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racionalidad solo existe en la medida en que somete a algo diferente y extraño de ella; y más aún: en la medida en que ella, a todo lo que ingresa en su maquinaria como material, justamente por el hecho de que lo identifica, de que lo nivela, lo define en verdad en su alteridad como algo que le presenta resistencia; habría que decir quizás: como algo hostil. En otras palabras, pues: en este principio de la universalidad dominante como racionalidad irreflexiva está postulado de hecho el antagonismo tal como, en una relación de dominio, es postulado el antagonismo respecto de un dominado. Y el estadio de autorreflexión de esta racionalidad en el que esto sería transformado aún no ha sido en realidad alcanzado.

      Antes de que coloque un poco sobre sus pies ante ustedes, de modo que les resulte un poco más comprensible, esta frase, que en un principio posiblemente les suene, a muchos de ustedes, desquiciadamente especulativa y, en realidad, como puro idealismo hegeliano, quisiera decir aún algo que es preciso enunciar aquí en honor del concepto de universalidad histórica, aunque soy, por cierto, del parecer de que es preciso dialectizar también el concepto de historia universal. Esto significa que ni es posible decir: existe una historia universal, ni –como es la moda general hoy en día–: no existe la historia universal, sino que se formulará –y esto ya está en realidad en lo que acabo de decirles– de esta manera: existe exactamente una historia universal solo en la medida en que el principio de particularidad o, como preferiría denominarlo ahora, el principio de antagonismo se continúa y perpetúa a sí mismo. Damas y caballeros, sin embargo (justamente al comienzo de la lección me creo en especial en la obligación de proporcionarles esto), no quisiera presentar ante ustedes tales declaraciones altisonantes sin establecer, al mismo tiempo, la conexión con ciertos materiales a partir de los cuales podría esclarecerles, sin que con ello me mueva en la esfera de eso que suele circular bajo el concepto de ejemplo y frente a lo cual tengo las más duras reservas por motivos filosóficos.27 Para ello recurro nuevamente a Spengler, quien se opone con la mayor aspereza a la construcción histórico-universal y aun a la construcción de una tal racionalidad progresiva y que, frente a ella, ha planteado, atravesando todos los obstáculos posibles, la teoría de las figuras, cerradas en cada caso sobre sí mismas, de las culturas individuales y –de acuerdo con su teoría, tan desconcertante en muchos detalles– incluso contemporáneas; es decir: sucesivas y al mismo tiempo contemporáneas. No sé si llegaremos a abordar cómo habría que explicar esa contemporaneidad; creo que esta contemporaneidad es también explicable sin que se recurra para ello a la hipótesis morfológica de Spengler. Como quiera que sea, en todo caso Spengler defiende, entre otras cosas, la teoría28 de que la técnica occidental –de acuerdo con su perspectiva: fáustica– es ajena al alma rusa y es absolutamente inconmensurable para el alma del este asiático, y de que no cabría en absoluto representarse algo así como una apercepción, como una apropiación de la técnica, por ejemplo, por parte de los japoneses. Ahora bien, se ha puesto en evidencia en nuestra época, y en esto se ha confirmado realmente el pronóstico de Max Weber, que, sobre la base de su propia objetividad, de su propia legalidad inmanente, la técnica ha rebasado despóticamente los límites de las “almas nacionales”, en el caso de que exista algo así. Todos ustedes sabrán que recientemente los japoneses, en la última guerra, estuvieron a un pelo de aniquilar a la armada estadounidense mediante la técnica altamente desarrollada de su fuerza aérea; y todos sabrán también que hoy los rusos se han convertido en los más duros competidores de los estadounidenses en las ramas más modernas de la técnica. Podrán reconocer en estas cosas, de todos modos, algo así como la convergencia en una especie de universalidad de la racionalidad técnica hacia la cual también podrán dirigirse aquellos pueblos que hasta ahora han sido excluidos de aquello que hoy se llama en Alemania “el torbellino de la historia universal”. Creo que basta con que uno viaje un poco por otros países y perciba allí la uniformidad de los aeropuertos, frente a la cual, luego, las diferencias entre ciudades muy distantes entre sí adquieren un carácter casi anacrónico, propio casi de un baile de disfraces, a fin de cerciorarse justamente de este momento de la historia universal en el curso de la historia de la técnica. En esa medida, en todo caso de acuerdo con el τέλος, el concepto de historia universal, criticado una y otra vez, posee un momento de verdad. Y probablemente haya que remontar este momento de verdad a fases en las que aún no existía una corriente universal semejante, tal como está localizado, al menos objetivamente, en la necesidad de reproducción de la vida y en las formas sociales allí establecidas, como también en las formas de las fuerzas productivas.

