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desde Flaubert hasta el presente, se convirtió en la problemática de la lengua». Se trata de una afirmación muy reduccionista, sin duda. Más sensata a mi entender es la opinión que se limita a decir que la extraordinaria actividad creativa de las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial supuso un cambio cultural, incluso quizá al nivel de la conciencia, similar al Renacimiento, la Revolución científica o el Romanticismo. Los artistas y escritores de la época del cambio de siglo no pudieron ser ajenos al resto de la actividad de la época, sus creaciones fueron susceptibles a las tendencias, los cambios, los conflictos y las innovaciones de su entorno; participaron en ellos; lo extraordinario de estos les hizo reaccionar buscando nuevas y apropiadas formas, nuevos y apropiados lenguajes en los que expresarlos.

      No parece este lugar adecuado para ocuparse de la polémica sobre si la modernidad supone una ruptura brusca en la tradición del arte occidental. Es innegable que aunque muchos de los rasgos distintivos de la misma los podemos encontrar en la historia de la literatura ya desde el mundo grecorromano, nunca hasta el siglo XIX la modernidad se había convertido en un valor en sí mismo, en una especie de imperativo ético –baste recordar el Il faut être absolument moderne de Rimbaud o el make it new de Ezra Pound o incluso la «revolución permanente» de Trotski–. De cualquier manera, lo importante, en su caso, es que efectivamente en los años del cambio de siglo mucha gente lo percibió así. Hay conciencia por un lado de estar desarrollando formas absolutamente nuevas de crear y de entender el universo, y son muchos los testimonios, que como el diálogo de Ibsen citado al inicio de esta introducción, dan noticia de la consolidación de un modo de hacer que a la parte más tradicional de la población le resultaba ajeno. Los testimonios del ambiente de novedad que se respiraba son muchos. El editor y periodista inglés Holbrook Jackson, por ejemplo, recordando la época, escribió:

      La vida experimental transcurría en un torbellino de canción y dialéctica. Había ideas en el aire. Las cosas no eran lo que parecían, y se veían visiones. La década de 1890 fue la de los mil movimientos. La gente decía que era un periodo de transición, y estaban convencidos de que estaban pasando no sólo de un sistema social a otro, sino de una a otra moralidad, de una a otra cultura.

      No hay que caer, no obstante, en el simplismo de pensar que la dicotomía modernidad-tradición ilustra toda la época. Aunque la oposición existiera, tanto entre el público como entre los creadores, la variedad y la riqueza de la creación literaria durante este periodo son extraordinariamente complejas, quizá más aún que las que se den en otras actividades, por muy fructíferas que, tal como hemos visto, hayan sido estas. En Francia el realismo –o naturalismo– sigue aún pujante, y lo mismo ocurre con el simbolismo, las dos tendencias que se dice forman la base de la vanguardia. Pero donde la literatura presenta una mayor actividad en las últimas décadas del siglo XIX es en los países escandinavos y en los del ámbito alemán. En los primeros descuellan las figuras de Ibsen y de Strindberg, que protagonizarán una auténtica renovación del drama europeo, mientras que en las regiones de habla alemana, sobre todo en Viena y Berlín, aunque también en Praga, se desarrollan movimientos culturales de extraordinaria riqueza. En Viena son años de verdadera ebullición en campos muy diversos, desde las artes plásticas hasta la física teórica, pasando por la música, la literatura y la filosofía, con figuras de la talla de Ludwig Wittgenstein, Ernst Mach, Sigmund Freud, Arnold Schoenberg o Hugo von Hoffmanstahl. En Berlín se da a partir de 1885 un movimiento literario en el que la obsesión por la modernidad alcanza un grado casi enfermizo. Curiosamente, con la misma celeridad que surge, el movimiento se agota en los primeros años del siglo XX, en los que empieza a ser contradictoriamente asimilado a lo anticuado, lo acomodaticio y lo burgués. Los principales protagonistas de este fulgurante movimiento, Paul Ernst, Gerhart Hauptmann o Arno Holz, apenas son recordados hoy en día.

      La literatura inglesa de la época, hoy todavía muy popular, era, por contra, considerada entonces atrasada y pacata, sobre todo en relación con la francesa. Ezra Pound decía que la ausencia de sentimentalismo era algo dificilísimo de encontrar en ella, y Joyce llegó a calificarla de «hazmerreír de Europa». Los autores más destacados, o bien seguían la tradición victoriana, como Anthony Throllope o Thomas Hardy o George Meredith, o bien, como Samuel Butler o George Gissing, se acogían a los postulados del naturalismo francés, o bien optaban por la novela de género, gótica o de aventuras, como Bram Stoker, Conan Doyle o Rider Haggard.

