. Lo habría descartado como si no fuera nada, pero Mila sentía que era importante.

      Sanna, que creía ser la más lista, pensaba que conocía a su hermano, que era como ella. Mila observó a los perros correr y, más adelante, al bosque atrapado en el invierno. Pronto llegarían a Stavgar, y Sanna vería la verdad, que Oskar no se le parecía en nada, ni tampoco a papá, sino que era como ella.

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