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las cosas son tales que el positivismo historiográfico dominante –tal como se ha expresado por primera vez, en la tradición alemana, en la sentencia de Ranke según la cual lo que la historia debe presentar, lo que la investigación debe presentar, es cómo han ocurrido realmente las cosas–22 significa que, en una medida siempre creciente, ha sido despreciada la construcción desde arriba y, con ello, aquella corriente de la historia, aquella tendencia histórica objetiva de la que les hablé en la última clase; que ella, en verdad, no es lo derivado, lo secundario, no es la mera construcción de fantasiosos filósofos de la historia, sino que es en verdad justamente lo inmediato que todos experimentan cuando caen en la historia y, ante todo, en las así llamadas grandes épocas como en un torbellino. Si no me equivoco, la tendencia de la historiografía es cuestionar cada vez más los grandes conceptos: ante todo, los de la propia historia universal; luego, los de tendencias que han de realizarse a través de toda la historia; finalmente, incluso conceptos menos abarcadores, como los de las épocas. Les recuerdo solo el hecho, conocido para los historiadores aquí presentes, de que –y, sin duda, con razón– el concepto de Edad Media se ha disuelto desde los más diversos puntos, uno de los cuales es que habría que fijar la crisis probablemente mucho antes que en el inicio oficial del Renacimiento; a saber, con el descubrimiento de una especie de Prerrenacimiento ya en la época del alto gótico; es decir, en una época que, según la perspectiva tradicional, se atribuía enteramente a la Edad Media. Por otra parte, hoy existen también tendencias que le saltan al cuello al propio concepto de hecho histórico; así, la desarticulación, por así llamarla, de la construcción histórica se extiende ya también a su propio polo opuesto, es decir, al concepto de acontecimiento histórico individual, de événement. Ante todo, en la crítica francesa de la historia se ha atacado de manera vehemente el événementisme23 como una representación que pone un peso desmedido en acontecimientos grandes, particulares; una experiencia, por lo demás, que será incluso corriente para todos ustedes si alguna vez han tenido dudas acerca de si las batallas realmente grandes, como las que llevaron adelante el gran príncipe elector, o Napoleón, o alguien más realmente poseen, de cara a la historia, una importancia tan enorme como se nos ha dicho. Esta sobrecarga de lo fáctico mismo presupone ya, probablemente, una construcción de los contextos históricos en cuanto significativos; contextos que encuentran, entonces, en tales événements, sus puntos nodales o sus crisis; y, en el instante en que una representación tal acerca de una corriente histórica dadora de sentido resulta sacudida, con ello se ve afectada también la representación contraria del acontecimiento específico, de modo que, pues, la historia parece transformarse entonces en un movimiento casi imperceptible, que se aproxima a un diferencial; un movimiento en el cual es problemático hablar simplemente de historia.