      Los reproches de Pound y de Joyce a la literatura inglesa son indicativos de la sensación de cambio de paradigma existente internacionalmente. El dominio del naturalismo y del positivismo se agota, lo mismo que los remanentes de romanticismo que todavía permanecen en la literatura simbolista y decadentista. La proliferación de las traducciones –en estos años se llegan a realizar por vez primera publicaciones simultáneas en idiomas diversos–, la rapidez con que se estrenan las novedades teatrales en las distintas capitales europeas, y la emigración cultural de artistas y autores, constituye una fertilización internacional de ideas que no sólo traspasa las fronteras nacionales, sino que genera una interrelación entre las distintas manifestaciones artísticas nunca experimentada hasta entonces.

      Las grandes ciudades son, inevitablemente, focos de atracción, y en ellas se crea una nueva atmósfera que parece casi un caldo de cultivo para el desarrollo del nuevo pensamiento y el nuevo arte. Muchos artistas aspirantes acuden a ellas huyendo del provincianismo de sus lugares de origen. El propio Joyce, lo mismo que otros escritores irlandeses, buscará el estímulo intelectual que proporcionaban los cafés, las bibliotecas, las galerías y los cabarets de París, la ciudad que lidera la creación artística. Además de París, Berlín y Viena, y Londres, a las que habría que añadir San Petersburgo, acaparan la actividad cultural. Las ciudades periféricas, como Dublín van simplemente a la zaga de la cultura que se produce en esos centros. Dublín, de hecho, debía ser en cierto modo paradigma de provincialismo, pues Praga, otra ciudad esencialmente periférica, era conocida como «el Dublín del Este». El Renacimiento literario irlandés no deja de ser a nivel europeo un movimiento menor, marginal, carente de verdadera originalidad y de energía suficiente para destacar dentro del rico panorama literario de la época. Los escritores irlandeses en ciernes no ven futuro en la estrechez cultural de Dublín. George Moore, que de hecho participó activamente en el Renacimiento literario, es en ocasiones muy crítico con él. «Él nunca había creído en Renacimiento celta alguno», dice uno de sus personajes, que comparte muchos rasgos con el autor, «y todo lo que había oído hablar sobre las vidrieras y los renacimientos espirituales no le engañaba. “Que Gael desaparezca”, dijo. “Lo está haciendo muy bien. No interfiramos en su instinto. Su instinto es desaparecer en América”».

      La narración en la que aparece este personaje, es la inicial de The Untilled Field, una colección de relatos aparecida en 1904, y aunque la historia resulta un tanto forzada, e inverosímil en ciertos aspectos, es muy ilustrativa del dilema con que se enfrentaba entonces cualquier artista irlandés al comenzar su carrera. El personaje que pronuncia la citada opinión es un escultor que desea exilarse para trabajar en Italia. Antes de irse recibe el encargo de realizar una estatua de la Virgen para una iglesia de Dublín. Para la estatua dice necesitar una modelo que pose al desnudo, y afirma que en Dublín no hay modelos que ofrezcan este servicio: «Una de las dos desafortunadas mujeres obesas de las que vivían los artistas irlandeses en los últimos siete años, estaba embarazada, y la otra se había marchado a Inglaterra». Cuando está a punto de renunciar al encargo, conoce a una joven de dieciséis años a la que, sin ninguna dificultad, convence de que pose desnuda para él. Cuando el modelo en barro del desnudo está terminado, alguien entra en su estudio y lo destruye. El escultor sospecha del sacerdote que le ha hecho el encargo. El día anterior a la destrucción había descubierto que la estatua de la Virgen era, por el momento, un desnudo, y aunque el escultor le había asegurado que «los escultores siempre usaban modelos y que incluso una figura vestida había que hacerla antes en desnudo», el sacerdote se había quejado de que «las tentaciones de la carne transpirarían a través de la ropa». Es más, el sacerdote había reconocido los rasgos de la modelo y esa misma noche había ido a hablar con el padre de la muchacha. El escultor, desesperado por la destrucción de su obra, descarga entonces su ira contra la Iglesia católica: «Todo es impuro en sus ojos, en sus impuros ojos, mientras que yo sólo vi en ti salvo encanto», le dice a su modelo: «Él [el sacerdote] se sintió ofendido por esas estilizadas y torneadas piernas, y le

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