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de comer, lady Carbury paseó con su hijo y lo instigó una vez más para que fuera a Caversham.

      —¿Cómo demonios voy a ir allí?

      —Tu primo te dejará un caballo.

      —Está tan enfadado como un oso con dolor de cabeza. Es mucho mayor que yo y mi primo, pero no pienso aguantar sus insolencias. Si estuviera en cualquier otro sitio, ya me habría plantado en los establos para pedir un caballo y una silla.

      —Roger no cuenta con tantos lujos.

      —Pero supongo que sí tendrá un caballo, una silla y un mozo de cuadra. No necesito que sean de primera calidad.

      —Está un poco molesto porque ordenó que fueran a recogerte a la estación dos veces ayer y no estabas.

      —Odio ese tipo de persona, que siempre está acordándose de las pequeñas mezquindades. Un hombre así espera que uno funcione como si fuera un reloj, y como no eres tan puntual como él, te insulta. Le pediré un caballo, igual que haría en cualquier otra parte, y si no le gusta, que se aguante.

      Una hora después, cuando se encontró con su primo, le dijo:

      —¿Puedo llevarme un caballo a Caversham esta tarde?

      —Nuestros caballos jamás salen en domingo —dijo Roger, y después de una pausa, añadió—: Puedes llevártelo, daré las órdenes pertinentes.

      Al final, sir Felix se iría de Carbury el martes y sería culpa suya si su odioso primo volvía a poner pie en Carbury; así reflexionaba Roger mientras miraba a Felix salir a caballo de la propiedad. Pero, de repente, recordó lo probable que era que Felix terminara siendo el dueño de Carbury. Y si por casualidad Henrietta acababa siendo su esposa y por lo tanto la señora de Carbury, difícilmente podría negarse a recibir a su hermano en casa. Permaneció durante un rato en el puente mirando a su primo mientras avanzaba por el camino y escuchando el ruido de los cascos del caballo, que no trotaba, sino que galopaba trabajosamente. El joven le resultaba ofensivo de todas las maneras posibles. ¿Quién no sabe que solo las damas tienen permiso para cabalgar así? Un caballero hace trotar a su caballo. Roger Carbury poseía un único caballo, un viejo caballo de caza que era su favorito y al que adoraba como a un viejo amigo. Y ahora su querido animal, cuyas patas no eran tan fuertes como antes, tenía que galopar por el camino solo porque al jovenzuelo de Felix se le antojaba, en lugar de trotar tranquilamente, como debía. «¡Soda y brandy!», exclamó Roger, pensando en su disgusto de la madrugada. «Algún día morirá de delirium tremens en un hospital».

      Antes de que los Longestaffe abandonaran Londres para recibir a sus nuevos amigos los Melmotte en Caversham, el señor Longestaffe y Georgiana, la hija más decidida, habían firmado una tregua. Por su parte, la hija se ocuparía de que los invitados recibieran el trato más exquisito y cortés; la cláusula de la nación más favorecida, por así decirlo. Los Melmotte serían tratados como si el viejo Melmotte fuera un caballero y la señora Melmotte, una dama. A cambio, los Longestaffe podrían regresar a Londres durante la temporada. Pero de nuevo, el padre introdujo una nueva cláusula. En lugar de quedarse durante largo tiempo, la familia permanecería solo seis semanas. El 10 de julio, los Longestaffe se instalarían en el campo hasta final de año. Cuando se propuso la cuestión del gran tour por el Continente, el padre casi se puso violento en su negativa. «¡En nombre de Dios! ¿De dónde esperáis que salga el dinero para todo eso?», exclamó. Cuando Georgiana le indicó que había personas que sí tenían dinero para viajar al extranjero, su padre le dijo que llegaría un día en que tendría que dar las gracias por tener un techo sobre su cabeza. Sin embargo, Georgiana se lo tomó como una licencia poética, pues no era la primera vez que hablaba así. El tratado quedó establecido, ambas partes dispuestas a llevarlo a cabo con honestidad. A los Melmotte se les daba un trato cortés y la casa de Londres no se cerraba.

