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director de una de sus compañías.

      —¿De verdad? Quizá le gustes como yerno.

      —No hay forma de saberlo, ¿verdad?

      —Espero que sea así. Me gustaría que te convirtieras en el yerno de papá. Espero que no esté mal decir eso… Ay, Felix, ¡di que me amas!

      Y volvió a acercar sus labios a los de su amado.

      —Pues claro que te quiero —dijo él, pensando que no merecía la pena besarla otra vez—. Pero no sirve de nada que hable con él aquí. Más vale que espere y nos veamos en Londres.

      —Ahora está de buen humor —apuntó Marie.

      —Me costaría mucho estar a solas con él. Además, no sería adecuado.

      —¿Adecuado?

      —En el campo y en casa de otra persona. ¿Se lo dirás a la señora Melmotte?

      —Sí, se lo diré a mamá, pero ella no le dirá nada. No le importo mucho a mi madre, ¿sabes? Pero eso ya te lo contaré más tarde. Sí, a partir de ahora te contaré todo lo que quieras saber. Nunca he tenido a nadie con quien compartir nada, pero no me cansaré nunca de hablar contigo.

      Felix la dejó tan pronto como pudo y escapó para hacer compañía a las demás damas. El señor Melmotte seguía instalado en el invernadero y lord Alfred permanecía a su lado, fumando y bebiendo brandy con soda. Mientras sir Felix pasaba frente al director, se dijo que valía más posponer la conversación hasta que todos volvieran a estar en Londres. Lo cierto era que el señor Melmotte no tenía aspecto de estar de buen humor, sino todo lo contrario. Sir Felix cruzó algunas palabras con lady Pomona y la señora Melmotte. Sí, esperaba tener el placer de verlas con su madre y con su hermana al día siguiente. Sabía que su primo no asistiría; le daba la impresión de que su primo Roger nunca acudía adonde iba todo el mundo. No, no había visto al señor Longestaffe. Esperaba tener el placer de verlo mañana. Luego escapó, se subió al caballo y salió al galope.

      —Él será el hombre afortunado —le dijo Georgiana a su madre esa noche.

      —¿En qué sentido?

      —Se va a llevar la mano de la heredera y su dinero. ¡Dolly ha sido un estúpido!

      —No creo que a Dolly le gustara esa chica —dijo lady Pomona—. Después de todo, ¿por qué no iba a casarse con una dama como Dios manda?

      Capítulo 18

       Ruby Ruggles escucha una historia de amor

      Ruby Ruggles, nieta del viejo Daniel Ruggles, de Sheep’s Acre, de la parroquia de Sheepstone, cerca de Bungay, recibió la siguiente nota de manos del cartero rural ese domingo por la mañana: «Un amigo estará cerca de los abedules de Sheepstone entre las cuatro y las cinco de la tarde del domingo». No había ni una palabra más en la nota, pero la señorita Ruby Ruggles sabía de quién era.

      Daniel Ruggles era un granjero que poseía la reputación de tener una fortuna considerable, pero en el condado lo consideraban un miserable y un gruñón. Su mujer había muerto, se había peleado con su único hijo, cuya esposa también había fallecido, y lo había echado de casa. Sus hijas estaban casadas y vivían lejos, y el único miembro de su familia que residía con él era su nieta Ruby, que le causaba grandes dolores de cabeza. Tenía veintitrés años y se había prometido con un joven próspero de Bungay dedicado a los piensos para caballos, a quien Ruggles había prometido quinientas libras cuando se casaran. Pero Ruby había decidido, alocadamente, que no le gustaban los piensos, y acababa de recibir la mencionada nota, a todas luces peligrosa. Aunque el autor no la había firmado, Ruby sabía muy bien que procedía de sir Felix Carbury, el caballero más guapo que jamás había conocido. ¡Pobre Ruby! Viviendo en Sheep’s Acre, en Waveney, había oído poco y mucho del mundo que había más allá. Pensaba que la esperaban cosas gloriosas que no conocería si se convertía en la esposa de John Crumb, vendedor de pienso en Bungay. Por eso la invadió una alegría salvaje, mitad miedo y mitad pasión, cuando recibió la nota. Y por eso también se encontraba, puntualmente, a las cuatro de la tarde de ese domingo en los abedules de Sheepstone para reunirse con sir Felix sin peligro de ser vista. Pobre Ruby, quien justo cuando le habría ido bien la guía de un amigo gozaba de la libertad para entregarse a un amante.