      No es mi tarea aquí, en esta lección –en la que, en realidad, solo me propongo tratar un problema muy específico de la historia, a saber: la relación entre lo universal, la tendencia universal y lo particular, es decir, el individuo–, abordar hasta en sus detalles la construcción de la estructura de la historia. Pero de todos modos opino que, si se tratan en realidad ciertas cuestiones fundamentales de la filosofía de la historia, uno no puede sustraerse totalmente a estas cosas; y opino que la cuestión del conocimiento de lo histórico es ante todo una cuestión de distancia. En efecto, si uno se acerca, hasta cierto punto, demasiado a los detalles sin, a su vez, hacer estallar al mismo tiempo críticamente los propios detalles, se produce literalmente aquello que designa el muy sabio refrán cuando dice que “los árboles no dejan ver el bosque”. Pero, por otra parte, desde una distancia demasiado grande es también imposible captar la historia, porque las categorías aumentadas proporcionalmente, desmesuradas –así, por ejemplo, la de un progreso de la libertad, para cuya crítica les he dicho ya algunas cosas en la última clase–, demuestran justamente ser problemáticas y no verdaderas en relación con el material. Hay que intentar, yo diría, conseguir una distancia determinada que, por un lado, se aliene de la construcción total de la historia; y que, por otro, no se consagre al culto de los hechos, que, como les dije, son problemáticos de acuerdo con su propia conceptualidad. Tomen como ejemplo de esto que podría decirse que, acerca de algo como el progreso en un sentido global –volveremos a ocuparnos de manera fundamental de este concepto hacia el final de la parte que dedicaremos a la filosofía de la historia–, acerca de algo como el progreso, por un lado no es posible hablar en general, como les he mostrado. Podrán confirmar también que toda la cháchara acerca de progresos individuales que habrían tenido lugar en la historia siempre tiene algo de dudoso; simplemente por el hecho de que, a fin de concretizar esto históricamente, en la sociedad en la que vivimos, como un todo, cada progreso individual que se produce siempre tiene lugar a costa de individuos o de grupos que, en función de ello, caen bajo las ruedas; de modo que, pues, en virtud de la particularidad que es inherente al progreso, ya que esa particularidad no se relaciona con la estructura de la sociedad como un todo, siempre hay grupos que, justamente en cuanto víctimas del progreso, también lo ponen en duda, pueden ponerlo en duda con razón. Sin embargo, podrá decirse –y creo que esto no le arrebataría a uno una visión tan crítica acerca de la historia– que existe algo así como un progreso desde la catapulta hasta la bomba atómica.24 Y el hecho de que relacione el concepto de progreso con algo tan aterrador y, si ustedes quieren, directamente contrapuesto al progreso de la libertad, y así también al progreso en la autonomía del género humano, no es casual, sino que esto tiene, pensaría yo, su buen sentido; o, antes bien, su sentido muy fatal y muy malo. Debe decirse, en efecto, que, en tanto la particularidad sea inherente a todos los movimientos históricos, en tanto no exista auténticamente aquello que se podría llamar humanidad –es decir, una sociedad autónoma y consciente de sí misma–, todos los progresos serán particulares; no solo en el sentido que ya les he indicado –es decir, que los progresos siempre tienen lugar a costa de grupos que no participan inmediatamente de aquellos, y por encima de los cuales se realizan los progresos–, sino también en el sentido de que el progreso en sí mismo posee un carácter particular.

      Creo que un pensador plenamente positivista, de acuerdo con sus convicciones (aunque representó la versión alemana del positivismo, que pasó por la filosofía crítica), como Max Weber ha demostrado tener ya un instinto muy correcto en este punto en la medida en que reservó el concepto de progreso para la racionalidad y postuló al menos como perspectiva para la humanidad algo así como una estructura universal de racionalidad progresiva; aunque también fue en esto muy cauteloso al inclinarse ante el veredicto fáctico de que existen enteras civilizaciones que, en virtud de su forma económica tradicionalista, no participan en verdad de esa racionalidad progresiva y, con ello, en realidad de la dinámica social.25 Les sorprenderá que yo, que he hablado inmediatamente antes acerca de la particularidad en el movimiento del todo histórico, ahora hable de una racionalidad progresiva, ante lo cual se podría pensar que la razón, como algo extraordinariamente universal que aquí se realiza, es justamente la antítesis de una particularidad tal. Justamente considero errónea esta opinión acerca de la racionalidad progresiva como algo que, por su parte, no es particular. Y creo que, si se indaga en la particularidad de lo universal mismo, es decir, de la razón progresiva, es posible entender un poco sobre la dialéctica entre lo universal y lo particular como una estructura histórica; concretamente porque en el principio de lo universal está encerrada la particularidad –y, por cierto, como algo malo, como algo negativo–; así como, a la inversa, deberá decirse –y Hegel lo ha demostrado con un poder irresistible– que, en lo particular, en los hechos individuales, está concentrada y se encarna, en cada caso, la fuerza de lo universal. La racionalidad, de cuya universalidad hablamos en términos universales, en efecto –y quisiera remitirme aquí a la Dialéctica de la Ilustración que escribimos Horkheimer y yo, y que por fin será reeditada en un corto plazo–,26 esta clase de racionalidad es, en efecto, desde el comienzo una racionalidad del dominio de la naturaleza, del control de la naturaleza extra e intrahumana. Y, por cierto, de un dominio de la naturaleza que no se refleja esencialmente en sí mismo, sino que se relaciona con sus así llamados materiales –ya sean materiales de la naturaleza, ya seres humanos los que son dominados, o ya, finalmente, la propia interioridad, que es sometida a esa racionalidad– subsumiéndolos, clasificándolos, subordinándolos y también cortando lazos con ellos. Pero allí –y creo que es bueno que retengan firmemente esta idea, de la cual yo pensaría que posee un carácter clave para nuestra construcción– no hay nada

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