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que antes de que se acabara el verano, cuando hiciera un día bueno, daría una vuelta para ver otra vez la casa antigua en la que nacimos todos allá en Irishtown[21], y que nos llevaría a Nannie y a mí con él. Bastaba con que cogiéramos uno de esos nuevos carruajes de moda de los que le había hablado el padre O’Rourke... esos de las ruedas reumáticas...[22] económicos de alquiler por días, dijo, allí arriba en donde Johnny Rush, y que una tarde de domingo iríamos los tres. No se le iba de la cabeza... ¡Pobre James!

      —¡Dios tenga piedad de su alma! –dijo mi tía.

      Eliza sacó el pañuelo y se enjugó los ojos con él. Después lo volvió a meter en el bolsillo y se quedó un momento mirando la chimenea vacía sin hablar.

      —Sí –dijo mi tía–. Era un hombre desilusionado. Podía verse.

      Un silencio se apoderó de la pequeña estancia y a su abrigo me acerqué a la mesa, probé el jerez y volví silenciosamente a mi silla en el rincón. Eliza parecía haber caído en un profundo ensimismamiento. Esperamos respetuosamente a que interrumpiera el silencio: y tras una larga pausa dijo lentamente:

      —Fue ese cáliz que rompió... Ahí fue cuando empezó. Desde luego, dicen que no hubo nada malo, que no contenía nada, quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue culpa del chico. Pero el pobre James estaba tan nervioso... ¡Dios tenga piedad de él!

      —¿Y fue eso? –dijo mi tía–. Escuché algo...

      Eliza asintió.

      —Aquello le afectó la mente –dijo–. Después de aquello empezó a enfrascarse en sí mismo, sin hablar con nadie y yendo de un lado a otro él solo. Una noche le requirieron para que atendiera un aviso y no le pudieron encontrar por ninguna parte. Miraron arriba y abajo; y seguían sin poder encontrar rastro de él en ningún sitio. Así que entonces el clérigo sugirió que miraran en la iglesia. Entonces cogieron las llaves y abrieron la iglesia y el clérigo y el padre O’Rourke y otro sacerdote que estaba allí trajeron una candela para buscarle... Y qué creen, allí estaba, sentado él solo en la oscuridad, dentro de su confesionario, totalmente despierto, y en apariencia riéndose quedamente para sí mismo.

      Se detuvo de pronto como si se pusiera a escuchar. Yo también agucé el oído; pero no había sonido alguno en la casa: y fui consciente de que el viejo sacerdote estaba tumbado inmóvil en su ataúd tal como le habíamos visto, solemne y truculento en la muerte, con un ocioso cáliz en su pecho.

      Eliza prosiguió:

      —Completamente despierto y en apariencia riéndose para sí... Así que entonces, desde luego, cuando vieron aquello, aquello les hizo pensar que había algo en él que había fallado...

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