      El señor Ruggles era un arrendatario del obispo, y la granja de Sheep’s Acre formaba parte de la propiedad del obispado de Elmham, pero también era dueño de una pradera que pertenecía a las tierras de Carbury, y por lo tanto también le pagaba una renta a Roger. Los abedules de Sheepstone, donde Felix había concertado la cita, eran de Roger. En otra ocasión, cuando los dos primos se apreciaban más, Felix había acompañado a Roger a visitar a su inquilino y había visto a Ruby por primera vez; se había enterado de la historia de la joven por Roger. Sabía también que estaba prometida con John Crumb. Desde ese día, no había mencionado a Ruby a su primo. El señor Carbury había descubierto después, para su pesar, que la boda se había postergado o incluso que el noviazgo estaba roto, pero debido a que no soportaba a su primo, no le había dicho nada acerca de ese tema. Pero sir Felix probablemente sabía más de Ruby que el arrendatario de su abuelo.

      Para el habitante de la ciudad, instruido y educado, quizá no existe una mente más difícil de entender que la de una chica como Rubby Ruggles. El campesino y su mujer viven el día a día sin complicaciones. Sus aspiraciones, sean para bien o para mal, para ganarse la vida honestamente o para darse a la bebida gracias a los frutos del trabajo o a medios deshonestos, son bastante sencillas si se analizan con atención. Y con hombres como Ruggles, casi siempre se entiende de dónde vienen y adónde van. Pero Ruby era más educada, tenía aspiraciones más altas y una imaginación desbordante, y era muchísimo más astuta que los hombres de su familia. Sabía leer, mientras que su abuelo apenas podía descifrar una carta. Era locuaz y aguda, pero su ignorancia en cuanto a la realidad de las cosas era más profunda que la de su abuelo, pues este aprendía de su contacto con los comerciantes en los mercados, en las calles que frecuentaba, incluso en el campo; incorporaba de forma inconsciente conocimientos sobre la situación relativa de sus compatriotas, y en relación a aquello que no sabía, su imaginación era más bien obtusa. Pero la joven construía castillos en el aire, imaginaba y anhelaba. En suma, tratándose de un ser superior en muchos aspectos, Ruby sin embargo caía en el error de creer que Felix era un Apolo, alguien a quien contemplar con placer y por el que desear ser contemplada. En una situación normal, el peligro hubiera pasado rápidamente si Ruby se hubiera casado.

      Ruby Ruggles lo desconocía todo del mundo más allá de Suffolk y de Norfolk. Sus ambiciones eran tan grandes como vagas y tan activas como mal encaminadas. ¿Por qué ella, con lo linda e inteligente que era, debía casarse con John Crumb, el hombre más aburrido del mundo? Antes quería probar algo de las delicias que había leído en los libros. John Crumb no era feo; era robusto, decente, si bien un poco lento al hablar, pero en cuanto entendía las cosas, se explicaba con seguridad. Le gustaba la cerveza, pero no era un borracho, y estaba volcado en cuerpo y alma en su trabajo. Pero Ruby lo conocía desde niña, y desde siempre le había parecido un hombre aburrido. El olor a pienso se le había metido entre el pelo y la piel, y ni siquiera los domingos lograba expulsarlo de su cuerpo. Su complexión normal era bastante pálida, aunque de vez en cuando se enrojecía, con un tono que se mezclaba con el de su sombrero, chaleco y abrigo, y entonces parecía más bien un fantasma robusto en lugar de un hombre. Sin embargo, era capaz de romperle la crisma a cualquiera en Bungay y de cargar dos sacos de harina a los hombros. Y Ruby sabía que adoraba el suelo que ella pisaba.

      Lástima que Ruby creyera que había algo mejor que eso, porque cuando sir Felix se cruzó en su camino, con su bello rostro ovalado y su piel sana y rosada, su pelo de guedejas marrones y su encantador bigote, la joven se perdió en un sentimiento que confundió con amor. Cuando el caballero la buscó por segunda y tercera vez, Ruby se encandiló más con sus inanes elogios que con las honradas promesas de John Crumb. Pero aunque era una tonta redomada, tenía principios. Era terriblemente ignorante, pero entendía que existía una sima de degradación que debía evitar. Pensó, como

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