      Ahora llego a la pregunta que he postergado y que habría que plantear realmente aquí: la pregunta por si, de hecho –y creo que es importante abordar esto en relación con la problemática de Dialéctica de la Ilustración–, es posible postular de manera simplemente absoluta esta corriente de racionalidad progresiva. No de modo tal como si no se correspondieran también con ella grandes tendencias contrarias; está fuera de cuestión que existen estallidos irracionales; solo hay que limitar esta afirmación diciendo que los así llamados estallidos o irrupciones de potencias irracionales u primigenias en nuestro tiempo fueron casi siempre manipulados, y casi siempre estaban con vistas a imponer el dominio, el dominio racional o irracional; y, en esa medida, pertenecen a la corriente de las técnicas de dominio racionales. Esto puede ser estudiado con especial contundencia, obviamente, en el nacionalsocialismo, si es que a uno le queda ánimo para estudiar algo en relación con él. Pero me refiero a algo diferente; a saber: a que uno no tiene por qué atenerse a atribuir in abstracto esta tendencia de la que hablo al espíritu en cuanto agente de la racionalidad, tal como ocurrió en las filosofías idealistas. Aquí quisiera, por lo demás, testimoniar mi reverencia a Hegel porque –aunque en él siempre se trata del espíritu– el concepto de espíritu, en su filosofía, en virtud del principio de identidad de sujeto y objeto, está ya desde el vamos organizado de tal modo que no se corresponde con aquello que se ha considerado como espíritu a finales del siglo XIX y en nuestra época, es decir, el espíritu subjetivo; sino que este espíritu comprende en Hegel, sobre la base de una construcción imponente, aunque también cuestionable, el íntegro ámbito de la vida histórico-política y económica de los seres humanos. El espíritu tiene en Hegel su lugar específico directamente en la realidad histórica.29 Y Hegel habría rechazado con la mayor vehemencia la concepción del espíritu como algo que se mueve libremente a sí mismo y como algo independiente de la vida material de la humanidad, contrapuesta a él. Si, pues, se consideraba, por ejemplo, a la ciencia del espíritu de Dilthey, y a lo que con ella se vincula, en cierta medida como sucesora de la filosofía hegeliana,30 esto debe ser considerado solo como una perfecta caída por debajo de aquel nivel de la problemática que había sido ya alcanzado por Hegel; pero esto solo es una observación al margen.31 En todo caso, ustedes no deben considerar a este espíritu del que hablo como algo absolutamente autónomo. Este espíritu se ha autonomizado, sin duda, y le pertenece además el hecho de que, por ejemplo, con sus poderosos instrumentos de la lógica y la matemática, se ha independizado de sus condiciones de producción; el hecho de que él –y, por cierto, en virtud de la separación del trabajo espiritual y el físico– aparece ante sí mismo como algo totalmente autónomo y absoluto; como un método que subsume lo que se le ha contrapuesto. Pero no debemos admitirle esto al espíritu. La evolución del espíritu como racionalidad, como razón que domina la naturaleza o, tal como debo decir ahora de manera abreviada: como razón técnica, es decir, la evolución de las fuerzas productivas técnicas in toto ha sido engendrada, por su parte, por las necesidades materiales de los seres humanos, por las necesidades de autoconservación de estos; y las categorías de este espíritu contienen estas necesidades como momentos necesarios de su forma de manera necesaria y siempre en sí. El espíritu es el producto de los seres humanos y el producto del proceso de trabajo humano, a la vez que, por su parte, ahora él conduce y finalmente domina los procesos de trabajo humanos como método, como razón tecnológica. Y creo que, si no se hipostasia desde el vamos al espíritu, sino que se lo ve en su dependencia respecto de un concepto de vida, de un concepto de conservación de la vida humana –concepto en el que él tiene sus raíces–, solo entonces es posible entender cómo es realmente posible que algo así como el espíritu en cuanto razón técnica haya asumido de manera tan unificadora el control de la vida de los seres humanos tal como viene ocurriendo en una medida creciente. El espíritu no es algo absolutamente primero. Sino que justamente esa postulación del espíritu como algo primariamente primero es

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