      La idea que las damas de la familia habían apuntado de que Dolly se casara con Marie Melmotte, pero que en el fondo nadie se había tomado en serio, quedó abandonada por completo. Dolly, a pesar de sus tonterías, tenía voluntad propia, y en su familia eso era invencible. Ni su padre ni su madre le habían convencido jamás de que hiciera algo que no le apeteciera, así que Dolly no se casaría con Marie Melmotte. Por eso, cuando los Longestaffe se enteraron de que sir Felix estaría en la Finca Carbury, no les pareció mal invitarlo a Caversham. En Londres se lo señalaba como el pretendiente mejor situado para hacerse con la mano de Marie Melmotte. Georgiana Longestaffe albergaba animosidad hacia lord Nidderdale, y por ese motivo se sentía inclinada a favorecer la causa de sir Felix. Así que, poco después de que llegaran a Caversham, se las arregló para hablar a Marie de sir Felix.

      —Un amigo suyo vendrá a cenar el lunes, señorita Melmotte.

      Marie, que aún estaba apabullada por la magnificencia, tamaño y general altivez de sus nuevas amistades, apenas pudo balbucear nada, por lo que Georgiana prosiguió:

      —Creo que conoce usted a sir Felix Carbury.

      —Ah, sí, conocemos a sir Felix Carbury.

      —Está pasando unos días en casa de su primo. Creo que es por sus bellos ojos, Marie, porque a sir Felix no le gusta precisamente el campo.

      —No creo que haya venido por mí —dijo Marie, ruborizándose. Una vez le había dicho que si quería hablar con su padre, podía hacerlo, lo cual equivalía a decirle que sí en la medida en que sus pobres facultades de decisión podían aceptar a un pretendiente sin el permiso de su padre. Pero desde ese día sir Felix no le había dicho ni una palabra más, ni tampoco había hablado con su padre, que ella supiera. Marie, sin embargo, había declinado las atenciones de los demás pretendientes porque había decidido que estaba enamorada de Felix Carbury y había decidido ser constante en sus afectos. Pero llevaba unos días preocupada, temiendo que él no correspondiera su amor.

      —Nos hemos enterado —dijo Georgiana— de que es buen amigo de usted.

      Y se echó a reír con una vulgaridad que la señora Melmotte no habría sido capaz de imitar.

      El domingo por la tarde, sir Felix se encontró con las señoras paseando por la pradera, y también con el señor Melmotte. En el último momento también habían invitado a lord Alfred Grendall, no porque fuera amigo especial de los Longestaffe, sino porque era útil para entretener al gran director de la junta. Lord Alfred estaba acostumbrado a Melmotte, sabía cómo hablar con él y probablemente también sabía qué le gustaba comer y beber. Por lo tanto, habían invitado a lord Alfred a Caversham, y él había aceptado, pues todos sus gastos los pagaba el gran director. Cuando sir Felix se presentó, lord Alfred se estaba ganando su jornal hablando con el señor Melmotte en el invernadero. Tenía bebidas frías y una caja de cigarros, y probablemente pensaba que el mundo era muy duro con él. Lady Pomona había sido lánguida, aunque no distante, al recibirlo. La dama se esforzaba por cumplir con su parte del trato en lo relativo a la señora Melmotte. Sophia caminaba un poco más lejos con un tal señor Whitstable, un joven caballero del condado al que habían invitado a Caversham porque se lo consideraba lo bastante bueno para Sophia, o al menos tan bueno como era posible cazar, ahora que ella tenía veintiocho años; aunque los que conocían el tema de cerca sostenían que eran treinta y uno. Sophia era atractiva, pero tenía una belleza fría y repulsiva, y no había triunfado en Londres. Georgiana sí había tenido más admiradores, y alardeaba frente a sus amigas de las ofertas que había rechazado. Por otra parte, estas no tenían el menor reparo en hablar de sus muchos defectos. Aun así, caminaba con la cabeza bien alta, porque todavía no se había visto obligada a conformarse con los Whitstable. En ese instante no contaba con ningún pretendiente y trataba denodadamente de cumplir con su pacto para que su padre no tuviera ninguna excusa para no llevarlas a Londres.

      Sir Felix se quedó unos minutos sentado en una silla en el jardín, conversando con lady Pomona y la señora Melmotte.

      —Un jardín precioso, aunque a mí no me interesan particularmente. Pero si tuviera que vivir en el campo, es el tipo de jardín que me gustaría.

      —Delicioso —dijo la señora Melmotte conteniendo un bostezo y colocándose el chal alrededor del cuello con firmeza. Estaban a finales

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